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Los ingenieros del alma

Por Alberto Peñalver Menéndez


La caballería roja. Creación y poder en la Rusia soviética de 1917 a 1945
La Casa Encendida
Ronda de Valencia, 2. Madrid
Comisaria: Rosa Ferré
Hasta el 15 de enero del 2012

En 1919, el escritor Isaak Babel narraba en La Caballería Roja las peripecias de la milicia popular bolchevique, un cuerpo nacido de un ideal revolucionario que pronto acabó por convertise en una caricatura grotesca y violenta. Casi una década después, el pintor Kazimir Malevich ilustraba el mismo desencanto político en un cuadro homónimo en donde un ejército de caballería avanza con tal ímpetu que tan sólo la locura puede explicar su vigor.

 

La muestra de La Casa Encendida, compuesta por más de trescientas piezas (entre ellas pinturas, dibujos, esculturas, documentos, registros musicales y videos), analiza las complejas relaciones que se entablaron entre el arte, el poder y la sociedad de la naciente Unión Soviética. ¿Es posible una revolución artística sin que el poder político se inmiscuya? ¿Hasta qué punto revolución artística equivale a revolución política? ¿El papel del pueblo debe ser activo o pasivo?

Arte para una utopía

 

Rusia, año 1923. Borrón y cuenta nueva: tras la victoria del ejército rojo en la guerra civil rusa, los bolcheviques se enfrentan al reto de reconstruir el país. El pasado reaccionario de zaristas y burgueses ha sido por fin aniquilado, y la recién creada URSS se proyecta como un inmenso campo de ensayo en donde poner en práctica la revolución económica y socialista, pero también artística.

 

Los años veinte son los años de las vjutemas, escuelas estatales que rivalizaron en importancia con la Bauhaus alemana. Artistas como Malevich, Popova, Rodchenko o Miturich se afanaron en establecer las bases del constructivismo ruso, un arte que erradicaba el concepto aburguesado de belleza y se postulaba como un arma al servicio de la revolución – algo que hoy en día llamamos diseño. Todo objeto físico fue susceptible a ser reconvertido a esta nueva función social: carteles, películas, escenarios, publicidad, música, moda, literatura, etc.

 

Gran parte de las investigaciones constructivistas se dirigieron hacia el estudio de la percepción de la obra de arte y la consecución de un lenguaje único e inteligible por todas las culturas. El trabajo de Piotr Miturich, por ejemplo, colinda con la lingüística en la búsqueda por un valor semántico universal para los fonemas. Filonov asimismo despliega un arte futurista resultado de la acumulación de millones de partículas de confetti que reivindica el valor del esfuerzo estajanovista. Casi paralelamente, el movimiento prolekult propone una relectura de la simbología popular que se aleja del experimentalismo constructivista.

 

“Es hora de que las balas decoren las paredes de los museos”

 

Mientras que Lenin aprovechó el empuje propagandístico de esta nueva élite cultural sin atender a su verdadero contenido formal, Stalin quiso convertir la revolución artística en una herramienta de ingeniería social. En 1932, el dictador georgiano condenó los experimentos vanguardistas del periodo anterior y consagró como única doctrina del estado el realismo socialista, un arte reaccionario que buscaba hacer visible el espíritu del socialismo a un público nacional e internacional.

 

Sin embargo, pese al dirigirismo de Stalin, también hubo artistas de calidad dentro del realismo socialista. Aleksandr Deyneka fue uno de ellos: el artista ruso, cuyas obras también pueden verse actualmente en una exposición de la Fundación Juan March de Madrid, desarrolló un lenguaje figurativo en el que los colores planos evidencian su pasado como diseñador gráfico más que pintor. Deyneka fue el Rockwell ruso, es decir, el creador de toda una simbología moderna, el modelo de un hombre fornido, inteligente y felizmente comunista que el campesino ruso aspiraba a imitar. Gustav Klutsis trabajó también activamente para la causa estalinista: sus fotomontajes propagandísticos descubren una composición dinámica y angulosa que bebe de la tradición constructivista.

 

El destino de la gran mayoría de los «ingenieros del alma», tal como gustaba llamarles Stalin, fue trágico. El ochenta por ciento de los artistas de la exposición acabaron siendo ejecutados o marginados por el regimen estalinista. Sus obras hoy sobreviven como el testimonio de un sueño truncado.

 

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