Sobre la igualdad de los animales (II)
Por Ignacio González Barbero.
Como concluimos en la primera parte de esta reflexión, es un principio ético fundamental el de la igual consideración de los intereses de todos los animales (humanos y no humanos). Los seres sensibles tiemblan ante el peligro, la vida es cara a todos. Por ello, el dolor y el sufrimiento son malos y deberían ser minimizados o evitados completamente, independientemente de la raza, el sexo, o la especie del sujeto que sufra. Sin embargo, del ámbito del deber ser al ámbito del ser hay un salto abismal en la cuestión que nos ocupa. Las prácticas humanas en las que se utilizan animales ponen de manifiesto, con una macabra crudeza, la presente imposibilidad de una moral respetuosa con los intereses de éstos. Relatar las condiciones en las que se desarrollan estas acciones, y las consecuencias que acarrean para la vida individual de cada uno de los sujetos que las padecen, es un deber ineludible.
En primer lugar, hemos de tratar la experimentación, que es un fenómeno de extrema gravedad: cien millones de animales se ven sometidos anualmente a experimentos de laboratorio en todo el mundo. Todos causan un dolor y un sufrimiento que no podemos ponderar. Citando a una web que ha estudiado este fenómeno: “En un laboratorio, un animal puede ser envenenado; privado de comida, agua o sueño; recibir productos irritantes para los ojos o la piel; lo pueden dejar paralítico; mutilarlo quirúrgicamente; aplicarle radiaciones; quemarlo; gasearlo; darle alimentación de manera forzada y electrocutarlo(…) Muchos son matados deliberadamente para exámenes post-mortem”. El avance de la ingeniería genética ha supuesto, además, una ampliación en el número de estas “técnicas”, al someter a los animales a ilimitadas variaciones de deformidad física.
Las investigaciones se realizan, en su mayoría, para comprobar o crear productos para el ser humano. En base a esta utilidad se justifican los métodos aplicados. Ahora bien, el científico ha de estar de acuerdo en el parecido en aspectos cruciales entre estos seres y los humanos, ya que si, por ejemplo, obligar a una rata a elegir entre morirse de hambre o cruzar una barrera electrificada para conseguir alimento nos proporciona información sobre las reacciones de los humanos ante el estrés, entonces debemos admitir que la rata siente estrés en esta situación , a saber: sufre (y su interés en no ser atormentada no es tenido en cuenta, como sucede en el resto de casos).
Estos experimentos –la mayoría inútiles- no sólo son realizados en grandes laboratorios; también se practican en las universidades o centros académicos. Un caso conocido es el de Harry F.Harlow, del Instituto de Investigación sobre Primates de Madison (EE.UU.), que crió a monos recién nacidos en condiciones de aislamiento total y privación materna. Los indujo a un estado casi autista al mantenerlos durante veinticuatro meses en habitaciones herméticas, sin contacto alguno con el exterior. Salían de ellas severamente perturbados; cuando se les ponía junto a monos normales, se sentaban aterrados en una esquina y acababan sufriendo un estado de constante depresión. También produjo madres tan neuróticas que aplastaban las caras de sus hijos contra el suelo y las restregaban contra éste.
Estas pruebas causan, sólo en Europa, ocho millones de animales muertos al año, y el beneficio humano es mínimo o ninguno. No se da una igual consideración de los intereses de unos y de otros; estos seres son condenados –sin culpa ni motivo útil- a una vida de enfermedades y dolores insoportables, a una muerte temprana, a una jaula siempre presente.
La industria alimentaria genera un sufrimiento similar. Los animales no humanos, en este caso, tienen una vida miserable, desde su nacimiento, para que los animales humanos tengamos carne disponible al menor coste posible. Los métodos modernos de cría intensiva constituyen la perfecta aplicación de la ciencia y la tecnología a la actitud de que los animales son simples objetos a nuestra disposición, meras acumulaciones de carne. Nuestra sociedad, para que tengamos alimento en nuestra mesa a un precio asequible, apoya métodos de producción que hacen que se encierre a animales sensibles en condiciones de hacinamiento extremo, sin posibilidad alguna de movimiento, desde que nacen hasta que son sacrificados. Los animales, así, no son seres con intereses propios en vivir en paz y no ser dañados, sino máquinas que transforman el forraje del que se alimentan en carne. Toda innovación que implique un “índice de transformación” mayor será adoptada, por el bien de la eficiencia. Es triste asumir que, en palabras de Peter Singer, “la crueldad se reconoce solamente cuando cesa la rentabilidad” (y la rentabilidad no cesa habitualmente).
Además de encerrarles en jaulas mínimas y quitarles la vida, hay otras prácticas que los animales tienen que soportar para que podamos disponer de ellos con presteza : la castración, la mutilación de las orejas, el rabo (en los cerdos), y el pico (en algunas aves), la hormonación (para que se desarrollen más rápido), la sobrealimentación forzada, la separación de la madre y sus crías, la ruptura de los rebaños, la marca, el transporte y, finalmente, el momento de la muerte. En el documental “Earthlings” , durísimo, pero necesario,se muestran los hechos descritos (y otros muchos relacionados con la explotación animal) sin tapujos. Éstos, como podemos ver, implican un sufrimiento enorme y una indiferencia gravísima hacia la vida de los seres implicados .
