CreaciónCuento creación

"La cosa", de Juan Carlos Vicente

«La cosa», un relato de Juan Carlos Vicente.

 

“Fue en el colegio dónde me apodaron La cosa. Ya sabe cómo son los niños, pequeños y crueles tiranos, no conocen lo que es la piedad, y menos en esa época en la que la guerra no había vuelto aún más insensibles.” El viejo hablaba despacio y con una voz imponente. Aún no me podía creer que hubiese aceptado la entrevista, y mucho menos que apareciese publicada en un periódico de tirada nacional con fotos del entrevistado.

 

 

“Al principio lo pasaba mal, me encerraba en el pajar y, la verdad, sentía cómo el odio me consumía. Sabía que para los demás era como un monstruo, como el hombre elefante. Ninguno de mis compañeros de clase (por aquel entonces todavía iba al colegio) tenía ni idea de que era una enfermedad. Una entre un millón, le dijeron a mi madre, y, aunque nunca se lo dijeron abiertamente, posiblemente era debido a que mi padre era mi abuelo, lo que provocaba defecto congénito en la formación ósea de mi cabeza.” Apenas le hacía preguntas, simplemente le dejaba hablar, ya habría tiempo para escribir el artículo. De vez en cuando le miraba a los ojos, no demasiado tiempo, no porque pensase que él se pudiese incomodar, sino más bien lo contrario, era incapaz de soportar su mirada de continuo. El viejo fumaba uno tras otro Ducados negro, exhalaba el humo despacio, primero por la nariz, y luego por la boca. Su rostro imponía con solo mirarle, no ya por su aspecto (lo suficiente para asustar a más de un niño),  sino por su semblante, que era como de otra época, o incluso de otro mundo. La deformidad que tenía en la cabeza era grotesca, pero de alguna morbosa forma, parecía apropiada para el trabajo que durante años desempeñó en secreto. No puedo negar que estaba totalmente impresionado, no solo por el personaje que tenía delante, estaba en un proceso de ebullición permanente, la entrevista se escribía en mi cabeza antes de ser pasada al papel.

 

 

1

 

 

“Comencé a trabajar con apenas doce años. Ayudaba a mi tío en el campo, cada día tocaba una cosa, desde pasear al ganado, a recoger los excrementos de las reses. Como puede ver mi formación académica no fue muy larga, pero el hecho de no tener amigos debido a mi aspecto, hizo que desde pequeño me aficionase a la lectura. Al principio solo podía leer la biblia, ya que era el único libro que teníamos en casa, pero con los años fui consiguiendo otros. Casi podría decirse que leí todo lo escrito por Cervantes, Shakespeare, Byron, Quevedo, y así hasta medio centenar de autores, sobre todo españoles e ingleses. Puedo decir con orgullo que los libros fueron mis únicos amigos de verdad.” Escuchar a ese hombre, su voz tranquila y pausada, como sí en cada una de sus frases pudiera existir una revelación, era algo que me tenía como hipnotizado. Ya había entrevistado personajes famosos, o de carácter controvertido, pero la especial situación de ese hombre durante tantos años, le hacía poseer un magnetismo arrebatador superior a todos los demás entrevistados. Me sentía en un estado de constante sumisión frente a él. Cuando le pregunté por cómo consiguió el trabajo, noté que sus facciones, si es que podían llamarse así, se tensaban. El viejo, el hombre, La Cosa, como habían decidido en cierto momento renombrarle aquellos que le conocían, encendió otro cigarrillo con sus manos huesudas y reanudó su relato.

 

 

“Todo a su momento”, respondió el hombre. “Primero quiero que entienda como se llega a esta situación. Lo que le voy a contar podría hacer mucho daño a otra gente, no directamente, por supuesto, aunque aparezcan fotografías, en ninguna de ellas se me verá la cara, pero las familias, las familias de cada uno de ellos, sabrán lo que hice. Durante años muchos de ellos se habrán preguntado qué aspecto tendría el hombre bajo la capucha. Algunos me habrán odiado con todas sus fuerzas, los hijos las mujeres, es normal que el perdón nunca haya entrado en sus planes…” Le interrumpí durante unos segundos para cambiar la cinta de la grabadora. Esperaba paciente mientras yo cambiaba la maquinaria necesaria para grabar sus palabras. Sus palabras, como me diría…

 

 

2

 


