Relatos y poesía visual de Julia Otxoa
Palomeras de San Roque
Julia Otxoa
Palomeras de San Roque es uno de esos lugares estratégicos de montaña, donde los cazadores escondidos en casetas camufladas cazan a red la paloma torcaz que emigra en el otoño hacia África.
Pervive en el lugar todavía un rito de matanza ancestral, un impresionante espectáculo que mueve cada año a miles de curiosos. El acto consiste en que los cazadores, una vez que tienen a los cientos de palomas atontadas bajo la red, las van sacando una a una, degollándolas con certeros mordiscos.
Terminada dicha ceremonia de muerte, el rito continúa y esos cazadores, con los labios aún chorreando sangre, besan en la boca a las mozas que quieren buscar novio. Ya que dice la leyenda que los besos mojados en sangre de paloma son los mejores aliados del amor.
No obstante, también se cuenta que durante las noches de luna llena, los cazadores incendiados de pasión amorosa, desenfrenadamente, acarician con los dientes el cuello de sus amedrentadas esposas.
Caballos
Julia Otxoa
Todos los jueves vamos a Slaughter-House a ver cómo cargan los caballos muertos en los camiones de Mister Winner. Cuando llegamos allí nos subimos al tercer escalón de la escalera de la fuente, ése es un buen puesto de observación, no molestamos.
Slaughter-House es el matadero municipal, en él trabaja el padre de Tom y también el de Bessy y el mío. En realidad, todos los hombres del pueblo trabajan en él desde hace muchos años.
Slaughter-House está especializado en caballos, llegan vivos, apretujados en grandes camiones de color marrón y salen luego despedazados, metidos en bolsas de plástico para ser transportados dentro de camiones frigoríficos de color blanco. Siempre es así.
Un día, mis amigos y yo conseguimos colarnos dentro del matadero, fue un jueves por la tarde, éramos un grupo de tres, nos escondimos detrás de unos sacos de serrín en la zona de las cuchillas, nadie nos vio. Las cuchillas son enormes y cuelgan de gruesas cadenas sujetas a grandes ruedas de una máquina que ocupa el centro de la nave. Las cuchillas caen con fuerza sobre los caballos cortándoles limpiamente el cuello.
Cuando la máquina está en funcionamiento parece un gran monstruo enfurecido, haciendo un ruido infernal con todas esas ruedas y cuchillas moviéndose sin cesar. Mi padre suele decir que así es mejor, porque ese ruido ensordecedor tapa los asustados relinchos de los caballos que con grandes números negros pintados en sus lomos, esperan en fila a ambos lados de la máquina para ser sacrificados. De este modo, la gente de los alrededores de Slaughter-House no se entera del miedo de los caballos y puede comerse luego tranquilamente sus bistecs.
Lo primero que se hace cuando llegan los caballos vivos es medirlos y pesarlos, este es el trabajo de mi padre, los hace subir por una escalera hasta una plataforma metálica, allí, después de apuntar en una libreta lo que marca el peso, mide a cada caballo con una vara de madera la cabeza, las patas y el lomo.
Una vez, un caballo de Sttugart mató a un operario que realizaba ese mismo trabajo antes que mi padre. El caballo le dio tal patada en la cabeza, que el hombre rodó como un fardo escaleras abajo yendo a darse contra unos ganchos puntiagudos usados para colgar y desollar a los caballos. Por eso, desde entonces, cuando los caballos suben a la plataforma del peso, se les inmoviliza sujetándoles con correas de cuero y grandes hebillas de hierro.
También mi padre se pone una especie de coraza metálica que le cubre el pecho y la tripa, y un capuchón de tela de saco en la cabeza, porque dice que de este modo el caballo, al no distinguir los rasgos humanos, no entiende muy bien lo que ocurre, está confuso, se porta mejor y no da patadas.
Hay días en los que cuando mis hermanos y yo nos hemos portado especialmente mal, mi padre, sin saber que ya conocemos todo lo que hace en el matadero, realiza con nosotros el mismo ritual que con los caballos que van a morir. Nos lleva al desván y allí se coloca la coraza y el capuchón, y nos pone una especie de correajes alrededor del cuerpo, y luego nos deja allí encerrados todo el día, hasta que se le pasa el enfado y entonces sube y nos quita los correajes, y los vuelve a colocar al lado de la vara de medir, la coraza y la capucha, junto a la ventana rota que está siempre cerrada.
Oto de Aquisgrán
Julia Otxoa
Cuentan que el emperador Oto de Aquisgrán era tan sumamente perfeccionista, que acometiéndole una vez un ataque agudo de melancolía profundísima, y decidiendo en medio de tristes delirios acabar con su vida, tuvo tan extremado cuidado en dejar bien acabados y atados los asuntos de la Corte, que antes de suicidarse, pasó años y años despachando con sus consejeros, firmando tratados, y recibiendo en mil audiencias. Hasta el punto de que al fin todo en orden, el pobre emperador Oto, ya muy anciano y enfermo desde su lecho de muerte, no recordaba realmente el extraño motivo que le había tenido toda su vida sumido en aquel delirante y frenético ritmo de trabajo, no conocido jamás en ninguna corte imperial.