"Un suicidio literario", de T. Ricardo Frago
“Un suicio literario”, un relato de T. Ricardo Frago.
Es un suicidio literario escribir acerca de Marta. Hay que estar mal de la cabeza para interesarse por su historia, por muy bien contada que esté y por muy moderno que parezca su lenguaje. De hecho, hará usted bien en interrumpir aquí su lectura, casi antes de empezar, porque en este relato, muy probablemente, no encontrará lo que busca.
Marta no vivió la guerra civil. Ni siquiera es una niña de posguerra recurrente y manoseada. No tuvo que emigrar ni ha sufrido represión a causa de sus ideas políticas, salvo en su casa. Nunca ha pasado hambre, ni ha sido maltratada físicamente. Tampoco perdió la virginidad llena de remordimientos, embargada por la culpabilidad, coartada por la intransigencia moral de la dictadura, ni estuvo nunca obsesionada con los penes (ni las vulvas) de sus compañeros de aula.
Marta no ha trabajado en una mina, no creció en un mundo rural y salvaje de personajes tragicómicos, no tiene ni idea de dónde está Macondo y no se acuerda de cómo se vivía con Franco.
Marta es una pobre niña urbanita a la que no dejaban ir a jugar al parque, por miedo a que la atropellase un coche al cruzar la calle; a la que no permitían ir a la biblioteca porque ya tenía una enciclopedia en el salón y que hasta los catorce años subió siempre acompañada en el ascensor a su casa, en un décimo piso. Ha crecido viendo la televisión e imaginando vidas mejores para sus muñecos de plástico. De jugar a las maquinitas el alma se le hizo microchip. Internet es su segunda casa. O su primera, según se mire.
No conoce de primera mano el lado más sórdido del mundo, la cara decadente de la civilización. Nunca ha probado las drogas, aparte del tabaco, del alcohol y de la marihuana, pero, ¿y quién no?
Marta nunca ha tenido líos con la policía, ni ha conocido a ninguna puta, aparte de alguna compañera de clase de virtud dudosa y costumbres ligeras. No está familiarizada con los entresijos de las mafias, ni con los mecanismos de la corrupción. No habla cheli, ni pertenece a una minoría social. Ni siquiera es capaz de decir tacos sin pedir después perdón.
Marta tuvo la desgracia kármica de nacer en la transición. Es hija, en este orden, del baby-boom, del fin del régimen, de la Constitución y del pop mediocre e irreverente de los ochenta, cuyo vómito más atroz y prolífico fue la movida madrileña. Marta es uno de esos especímenes tan abundantes en nuestra sociedad que ni tienen suerte, ni voz, ni derecho a quejarse porque, como dicen los que nacieron antes que ella, «tú lo has tenido todo». Marta es el prototipo de la generación del hormigón y del ladrillo, una colectividad aturdida, demócrata y boba (de tan pacífica) a la que el mundo explota y ningunea con constancia recurrente y alevosa. Porque la vida es así: hay gente que se tira un pedo y le dan un premio; y hay gente como Marta.
Marta es (digámoslo sin ambigüedades) insignificante en su nimiedad, una minúscula minucia de menudencia (y perdonen ustedes la aliteración). Su única contribución a la sociedad es ser buena persona, pagar impuestos indirectos y engrosar las listas del paro desde hace casi dos años. ¿Qué puede animar a este escritor a hablar acerca de un ser tan ínfimo, tan alejado de los clichés literarios de moda, tan en las antípodas de la filosofía del alambicamiento y el chirimbolismo retórico?
Por el bien de la carrera literaria de este osado escritor, esperamos que sólo se trate de una locura transitoria debida a su natural masoquista, rebelde y amargado, disfrazada de metafísica amateur o, a lo peor, de puro rollismo socio-pedagógico. Porque ningún editor serio creería que la vida mediocre, insulsa, actual y normalizada de Marta es un buen tema para una novela (ni para una canción, ni para un verso, ni siquiera para un chiste). Por eso creemos que este autor no está en sus cabales, ni le importa un pepino su carrera literaria.
De otro modo no se entiende que haya escrito acerca de Marta.