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Miró, entre la tierra y las estrellas

Por Rubén Cervantes Garrido
 
Joan Miró. La escalera de la evasión
Fundació Joan Miró. Parc de Montjuïc s/n
Barcelona
Hasta el 18 de marzo del 2012
 

Es imposible tratar de abarcar en una sola exposición la totalidad de la obra de un artista, en especial si se trata de uno tan prolífico y relevante como Joan Miró (Barcelona, 1893 – Palma de Mallorca, 1983). Lo que, a mi parecer, sí consigue la actual retrospectiva en la Fundació Joan Miró de Barcelona es establecer claramente, a través de ejemplos paradigmáticos, las distintas etapas que atravesó la actividad creadora del pintor catalán. Es innegable que aquí falta alguna que otra pieza clave, pero la actual muestra supone un exhaustivo intento de hacer comprensible la evolución de la obra Miró, con referencias continuas al contexto artístico e histórico en que ésta se desarrolló.

 

Cabeza de payés, 1925

Siguiendo un orden cronológico, la exposición comienza con dos salas que giran alrededor de la tierra y el gran apego que Miró siempre sintió hacia el mundo rural catalán. La primera sala está articulada en torno a La masía, obra fundamental en la trayectoria del pintor. Pintado entre 1921 y 1922, el cuadro nos muestra al Miró que se distancia de la influencia demasiado marcada de Cézanne y los fauves. Encontramos en esta obra un inusual encuentro entre la simplificación de las formas y el detalle obsesivo. En la segunda sala observamos a un Miró vinculado ya al movimiento surrealista, y el persistente recuerdo de su Cataluña natal se ve ahora esquematizado, reducido a alusiones simbólicas. Quizá el ejemplo más sorprendente sea Cabeza de payés catalán, tema al que el artista volvió una y otra vez en busca de una cada vez mayor síntesis que lo llevó a rozar la abstracción.

 

Continúa la exposición con muestras del desasosiego que provocó en Miró la inestabilidad política en la España de la Segunda República. En efecto, en sus cuadros de los años 30 se aprecia una violencia, a veces una búsqueda de lo feo, que no asociamos con la imagen prototípica que tenemos del artista. En algunas de estas obras, el cambio de percepción se aprecia en el propio título, como Hombre y mujer frente a un montón de excrementos de 1935. Prima en estas obras una agresividad muy alejada del Miró inocente e infantil al que estamos acostumbrados. La sensación de amargura provocada, se nos dice en la exposición, por el clima de tensión social y política en la España de la época, se muestra en mujeres deformadas grotescamente o paisajes desolados. Se trata del Miró más expresionista, pero también de un Miró experimental, que hace una serie de pinturas sobre cobre y masonite, que utiliza el pastel, que hace incursiones en el collage o que combina materiales sobre un mismo soporte y parece anticipar la obra de uno de sus grandes admiradores, Antoni Tàpies.

 

En esta línea se sitúa la extraña y maravillosa Naturaleza muerta del zapato viejo de 1937, de la que Miró diría años más tarde que simbolizaba inconscientemente la convulsión trágica de la Guerra Civil que había estallado el año anterior. Es bien sabido que Miró se comprometió con la República, y en la exposición encontramos su célebre proyecto de sello, Aidez l’Espagne. También se exponen una serie de fotografías que recogen el proceso de creación de la obra El segador, que colgó en el pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1937 y que se perdió tristemente al finalizar la misma. Queda constancia, sin embargo, de que Miró proyectó un lienzo en la misma línea denunciatoria y monumental que el Guernica de Picasso.

 

Mujeres circundadas por el vuelo de un pájaro, 1941

 

Aunque la historia del arte esté llena de casos semejantes, no deja de ser curioso que los momentos más angustiosos en la vida de un artista puedan coincidir con el punto de mayor lucidez creativa. Tal es el caso de Miró que, mientras teme por su vida en la Francia ocupada y huye a la España franquista, crea su formidable serie de las Constelaciones. Creo que es digno de resaltar cómo responde Miró a la incertidumbre y al temor con una serie de gouaches tan bellos y delicados, acallando todos los ecos violentos de la guerra. Su forma de abordar las obras con una caligrafía e inocencia infantiles nos remite inevitablemente a uno de los héroes silenciosos de la modernidad, Paul Klee.

