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Simpatía por el monstruo

Por Rubén Sánchez Trigos.


La propuesta de Jaume Balagueró en su séptimo largometraje, Mientras duermes (2011), va más allá de ese ejercicio de depuración estilística –que no temática- al que todo director de cine con voluntad por evolucionar debería aspirar en un momento dado de su carrera –pero quizás con más razón en el caso de un artesano del miedo-; Mientras duermes (2011) es, sobre todo, la necesaria actualización de un arquetipo que nace, como casi todo el terror moderno, con los vapores victorianos –Jeckyl & Hyde- pero que encuentra en el cine del siglo XX –muy especialmente a partir de la década de los sesenta- su habitad natural. Se trata del hombre lobo, el monstruo de las dos caras, el Otro que se disfraza de Nosotros y que precisamente por su semejanza cuestiona donde empieza y donde acaba nuestra misma humanidad; en definitiva, se trata del hombre y la máscara.

 

Escribe Mary Douglas que lo monstruoso siempre tiene que ver con lo impuro, con aquello que cuestiona las reglas que rigen nuestro orden social –el monstruo, en este sentido, lo es sólo en relación a la sociedad que así lo califica-. Esta es una máxima que Balagueró ha tenido muy presente desde sus primeros cortometrajes, donde el concepto de impureza adquiría una fisicidad agobiante –como Cronenberg, a otro nivel-. Su filmografía, en este sentido, se revela ahora de una coherencia casi calculada. Tanto Los sin nombre (1999), como Darkness (2002), como [Rec] (2007) constataban la existencia del mal en su más destilada esencia, pero lo hacían a través de la óptica de lo monstruoso. Es decir: el monstruo como ente consciente que se opone –y que obliga a los demás a oponerse- al conjunto de valores que (aún hoy) garantizan el status quo en que vivimos. Mientras duermes (2011) no sólo funciona como un paso más allá en la carrera de Balagueró –que en el fondo acaba por contarnos lo mismo; las motivaciones de César, el portero encarnado por Luis Tosar, no se diferencian demasiado de las de aquellos perturbados anónimos que retrataba en Los sin nombre (1999)-; también, como decía al principio, puede leerse como el siguiente estadio en la evolución de un personaje empeñado en difuminar, cada vez con más éxito, la línea que separa lo normal de lo monstruoso, lo puro de lo impuro, César de todos nosotros.

 

Asegura Stephen King en su magnífico ensayo Danza macabra que lo que él ha dado en llamar hombre lobo va mucho más allá del clásico licántropo aquejado de dolorosas transformaciones mil veces retratado por la cultura popular y el folclore centroeuropeo. El hombre lobo guarda en su esencia el ADN de todos aquellos monstruos que se pasean entre nosotros sin revelar su verdadera naturaleza a nadie salvo a sus víctimas. No es difícil entender porqué  ha encontrado en el psicópata moderno su más depurada encarnación. Él es el monstruo definitivo: el monstruo humano.

 

Durante muchos años, el punto de vista del relato terrorífico ha recaído en la víctima –o, más frecuentemente, en los heroicos expertos, científicos, médicos, encargados de combatir a la bestia-. A partir de los años sesenta, sin embargo, empezó a operarse en el cine una transformación en la identificación espectador-personajes a partir de la cual ya nada volvería a ser lo mismo. Ya Psicosis (1960), en buena parte culpable de este cambio, empleaba su metraje en presentar a un joven tímido con el que empatizar, de forma que, llegada la transformación en lobo, al espectador se le hacía realmente difícil renegar de este mismo sentimiento. Otro tanto ocurría con El fotógrafo del pánico (1960). Desde entonces, el cine y la literatura han jugado con el punto de vista y con la identificación del espectador con el monstruo hasta límites extremos –como demuestra el plano secuencia que abre La noche de Halloween (1978)-. Como resultado, los muchos slashers de los años ochenta tipo Viernes 13 focalizaron su atención en el asesino –al que presentaban con honores de estrella de rock-, cosificando a los personajes, sus víctimas, para ofrecerlos como mera carnaza.

 

Mientras duermes (2011) supone una nueva vuelta de tuerca a este recurso, como vemos, no demasiado original pero rabiosamente moderno. En la película de Balagueró, la narración se articula no ya en torno a César, sino desde César –no hay, en el guión, una sola secuencia que no esté contada desde su punto de vista, algo que la realización se encarga de materializar-. La película, así, invita al espectador a sumarse a un juego tan gozoso como perverso, que alcanza su cenit en cierta secuencia con estructura de huida donde pocos espectadores tendrán claro si desean que la bestia sea atrapada o no. Es en este trabajo sobre el punto de vista –paralelo al que Hitchock proponía en Frenesí (1972), o al de Mark Romanek en la reivindicable Retratos de una obsesión (2002)– donde la última película del catalán encuentra sus mayores fortalezas, y donde el cine de terror moderno halla una vía de escape entre tanto formulismo de fábrica. El monstruo ya no entra por tu ventana para sustraerte la sangre, ni irrumpe en la ducha para acuchillarte, ni siquiera ha venido del espacio exterior para usurpar los cuerpos de tus seres queridos. El monstruo, hoy, se limita a recordarte que eres fea y vieja, que morirás consumida y en soledad. El monstruo, hoy, como ha hecho siempre, lleva a cabo aquellos pensamientos que los demás no nos atrevemos a verbalizar, no sea que el orden social encargado de mantener a raya lo impuro nos expulse de su seno.

 

 

Rubén Sánchez Trigos es profesor e investigador en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos. Especializado en cine y literatura fantástica, en 2009 apareció su primera novela, Los huéspedes (Finalista Premio Drakul), un thriller de terror en un ambiente urbano.

 

 

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