La cuestión importante que está en juego no es tanto si podría producirse carne sin sufrimiento, sino si la carne que pensamos comprar ha sido generada sin él. A menos que confíemos en que esto sea así, el principio de igual consideración de los intereses afirma que supone maldad moral despreciar intereses importantes de una animal (vivir sin dolor, en libertad, con sus congéneres) para satisfacer un interés propio menos importante – sin el cual podemos vivir- : el de comer carne.
La industria peletera, la caza y sus diferentes formas, los circos, los rodeos, las corridas de toros, los zoológicos y la venta de animales causan un dolor comparable a las actividades anteriores en los sujetos que son utilizados. Los motivos son análogos (el hacinamiento, el maltrato físico y psicológico, el asesinato) mas el origen de éstos es, si cabe, más superfluo: el ocio humano. Por el mero disfrute propio, condenamos a seres sensibles a una vida y una muerte lamentables. No se puede legitimar moralmente un atentado a los más importantes intereses de los animales no humanos argumentando que satisface intereses humanos de placer, cuya relevancia para nuestra vida es ninguna, apenas ornamental. A un lado, una vida sacrificada -en muchas ocasiones, mediante salvaje tortura, como es el caso de los animales deshollados en vida por los fabricantes de prendas de piel -; al otro, una mera sensación agradable. En suma, una desconsideración flagrante del sufrimiento ajeno por no pertenecer a la especie humana, a saber: especismo.
Los animales no sólo sufren una desprotección moral, sino una gravísima desprotección legal, que ampara las terribles costumbres que acabo de describir. Necesitan derechos que los protejan, que eviten una indiferencia hacia sus intereses más fundamentales . Ahora bien, ¿se pueden establecer derechos para los animales? Un derecho es una libertad o beneficio que los demás (especificados por ley) tienen la obligación de tolerar y proporcionar. ¿Quién o qué puede tener derechos? Cualquier sujeto capaz de gozar de libertad y de ser beneficiado. Los animales (humanos o no), somos agentes y podemos ser beneficiados, luego somos sujetos potenciales de derechos. En la medida en que reconocemos derechos a seres desprotegidos, nos comprometemos a respetar su libertad y bienestar en nuestro trato con ellos.
En consecuencia, el derecho de un sujeto es el reflejo de la obligación jurídica que otros tienen respecto a él. Para que alguien o algo tenga derechos no es necesario que tenga obligaciones, como se suele argumentar. Los niños carecen de obligaciones, pero tienen derechos, porque otros (tutores o padres) tienen obligaciones para con ellos. Así, un animal, que no tiene estas últimas, poseería derechos en el momento en el que nos obligáramos por ley a tratarlo con el cuidado que merece como ser sensible. Jeremy Bentham, en sus “Principios de legislación“, resume con claridad esta necesidad: “El legislador debe prohibir todo aquello que pueda servir para conducir a la crueldad (…)Las peleas de gallos, las corridas de toros, la caza de liebres y zorros, la pesca y otras diversiones de la misma especie (…) producen los más agudos sufrimientos a seres sensibles y la muerte más dolorosa y prolongada que imaginarse pueda. ¿Por qué ha de negar la ley su protección a todo ser dotado de sensibilidad?”
Todos los animales con capacidad para sufrir, en definitiva, han de tener derechos inalienables que garanticen que sean tratados con respeto y no violentados ni sometidos a tortura. La Liga Internacional de los Derechos del Animal se hizo cargo de este deber y proclamó en 1978 la Declaración Universal de los Derechos de los Animales, que posteriormente fue ratificada por la UNESCO y la ONU. Su preámbulo es claro: “Considerando que todo Animal posee derechos. Considerando que el desconocimiento y desprecio de dichos derechos han conducido y siguen conduciendo al hombre a cometer crímenes contra la naturaleza y contra los Animales. Considerando que el reconocimiento por parte de la especie humana de los derechos a la existencia de las otras especies de Animales constituye el fundamento de la coexistencia de las especies en el mundo…”
Asumiendo penalmente lo que expresa este prólogo y los catorce artículos que le siguen, nuestro comportamiento hacia los animales se vería seriamente modificando. Es necesaria una legislación que nos obligue a proteger y considerar plenamente los intereses de los animales no humanos y que, con ello, fundamente sus derechos. De no darse, continuaremos reproduciendo el dolor y la esclavitud que día a día ejercemos, con brutalidad, sobre ellos.
Interesante artículo.
Lo único que añadiría es, quizá, una reflexión sobre la motivación de los imperativos morales. La idea es: aún llegando a la conclusión de que los animales deben ser portadores de derechos, liberados de experimentación, ocio, e incluso alimentacion (probado está que se puede vivir con una dieta vegana), ¿nos convenceremos de que debe hacerse? Es decir, una vez lleguemos a la conclusión teórica, ¿lo aplicaremos en la práctica?
Porque la posibilidad del mal voluntario está ahí, y estamos hablando de intereses muy grandes y de hábitos enraizados. Si algo resisten las ideologías (podemos hablar de una ideología de la servidumbre animal) son los argumentos racionales.
Por otro lado, el clásico argumento teológico que nos permite separar claramente hombre de animal no humano sigue operando en la sociedad, si bien bajo un barniz laico. Se tiene la percepción de que hay un “algo” especial inherente a todo humano (incluyendo bebés, discapacitados graves, incluso humanos sin cerebro!) que simplemente le confiere un derecho absoluto. Cuando se propone extender este derecho a otros animales, la apelación a lo específicamente humano se acentúa.
un saludo