Pol Pot o la muerte y resurrección del pop en Camboya
Por Jaime Moreno.
La cultura pop llegó a Camboya por la vía colonial, a través de Francia y no directamente desde Estados Unidos o Inglaterra. Puede que esto explique la compuesta elegancia de sus principales figuras, Ros Sereysothea y Sinn Sisamouth. Es una paradoja que otro camboyano, Saloth Sâr, obtuviera sus primeras nociones de comunismo en el París de Sarte y St. Germain de Pres, a comienzos de los años cincuenta, donde el jazz agitaba ya a la juventud. También allí, entre estudios de radioelectricidad que nunca terminó, decadentes soirées con novias francesas y conspiraciones anti-imperialistas, durante el ocaso galo en Indochina, Saloth Sâr adquirió el apodo que le acompañaría el resto de su vida: Pol “el suave” Pot.
Pol Pot, un hombre de sonrisa tan fácil como impenetrable, sería más tarde el jefe de los llamados Jemeres Rojos, señores de Camboya entre 1975 y 1979. Fue la más perfecta dictadura del siglo XX, la más cercana a una utopía de purificación que también persiguieron otros, entre ellos Hitler. Su versión del comunismo era total y radical: abolió el dinero y la vida urbana (obligó a toda la población de las ciudades a migrar a campos de trabajo en la selva) y fulminó a cualquier persona sospechosa de creer en los valores de la burguesía. Hasta los médicos fueron condenados a muerte –lo cual ilustra la inteligencia del régimen–. Intelectuales, estudiantes y artistas, cualquier persona que pudiera ensalzar el pensamiento individual, era añadido a la lista negra. Ros Sereysothea y Sinn Sisamouth no escaparon a la criba, a pesar de ser dos de las voces más familiares del Sudesde Asiático, y a pesar de su continua aproximación al folk y a las raíces. También eran símbolos de glamour occidental, y por ello serían ejecutados, como tantos otros, en algún momento y en alguna parte.
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La confusión estadística y el caos documental definen el último lustro de la década de 1970. Se sabe que aproximadamente el veinticinco por ciento de la población de Camboya falleció en esos cuatro años de pesadilla, víctima de la violencia, el hambre y la enfermedad. Phnom Penh, la capital, quedó literalmente desierta tras la llegada triunfal de Pol Pot y los suyos desde el interior de la selva. La guerrilla Jemer había sido fortalecida durante el bombardeo secreto de Estados Unidos sobre las zonas rurales fronterizas, ocupadas por el Viet Cong, entre 1969 y 1973. Vietnam tuvo la mejor BSO de todas las guerras de la historia: desde Nancy Sinatra hasta Jimi Hendrix. El pop yeyé y los albores del rock, con sus letras cada vez más lúgubres y sus guitarras cada vez más afiladas, llegaron también a la vecina Camboya. Uno se imagina la banda sonora oficial del cine bélico camboyano, un cine que nunca fue. Un fan de las películas de guerra (quien escribe, por ejemplo) podría fantasear con la idea de una escena brutal, de bombardeos espectaculares, como en Apocalypse Now, pero no al ritmo de la Cabalgata de las Valquirias sino al de “Llora mientras me amas”.
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Se han recogido varios testimonios que relatan la muerte –o las varias muertes– de Ros Sereysothea y Sinn Sisamouth. Hay quien dice que Sisamouth recibió disparo en la nuca a los pocos días de la toma de Phnom Penh, en el arcén de una carretera a las afueras de la ciudad. Y hay quien afirma haberlo visto en una jaula de bambú, dentro de una comuna agrícola, donde habría trabajado unos meses hasta que fuera finalmente ejecutado en una sesión rutinaria. De Sereysothea la leyenda afirma que murió junto a su familia, sin derecho a juicio ni amnistía, en abril o mayo de 1975. Una versión un poco más jugosa, y se diría que inspirada en alguna canción popular de la época, asegura que fue obligada a contraer matrimonio con un asistente de Pol Pot, que su cruel marido maoísta la maltrataba y que terminó por hacerla desaparecer hacia 1977.
