Anatomía de Melancolía
Por Rebeca García Nieto
Cuando vives en un país donde el Trastorno Bipolar en niños y adolescentes se ha puesto tan de moda como el iPad, el mero hecho de que alguien resucite la palabra “melancolía” te parece ya todo un detalle. En Estados Unidos, gracias a una operación de márketing orquestada por la industria farmacéutica y algunos científicos sin escrúpulos, este diagnóstico se ha multiplicado por cuarenta en los últimos años, hasta el punto de que, al igual que ocurre con el iPod, muy pocos adolescentes salen de las consultas de los psiquiatras sin llevárselo puesto.
En las antípodas de este panorama, la visión de la aflicción que propone Lars Von Trier se asienta sobre los cimientos del pensamiento europeo. Desde Cicerón han sido muchos los pensadores que han intentado averiguar el paradero del juicio cuando éste se pierde bajo la presión de las pasiones. Ante una visión cientificista de la tristeza, encarnada por el personaje que interpreta Kiefer Sutherland, un científico que trata en vano de comprender los movimientos del planeta Melancolía, Trier se decanta por una representación del sufrimiento que bebe de las fuentes de la tradición cultural europea. Así, por utilizar la simbología del propio film, al suprematismo de Malevich, que aspira a reducir lo propiamente humano a abstracciones geométricas, el director danés (a través de Justine, su alter ego en la pantalla) contrapone la majestuosidad de Wagner, Brueghel, Millais o Caravaggio.
En líneas generales, al ser humano le aquejan dos tipos de males: aquellos que se derivan del abismo interno que nos divide y los que surgen por la nada que somos frente a la inmensidad que nos rodea. La película consta de dos partes: la parte de Justine, interpretada por Kirsten Dunst, es una muestra de la primera clase de infortunios; la parte de su hermana, Claire, es un reflejo de los segundos.
Que Justine está enajenada es evidente desde las primeras escenas de la película. Sus risas a lo Demócrito la delatan. La limusina que lleva a los novios, señal de distinción en cualquier boda que se precie, no puede transitar por los sinuosos caminos que conducen al lugar que ha elegido para celebrar la ceremonia: un lugar como Marienbad, donde tal vez estuvimos ya, quizá el año pasado, por eso nos resulta familiar. Ni el lujo y la opulencia del banquete, cuidado hasta el mínimo detalle por su hermana, ni el novio, interpretado por el guapísimo Alexander Skarsgard, consiguen hacer que ése sea el día más feliz de su vida. Porque ahí radica el mal de Justine: la felicidad para ella está vetada y la sonrisa que lleva puesta el día de su boda resulta ser un antifaz que enmascara y a la vez desvela su inmenso pesar. Si Justine se promete con alguien ese día es con la parte menos amable de los votos matrimoniales: promete serle fiel a la pobreza, a la adversidad, a la enfermedad… Y lo será hasta que la muerte las separe.
Una estrella desaparece de repente del horizonte porque un planeta que vaga sin órbita propia se interpone en nuestro campo de visión: así es como sucede. La luz deja de llegar con la misma intensidad, y el cielo, antes protector, se convierte en algo amenazante. Esta metáfora futurista, lejos de eclipsar a las demás imágenes que componen la esencia de Melancolía, se entrelaza con alegorías de la tristeza de corte más clásico: una Ofelia anegada, una novia enredada en un ovillo de lana que le impide caminar o la metáfora del jinete y el caballo, la razón tratando a duras penas de subyugar a la pasión. Justine y Claire suelen montar a caballo, pero el de Justine se niega a cruzar el puente que separa la finca del resto del mundo. Justine trata de seguir adelante, a pesar y en contra de sí misma, pero ni la razón ni la fusta con la que golpea a su caballo consiguen hacer que éste se mueva.
No obstante, no todo es metafórico en Melancolía… De hecho, algunas escenas son de un realismo descarnado: Justine no puede salir de la cama, ni ducharse, ni comer. Su cuerpo se alimenta literalmente de muerte: su pastel preferido se convierte en cenizas en cuanto se posa sobre su lengua. En la tristeza, como dijo Pedro Salinas del amor, todo quiere ser cuerpo, y, en el clímax de su sufrimiento, el cuerpo de Justine parece haber sido presa del rigor mortis.
Pero Trier tampoco se olvida de la otra cara de la moneda, del lado majestuoso de la tristeza. En la segunda parte de la película, Justine es seducida por el planeta Melancolía y exhibe ante él su cuerpo orgullosa, como si lamerse las heridas tuviera también, no nos vayamos a engañar, algo de placentero. Justine parece también saber cosas que los de su alrededor ignoran. Gracias a la tristeza uno llega también más lejos, y más hondo, en su sentir y en su pensar, haciendo que el que la sufre entre en un círculo vicioso característico. Por último, Justine, como buena melancólica, reacciona con total serenidad frente a la catástrofe, ya que, cuando se trata del fin del mundo, el melancólico es todo un experto.
Se ha especulado mucho con la posibilidad de que Melancolía sea autobiográfica. Incluso se ha dicho que la inspiración de la película le sobrevino a Trier en la consulta de un psicólogo… Es difícil decir hasta qué punto las mareas de la tristeza han fondeado en las orillas del danés, pero lo que sí es evidente es que, para realizar esta película, Lars von Trier ha sondeado en las profundidades de la tradición cultural europea.
Una reseña estupenda. Coincido en todo lo dicho.
Efectivamente Lars Von Trier sabe mucho de depresiones y medicación. Es un experto y se nota al ver toda su obra, especialmente en esta que creo es de las mejores de toda su trayectoria. Hay mucho del genio en ella.
Espero que se le reconozca a la hora de la entrega de los premios del cine europeo.
Muchas gracias! Sí, espero que se lo reconozcan y triunfe en la noche de los premios del cine europeo. Yo creo que se lo merece.
Gracias por acercarnos a otro tipo de cine donde prima la reflexión. Quizás sea mas dificil de digerir pero mucho mas aimenticio.
Gracias, Raúl, por tu comentario!