[Sitges 2011] Crónica 5: Ni Coppola, ni von Trier: Laurent Achard
Por Nacho Cabana.
Ayer por la noche vimos la mejor película del festival. No es Melancolía (2011) de Lars Von Trier ni Twixt (2011) de Francis Coppola, ni Livide (2011) de Alexandre Bustillo y Julien Maury ni The Woman (2011) de Lucky Mckee. Se trata de un pequeño largometraje francés con poco más de dos personajes y que se proyectó en la sección Noves Visions dentro del apartado de ficción. Se llama Dernière séance (2011) (lo que se vendría a traducir como “La última sesión”) la dirige Laurent Achard que ganó el premio Jean Vigo en 2006 con Le dernier des fous (2006) y se trata de un cruce entre Cinema Paradiso (1988) de Giuseppe Tornatore y American Psycho (2000) de Mary Harron. Un excelente Pascal Cervo interpreta al encargado de una sala de cine francesa a punto de ser vendida y transformada en una tienda y que, además de proyectar películas y vender entradas, mata mujeres. Con enorme sobriedad y un justificado fuera de campo en los asesinatos, Achard va desgranando los tres últimos días de vida de la sala de cine a la vez que cuenta el primer (y último) enamoramiento de su protagonista e introduce unos concisos flashbacks que narran el porqué de su psicopatía. Si a estas alturas es francamente difícil encontrar una motivación original en la infancia de un psicópata que justifique sus actos, Achard lo consigue y además logra que esa motivación justifique la profesión del protagonista y toda la línea narrativa sobre la muerte de la exhibición cinematográfica que articula su película. Que es dura cuando tiene que serlo, pero también tierna a veces y que acaba con un hermoso y terrible homenaje a French Can Can (1954) de Jean Renoir y a una celebración de una alegría cinéfila que el autor cree no va a ser posible nunca más. Antes, eso sí, nos habremos dado el gusto de ver cómo asesinan a la ejecutiva de una cadena de tiendas que planea destrozar el cine “Empire” para vender ropa. Algo así habría haberles hecho a los responsables de convertir el cine Avenida de Madrid en un H&M.
En Melancolía (2011) Lars von Trier sigue avanzando en la construcción de su discurso acerca de la depresión que tan contundente y brillantemente expuso en Anticristo (2009) y que aquí toma una forma mucho menos agresiva en el primero capítulo (de los dos en que se divide la película) y mucho más grandilocuente en el segundo. Protagonizada por el mismo tipo de heroína de todas sus películas von Trier articula esta vez su discurso en torno a las convenciones sociales y el derecho a no participar en ellas (lo que tiene mucho que ver son su actitud respecto a los festivales de cine) Pero no existe en esta ocasión un hecho traumático (como la muerte del bebé en Anticristo (2009)) que referencie el drama y las decisiones posteriores. La melancolía es aquí un sentimiento abstracto que permanece una vez que el drama o la depresión han pasado o al menos remiten pero que sigue imposibilitando la felicidad y la propia posibilidad de existir. Y el autor de Rompiendo las olas (1996) convierte esa melancolía en un planeta que amenaza con destruir la tierra y con ella a todos sus habitantes en una universalización sin precedentes de su propio estado vital.
La primera parte de Melancolía (2011) es muy cercana a Celebración (1998) de Thomas Vinterberg mientras que la segunda tiene un tono mucho más intimista roto por las bellísimas imágenes finales (ya anunciadas en el prólogo) del planeta Melancolía adueñándose de todo. Kirsten Dunst nunca llega a estar tan bien como lo estuvieron antes en otras películas de von Trier, Kidman, Björk o la misma Charlotte Gainsbourg que aquí da acertada réplica a la protagonista de Spiderman (2002) de Sam Raimi.
De los tres largometrajes que conforman la última fase de la carrera como director de Francis Ford Coppola, sólo la primera, la apenas exhibida Juventud sin juventud (2007) puede considerarse digna del maestro. No es que aquella adaptación de la novela Mircea Eliade fuera una película redonda, pero sí lograba satisfacer con éxito muchas de sus pretensiones. Aun siendo infinitamente superior a su siguiente película, la horrenda Tetro (2009), Twixt (2011) es un título absolutamente menor que parece estar más cerca de aquellos encargos alimenticios (como Jardines de piedra (1987) o Peggy Sue se casó (1986)) que hacía antaño tras un fracaso comercial que de sus grandes títulos. Aunque Twixt (2011) está escrito, dirigido y producido por él y sus viñedos.
Twixt (2011) empieza formando parte de ese subgénero del cine de terror en el que un escritor (un hinchado Val Kilmer) llega a un remoto pueblo en el que hace años ocurrió un hecho traumático, se queda para documentarse y acaba inmerso en una aventura terrorífico-fantástica. Su principal problema es que mezcla ese subgénero con los vampiros, los fantasmas, las casas encantadas… ¡y hasta con el mismísimo Edgar Allan Poe con el que Coppola intenta un ejercicio de metalenguaje al convertirlo en cicerone de Kilmer en el mundo de los sueños! Demasiadas cosas que el rodaje en 3D de un par de secuencias no contribuye precisamente a aclarar. Quedan, eso sí, un bello uso del blanco y negro mezclado con el color y una suerte de expiación de culpa por parte de Coppola el utilizar en el pasado del protagonista un suceso muy parecido al hecho real en el que perdió hace años la vida su hijo.
Algo similar les ocurre a Alexandre Bustillo y Julien Maury en Livide (2011). Esta pareja hace cuatro años convulsionó Sitges con Al interior (2007) creando toneladas de mal rollo con solo dos personajes y un feto. Ahora, sus autores se lanzan, según sus propias palabras, a hacer puro cine fantástico sin coartada de thriller. Y empiezan a disparar a todos sitios sin apuntar a ningún objetivo concreto y tocando demasiados palos del universo del fantástico. Livide (2011) quiere ser a la vez una película con vampiros, con vida artificial, con ancianos siniestros, con una casa misteriosa y con un toque poético y gore que acaba dispersándose y no siendo más que un catálogo de los posibles caminos que tenía la historia. Olvidaron que en cine menos es más y eso se paga.
Por último The woman (2011) de Lucky Mc Kee supone el regreso al festival del autor de May (2002) y del corresponsable de Roman (2006) de Angela Bettis. Y lo hace con una versión terrorífica de El pequeño salvaje (1970) de Francoise Truffaut que juega a que el coach de la chica rescatada de una vida primitiva en los bosques es más peligroso que la propia chica (que tampoco es precisamente el hombre elefante) Tiene un primer y tercer actos estupendos, pero no consigue su director contar nada sustancial en el segundo tercio en parte porque da la impresión de que no ha podido o querido tomarse demasiado en serio a sus personajes. Así te crees pero no del todo a la mujer del título, te crees pero no del todo al malvado padre de familia, te crees pero no del todo a su esposa… y esa sensación es la que perdura cuando acaba la proyección. Las sorpresas finales hacen que salgas de la sala con un buen sabor de boca y la impresión de que el largometraje podía ser mucho mejor de lo que finalmente es.