El término “etnocidio” –la aniquilación de la cultura de un pueblo– se suele aplicar precisamente a “etnias”, a pueblos que llevan la etiqueta “tradicional”. Nunca se aplica a la cultura popular de raíz occidental. El caso camboyano fue un etnocidio pop sin precedentes. No creo que esta sea una afirmación frívola: se borró del mapa un siglo de mestizaje, una galaxia de cosas modernas que habian sido incorporadas y asumidas por el conjunto de la población: salir al cine y a bailar, a cenar en restaurantes, sentarse a leer el periódico y a escuchar la radio, a indagar en la moda y las rebajas en revistas ilustradas, aprender inglés o chino, deslizarse furtivamente al interior de cabarets o bibliotecas. Todo, tabula rasa.
Pero igual que la religión sobrevive siempre al más ateo de los dictadores, la erradicación del pop en Camboya nunca fue llevada a su última consumación. Discotecas enteras se salvaron de la quema, escondidas en colecciones privadas, en el fondo de armarios de apartamentos anodinos. Lugares nunca registrados y vinilos nunca descubiertos, o quizás ignorados por mentes benévolas que eligieron no seguir las órdenes porque podían o querían hacerlo. Una visita a la página de Wikipedia de Sinn Sisamouth da una idea del inmenso volumen de su discografía conocida. Y hay otros nombres, a pesar del duopolio de Sinn y Ros entre 1965 y 1975: la sensual Pan Ron y el grave Lelu Thaert, por ejemplo, casi todos ellos muertos a manos de los Jemeres Rojos.
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Quizás lo más relevante de todo es el vivo recuerdo entre el grueso de la población. Son los hits obligatorios de todas las radios locales. El turista avizado puede escuchar estos temas en los taxis que enlazan el aeropuerto de Phnom Penh con el centro de la ciudad. Si me permiten la comparación, es una especie de exquisita Radio Olé. Las emisoras menos cool o, por el contrario, las más “retro”, aquellas que no pinchan a Lady Gaga en bucle, pinchan a las glorias muertas de la era épica del pop. En Camboya también hay un revival. Los máster de grabación desaparecieron, claro, pero una parte considerable de los discos terminó por filtrarse a cintas cassette a partir de principios de los años 80.
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Luego vino la conquista de Occidente, facilitada por la fiebre mochilera de los últimos lustros y, sobre todo, por la proliferación de blogs en el ciberespacio. El magnífico sello Sublime Frequencies lleva una década publicando perlas sonoras de todos los rincones del planeta. Son piezas de museo recolectadas en viajes de bajo presupuesto, casi siempre en el extrarradio de la guía Lonely Planet. En el catálogo de SF hay cosas buenas y hay cosas mejores. Lo que más merece es el espíritu del proyecto, su filosofía. Es una labor monacal de clasificación y cultivo, un ejercicio de restauración y una lectura globalizada de una tradición musical desconocida: la recreación de un mundo que en otras circunstancias habría desaparecido. Hay discos enteros hechos a partir de grabaciones radiofónicas, capturadas en tiendas que vomitan souvenirs sobre las aceras, o en los vestíbulos de hoteles de alguna ciudad de provincias. Lo más sublime del catálogo de Sublime Frequencies es, creo yo, su parte camboyana.
Esto es así por la manera impecable en que las melodías y armonías tradicionales se funden con las formas del pop-rock occidental. Y también es debido a la calidad de las grabaciones. Hay una crudeza general, una potencia de bajos y un volumen desorbitado que no tiene parangón en Asia ni casi en Occidente. En ocasiones, es algo semejante a escuchar In Utero, y al hacerlo pensar que todo en los años 90 debería haberse grabado igual: directamente del amplificador al disco. Pero incluso para el vergel sonoro que fueron los años 60, esto es destacable. No me corto si digo que la versión paralela de “House of the Rising Sun” es mejor, más sustanciosa y agresiva que la original. Lo-fi puro y sin concesiones. ¿Y quién es el animal detrás de esa guitarra? No se sabe, y se supone que también fue despachado. A todo esto, Pol Pot murió en su cama, bajo arresto domiciliario, en 1998.
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El documental “Don’t Think I’ve Forgotten (Cambodia’s Lost Rock ‘n’ Roll)”, de John Pirozzi, está a punto de ver la luz. Más información en http://cambodianrock.com/ La banda sonora de la única película que Hollywood le dedicó al asunto, la muy decente “Los gritos del silencio” (Roland Joffé, 1984), es del nada camboyano Mike Oldfield. La excepción cinematográfica sería el filme “City of Ghosts” (Matt Dillon, 2002) cuya banda sonora abunda en Ros Sereysothea. Hay incluso una breve “bio-pic”, “The Golden Voice” (Greg Cahill, 2006).