… más tarde, no eran otra cosa que una confesión. “En el ejército, por aquella época era obligatorio, y duraba unos tres años si no había guerra de por medio, destaqué por dos cosas. La primera era mi facilidad para acatar cualquier tipo de orden de un superior sin cuestionar en ningún momento la naturaleza de la misma. Y segundo, por no tener absolutamente ningún compañero o amigo. Mi familia ya había muerto. Mi madre murió al caer a un pozo con el que se regaban las acequias, pasaron varios días hasta que alguien la encontró ya en estado de descomposición, y mi hermano, al poco de morir nuestra madre, murió de una neumonía brutal que lo tuvo postrado en cama durante cuatro largos meses, en los que sufrió como nunca nadie lo había hecho. En los últimos días, escupía tal cantidad de sangre al toser, que el médico recomendó darle la extremaunción antes de que fuera tarde, ya que en cualquier momento la muerte se lo llevaría. Recibí permiso para enterrarlo, y volví al ejército, que se había convertido en mi casa. Mi vida en el ejército era bastante parecida a mi infancia, llena de burlas, desprecios y salidas de tono que solo soportaba debido a que, yo mismo cada vez que me miraba en un espejo, veía a la atracción de feria reflejada en él.”

 

 

¿Nunca se acostumbró a su aspecto, a su…? “¿Deformidad?” Sí, bueno, no quería utilizar una expresión tan brusca. “¿Se acostumbraría usted, si durante toda su vida le llamasen monstruo cuando caminara por la calle?” Supongo que no, perdón, no quería resultar impertinente. Por favor, continúe. ”Durante años arrastré un sentimiento de odio, de recelo hacia los demás. Cuando perdí a mi familia, la sensación de soledad era tremenda, no había mañana en la que al levantarme en el cuartel( siempre con la esperanza de no haber resultado víctima de alguna broma pesada durante la noche mientras dormía), no pensara en el suicidio. Solía llegar a la conclusión de que no merecía la pena, pero ese consuelo solo me valía para unas horas, con suerte para soportar el día entero sin mirar los Máuser como si fuesen un remedio contra el dolor. Puedo asegurarle que en esa época mi vida era insoportable, el infierno hubiera sido…

 

 

3

 


… un destino más agradable. Sé que le va a sonar extraño, pero en ese momento el encargo del caudillo me salvó la vida.” Esa palabra, caudillo, retumbó en la habitación. Aunque por un momento casi olvidé delante de quién me encontraba, era un lujo que no me podía permitir, menos aún en los tiempos que corren, con toda la información usada como si fueran balas, utilizada y vendida al mejor postor. Los cambios siempre son duros, y los crímenes de guerra esconden víctimas durante años, a veces siglos, hasta que alguien se arma de valor, o se vuelve loco (no tengo muy claro cuál es el caso que nos ocupa) y se lía la manta a la cabeza porque ya no aguanta más la presión. Le pregunto cómo fue, si le eligieron, si hubo una especie de entrevista o de criba, si en el fondo pensó que él, era el adecuado para el trabajo. “Un día me llamaron a intendencia, cuando llegué me estaban esperando dos hombres de la guardia personal del caudillo. No hubo apenas unas palabras para decirme que recogiese mis cosas, me trasladaban. ¿A dónde? No podían decírmelo, no estaban autorizados, cuando llegase el momento se me comunicaría. No se trataba de aceptar o no un puesto de trabajo, no había opciones. Supongo que si me hubiese negado ahora no estaría aquí sentado. Alrededor de una semana me estuvieron adoctrinando en el uso del Garrote. Era como un gato de carpintero, todo basado en la presión que ejercía el collar al apretar el tornillo. Parecía que hubieran sacado el aparato de un taller de oficios. Por supuesto, su uso era muy diferente.” Le escucho con atención, en su voz no hay rastro de arrepentimiento, habla del Garrote vil con la mayor normalidad. Le pregunto cuántas ejecuciones asistió, si eran ciertos los problemas de efectividad que siempre se han comentado, sí sintió, al igual que otros verdugos, el deseo de que su trabajo nunca llegara a realizarse, de que en el último momento hubiese una llamada, un indulto que evitase que la muerte fuera conducida por las manos de un hombre. Su mirada está envuelta en sombras, el humo del cigarrillo parece ascender por su piel, serpenteando, hasta desvanecerse en la oscuridad de la habitación. “Hay cosas que no voy a contar, algunos detalles. El número…

 

 

4

 