 

Podemos afirmar tranquilamente que las Constelaciones marcan el punto definitivo de madurez en la obra de Miró, y así nos lo indica la propia exposición al colocarlas, aproximadamente, a la mitad del recorrido. El pintor ha dado con una manera de pintar totalmente personal que nos permite saber con certeza cuándo nos encontramos ante un Miró. Si en sus comienzos buscaba representar su apego por la tierra, ahora eleva su vista hacia los pájaros y las estrellas. Miró querrá establecer un vínculo entre ambos mundos, y de ahí la “escalera de la evasión” que da título a la exposición, presente ya en un bello cuadro de 1926 titulado Perro ladrando a la luna.

 

En un artículo escrito hace un par de años, Mario Vargas Llosa hacía una consideración sobre Miró que puede inquietar a quien se disponga a visitar una exposición del pintor: “Miró fue un buen pintor en sus inicios, quién lo duda, e introdujo en la pintura moderna una inocencia juguetona, infantil y traviesa, que transpiraba poesía y buen humor. Pero qué pronto perdió el ímpetu creador, el espíritu arriesgado, y comenzó a repetirse y a imitarse hasta convertirse en una industria cacofónica, artificiosa y falsamente naif”. Aunque puedo entender las razones en las que se basa para afirmarlo, no creo que Vargas Llosa sea del todo justo. Estamos acostumbrados al Miró quizá excesivamente público, a las esculturas al aire libre y a los grandes murales que, a base de repetición, se convierten en algo banal. Ciertamente, es muy probable que su iconografía haya sido –y siga siendo– sobreexplotada, pero creo que merece la pena detenerse a pensar que dicha iconografía es fruto de un gran ingenio y que es difícilmente superable una vez alcanzada.

 

La esperanza del condenado, 1974

 

En todo caso, lo que la presente exposición viene a demostrar es que sí hubo vida después de las Constelaciones. Miró fue permeable, por ejemplo, a las enseñanzas del arte gestual de Oriente y observó con atención la nueva pintura de los jóvenes de Nueva York, para quienes, por otro lado, él era una figura capital. Hay dos grandes trípticos que se exponen en la segunda parte de la muestra que chocan con la acomodada concepción que se tiene de la pintura de Miró. En primer lugar, Pintura sobre fondo blanco para la celda de un solitario, de 1968, es un impresionante ejercicio de vaciamiento. El momento de madurez final de los grandes maestros suele reflejarse en un despojamiento de anécdota y artificiosidad semejante a éste de Miró. Cada uno de estos tres enormes lienzos blancos es atravesado por una fina línea negra, algo que, como dice Adrian Searle, pudiera parecer una insensatez pero que, sin embargo, funciona. El otro tríptico al que me refería es La esperanza del condenado a muerte, que Miró aseguró haber terminado al ordenarse la ejecución del anarquista Salvador Puig Antich por parte del gobierno de Franco en febrero de 1974. Estos tres lienzos siguen prácticamente igual de despoblados que los anteriores, pero se suma en cada uno de ellos una sutil pero potente mancha de color. No creo que pueda decirse que esta sea la obra de un pintor conservador que vive de las rentas de su trabajo anterior.

 

Hemos de asumir que una exposición retrospectiva, por grande que sea, casi nunca va a recoger todas y cada una de las obras maestras de un artista. Partiendo de esta base, es al menos deseable que una retrospectiva –si es que verdaderamente lo es– aporte un repaso riguroso de una trayectoria creativa, algo que una mera acumulación de piezas geniales puede no conseguir. Desde luego, yo salgo de esta exposición con la convicción de que conozco un poco mejor a Joan Miró.

 

 

 

One thought on “Miró, entre la tierra y las estrellas

  • Me ha encantado el artículo, sin duda iré a la Fundación 😉

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