La reencarnación de Lucifer
Por Mario Sánchez
Intentar abordar una figura tan compleja y estilizada como la del Don Juan literario es una tarea hartamente comprometida y presenta en todo momento una operación conflictiva. No digamos, pues, si pretendemos hacerla hablar para escenificarla. Pues en este punto debe radicar la vigencia de los personajes teatrales, en que, más allá de representar su papel, nos interrogan osadamente. Y ésta es precisamente la labor que César Barló (y un conjunto maravilloso de personas) se propuso materializar, mostrándose al mismo tiempo tan sencillo y sincero que se ha ganado el reconocimiento de la palabra y la memoria. Por lo tanto, salvando todo lo salvable, amén de críticas especializadas y/o cuitas del todo reprochables, este texto pecará –y que sirva de precedente– de parcialidad, oscurantismo y sencillez.
Partiendo de unos medios escasos y carentes de toda sofisticación, el Campo de la Cebada, en el castizo barrio de La Latina, se engalanó con sus más encantadores ropajes actuando de escenario inédito para la representación de tres pases únicos del Don Juan Tenorio 2011 solventemente conducidos por su director de escena. Tres envites verdaderamente para el recuerdo. Tampoco la gente faltó a la cita. El barrio se volcó sobremanera con la propuesta teatral y acudió –casi en masa– al anfiteatro urbano allí improvisado. A pesar de poder contar en tan reducido espacio con algo más de 400 personas por función, muchos no pudieron disfrutar de él –de Don Juan–, ni de ella –de Doña Inés–, ni de la oportunidad de saborear de nuevo los almibarados y dulcificados versos de Zorrilla. Pero sí sintieron los ecos de su palabra, que retumbaban en las paredes macilentas de hormigón armado casi por inercia, con una presteza inaudita y una frescura envidiable.
Ahora bien, sin necesidad de cuestionar los valores de este último Don Juan, que se nos antoja alejado del pretérito y proteico Burlador primigenio, la fuerza de esta tardía figura zorrillesca (contrapuesta, eso sí, a la de Tirso), casi mitológica en la tradición hispánica, hace que todavía hoy nos arranquemos jirones de la piel al dejarnos penetrar por la impávida ferocidad de sus palabras. Palabras que brotan con la profundidad de la incertidumbre, imbuidas de la inquietud del hombre extemporal, de lo mágico de la fusión sinérgica cuando la frase se vuelve verso. Tal fue el resultado de este Tenorio, representado en siete ocasiones diferentes por siete máscaras distintas, cada una de ellas en base a cada acto de la obra. Si bien este –no tan singular– Don Juan de Zorrilla no refleja el desparpajo insolente y supremo de su abuelo burlador literario, se desenvuelve a las mil maravillas cuando, de antemano, se nos presenta multiplicado, lo que no acentúa sino su naturaleza extraña y espectral (“¿Quién soy? Un hombre sin nombre”, resuenan a la postre los versos de Tirso). César Barló dispuso las cartas de manera respetuosa desde el primer acto y ello obtuvo su merecido resultado.
La escenografía se prestó a modificaciones de vanguardia y no sólo (valga de ejemplo la inclusión de la figura de un disc-jockey que da inicio a la obra –el músico heterodoxo Fernando Epelde–, o de un nostálgico coche militar, así como la moto sobre la que el oportuno protagonista, un Don Juan, hace entrada en el panteón de los Tenorio de manera efectista), pues las estructuras constructivas fueron empleadas con precisión, el atrezzo fue más que resolutivo y las herramientas de escena se comportaron simbióticamente. Todo ello sin dejar de enfatizar el diálogo entre tiempos, el desfase histórico existente entre José de Zorrilla y el espectador actual. Vivo y precioso podrían ser los dos términos que calificasen este proyecto tan fugaz como elaborado, como si respondiese –no nos resistimos a la analogía– ante ese antiguo y desgraciadamente en desuso concepto de sprezzatura. Y si bien este término estético no se enmarca dentro de las coordenadas cronológicas de la obra, pero sí de la acción (1545), subyace en ella un singular paralelismo. Un particular desdén de reina cuando detrás se esconde una fatiga de cortesana…, el refinamiento suave pero elaboradísimo, la extrema sencillez oculta en la más absoluta complejidad; dicho con otras palabras: un lobo con piel de cordero.
Por lo que atañe a lo emotivo, dignas son de reseñar las intervenciones donjuanescas de Sergio Torres en el primer acto, cuando el Tenorio, insolente, arremete verbalmente tras el sabio consejo de su padre, Don Diego (Rafael Núñez, providencial); y Antonio Sansano en el último spleen tan baudelaireiano de la obra; amén de la celebérrima y archiconocida fracción versada “¿No es cierto, ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor?”, interpretado por Antonio Lafuente. Una nota de continuidad es aquella que representa el papel de Don Luis Mejía (Paco Puerta) y el Comendador, Don Gonzalo (Juanma Navas), necesarias ambas para el digno despliegue narrativo de la obra. Y así, hasta agotar todas las posibilidades pasando por el personaje de Ciutti (un fantástico Javier Rodenas), Buttarelli (Alberto Basas), Brígida (agudísima Iria Márquez) o el mismo Escultor (Jesús Gago, que se encarga de conducir un fragmento operístico realmente brillante). Peculiar, sin embargo, con mucho brío y nervio de buen cultivo nos parece el Tenorio representado por Álvaro de Juan, realmente prometedor y con “buen tino”. Dignos de mención son también, a su vez, los actos dirigidos por Pilar Almansa (II), Patricia Benedicto (IV) y José Gómez (V), todos muy bien integrados en la idea de conjunto y en la puesta escena de tan inusual e insólito espacio.
En definitiva, una obra, un proyecto (quasi inabarcable por el compromiso de colegir texto y tiempo) abarcado magistralmente por Barló que puso literalmente el Campo de la Cebada patas arriba, dejando al público asistente con un sabor de boca insaciado, con ganas de más, con ganas de dramaturgia, esperando impacientes el resurgir de nuevos proyectos al auspicio de la misma sinceridad. También con el mismo respeto, pues si el Burlador de Tirso actuaba ya desde su cuarto verso como un tronante apagavelas (“Mataréte la luz yo”), el Don Juan de Zorrilla resultó una alegoría perfecta de sus propias palabras. En la última anotación de escena se lee: “[…] se funden en la luz”. Deslumbrante fue y los espectadores que disfrutaron de ella ya vagan impertérritos por entre sus sombras y anhelos.