… de ajusticiados no es demasiado importante. Fueron bastantes, algunos de ellos muy conocidos, la muerte siempre fue un circo para el caudillo, como los romanos, un espectáculo en el que se mostraba el poder de quien nos gobernaba. Otros verdugos se negaban, con la boca pequeña, todo hay que decirlo, e intentaban que el momento de la ejecución nunca llegase. No creo que haga falta decir que esa oposición a realizar su trabajo era del todo inútil. Las consecuencias podían ser terribles para los familiares del verdugo. Mi caso era diferente, no tenía familia, no tenía otro trabajo como algunos de ellos, mi vida era aplicar la pena; es cierto que era arrebatar la vida de un hombre, pero también era aplicar justicia, la mayoría de ellos eran hombres terribles, asesinos, no era tan extraño que sintiese que por una vez en mi vida se reconocía mi trabajo, se respetaba a La Cosa.” No se lo hago saber, pero una sensación de repulsa, de náusea, invade mi cuerpo desde las piernas hasta la nuca. Un pequeño temblor se apodera de mi mano derecha, es casi inapreciable, pero lo suficiente para que el hombre que tengo sentado delante me pregunte si quiero parar un rato. “Sé que no es agradable”, me dice como para justificar que me imponga la idea de tener a un verdugo frente a mí. “Si nuestra identidad hubiese sido pública en aquellos momentos…”Deja la frase como suspendida en el aire, entiendo lo que quiere decir, el dolor actúa siempre en dos direcciones opuestas. Una la del que lo recibe, y otra la del que lo impone, pero en todos los casos, en todas las direcciones que el dolor puede tomar cuando se trata de un asesinato, ya sea en las víctimas inocentes, en sus familiares, así como en el ajusticiado, que seguramente también tenga una familia que, aunque avergonzada por sus actos, también tendrá una muerte que llorar, en medio de todo esta vorágine de justicia y muerte, la figura del verdugo aparece como uno de los ángeles que Dios utilizaba para imponer su palabra. Incluso este, como caso concreto, como el más representativo de los soldados de la muerte, como si fuera el brazo ejecutor de Dios, sin sexo, con un rostro deforme, con el odio incrustado en su personalidad desde que era un niño, soporta la tempestad como si…

 

 

5


… fuera algo ajeno a él o a su mundo. No se me hace difícil imaginar a este hombre, a La Cosa como brazo ejecutor del caudillo. Él lo sabe, sabe cómo el miedo se apoderaba del reo con solo verle. “No se equivoque conmigo, mi trabajo nunca fue fácil. Durante los años que ejercí es cierto que no me planteaba ninguna cuestión moral. Tampoco hubiese tenido cabida. Eran órdenes, y no cumplirlas tenía consecuencias terribles. Escuche, en esa época me sentía orgulloso de mi trabajo, no disfrutaba de los preparativos, y mucho menos cuando el Garrote fallaba, y por mucha presión que ejercieras sobre el reo con el collar, notabas como se resistían, apuraban el último aliento, se agarraban a la vida aun sabiendo que el verdadero propósito de mi presencia era justamente el contrario. Luego había que limpiar el Garrote, la mayoría de las veces se manchaba de sangre, la gente se pensaba que era un método limpio y rápido, pero nada más lejos de la realidad. La agonía de algunos duraba más de quince minutos, también dependía de la fuerza del verdugo, pero si el ajusticiado era un hombre medianamente fuerte daba igual las vueltas que diese al tornillo, todo se alargaba en lo que parecía una eternidad que nunca acabaría. Cuando el médico certificaba la muerte del reo me sentía aliviado, no porque la sociedad estuviese a salvo de un asesino, no, me sentía aliviado porque había terminado el dolor de aquel hombre.” Supongo que es difícil no tener remordimientos de conciencia, después de todo no creo que nadie esté preparado para matar a un hombre sin tener motivos personales. “Los remordimientos aparecieron después. Al cabo de los años me cesaron del cargo sin darme ninguna explicación, me encontré totalmente sólo, sin familia, sin trabajo, sin dinero. Tuve que denunciar para que me concedieran una indemnización por los servicios prestados. Fue entonces cuando los recuerdos empezaron a volver a mi cabeza. Todos y cada uno de los reos que ajusticié se me aparecían en sueños. Reclamaban su derecho a vivir. Las pesadillas eran, son, brutales. Durante meses estuve sin dormir, caí enfermo, tuvieron que ingresarme y sedarme durante varios días. Estaba como loco, fuera de mí. Me recogieron en la calle…

 

 

6


… después de una pelea con un grupo de chavales. Me habían insultado mientras andaba borracho como una cuba. La vieja historia se repetía. El monstruo, La Cosa que era blanco de burlas y odio y cualquier sentimiento de repulsa. Tuve que empezar una terapia de sueño controlada, ¿se imagina? Si no dormía un mínimo de horas acabaría muriendo, esto se tradujo en somníferos, ansiolíticos, visitas al psiquiatra y varios meses internado en un hospital psiquiátrico. Encerrado, como uno de aquellos presos que ajusticié. Cuando me dieron el alta salí con un tratamiento de por vida. Ahora tengo que atiborrarme de pastillas para poder conciliar el sueño, pero el resto del día la situación no es mucho mejor. La pensión que tengo apenas da para comer, no tengo mujer, ni hijos, ni familia, ni nada que se parezca a un amigo. Cuando camino por la calle oigo como la gente chismorrea, los más comedidos susurran, pero hay otros muchos que no dudan en vocear, como si además de monstruoso fuese estúpido o sordo, o simplemente no tuviese corazón. Todas las mañanas deseo la muerte, sé que es la única forma de conseguir la paz, de pagar por todos mis pecados.” El hombre se estaba derrumbando, no es que fuera a echarse a llorar, dudo que fuera ese tipo de persona que llora ante un desconocido, pero había mostrado su alma, se había desnudado. En su recorrido vital había pasado de ser La Cosa a ser un verdugo del Régimen. Ahora solo quedaba el hombre, y el hombre estaba solo y deshecho como nunca antes se había sentido. O tal vez sí, tal vez buscase la muerte desde mucho antes de ser verdugo.

 

 

Enciende un Ducados, el cenicero está a rebosar, cuando abandonemos la habitación del hotel el humo será el único testigo, el único que sabrá juntar las dos piezas de este rompecabezas: la voz y el rostro. Le hago saber que no tiene que preocuparse porque nadie pueda conocer su identidad, la entrevista aparecerá transcrita, y en las fotos no se verá su rostro. Hablamos unos minutos más, le pregunto sobre sus planes de futuro, sobre su opinión de la entrevista, y sobre todo le pido que me cuente el motivo por el que aceptó realizarla. “Acepté realizar la entrevista porque necesitaba contarle a alguien…

 

 

7

 


… mi vida. Necesitaba realizar una confesión. Con los años he llegado a arrepentirme de mi trabajo como verdugo. He comprendido que fui utilizado, he comprendido que solo Dios puede dar o quitar la vida a un hombre. Tal vez mi deformidad era una prueba de fe. Una prueba que fallé en el momento en que dejé que mi odio por los demás se convirtiera en un trabajo como el que desempeñé. La muerte no acepta ensayos, pero para matar hay que estar previamente muerto por dentro, y yo lo estoy, siempre lo he estado. ¿Sabe?, en mi epitafio debería poner La Cosa en vez de mi nombre, con los años he llegado a sentirme cómodo con el sobrenombre. Incluso el caudillo se refería a mí así. Decía “llamad a La Cosa, va a tener trabajo”, y el monstruo acudía para cumplir las órdenes de su amo sin rechistar. Puede parecer ridículo, pero me gustaría poder dormir sin pastillas antes de irme. Descansar como hacen el resto de los hombres, aunque la verdad, no sé si podré, no sé si lo merezco.”

 

 

La entrevista acaba y el viejo se marcha de la habitación. Nos despedimos de una manera verbal, no nos estrechamos la mano. Avanza despacio, como si fuera una bestia que se dirige al redil. Sé que es un hombre, aunque su aspecto y su pasado pudieran hacernos dudar de ello, no ha tenido demasiadas opciones en su vida. Casi me parece increíble que a estas alturas continúe vivo.

 

 

Dentro de unos meses aparecerá el reportaje completo. Quizás pase desapercibido para la gran mayoría, para otros puede que remueva sentimientos en su interior que creían haber enterrado hace años. Si mi abuela viviera no sé qué pensaría por haber entrevistado al hombre que mató a su marido, supongo que se sentiría dolida, no entendería como puedo sentarme en la misma habitación con un asesino y charlar con él de esta forma. No entendería que no se me revolviesen las tripas, que no sintiese un deseo visceral por matarle. Pero solo es trabajo, nada más que trabajo.

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