Obras completas, Baltasar Gracián
“El arte del Barroco se expresa como un equilibrio entre el exceso y la medida dentro de lo extraño”. Esta lectura del Barroco de Mauricio Blanchot es un traje a medida para Baltasar Gracián (1601-1658). Su exceso habría que buscarlo en su obsesión por conquistar para el hombre un arte que potencie su naturaleza. La medida, estaría dada por los numerosos textos de la Antigüedad sobre los que se apoya combinándolos, y aquí entraría en juego lo extraño, con un cristianismo que basa su mensaje en una afirmación tan brutal como impactante: ser una locura para la razón. Y para apuntalar esta declaración nada más afortunado que la famosa sentencia de Tertuliano: “Credo quia absurdum”
Gracián, está inscrito en una de las paradojas más atractivas para los estudiosos de nuestro devenir histórico: frente a una situación política y económica marcada por la decadencia, encontramos el mayor esplendor de las letras españolas: El siglo de Oro. Un ambiente intelectual marcado por la lucidez y la excelencia. Y sobresalir teniendo como coetáneos a autores como Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Calderón o San Juan de la Cruz no es cosa baladí. Pero Gracián, a nivel filosófico, se lleva una medalla muy especial: Schopenhauer tenía el Oráculo manual como libro de cabecera, llegando a aprender nuestro idioma para poder leerlo en su lengua original. Pero también, seguramente por influencia del autor de El mundo como voluntad y representación, Nietzsche fue un atento lector de Gracián.
Es cierto que con esta reseña no estamos presentados a un autor desconocido u olvidado, aunque es verdad que la atención que se le presta entre los filósofos, especialmente los de nuestro país, no sea muy notable. Pero lo que si es noticia es la edición que nos presenta la editorial Cátedra de este jesuita en la que se recopilan, en un magnífico libro, todas sus obras.
Un dato destacable de la biografía de Gracián es el recelo que sus obras suscitaron entre sus compañeros eclesiásticos. Demasiada fuerza y un contenido ácido que hizo que se le considerada un tipo poco recomendable en cualquier biblioteca que quisiera decir de sí que era decente. Su agudeza fue, en numerosas ocasiones, tildada de “mala leche” y achacada a un carácter difícil, clasificado, siguiendo los precarios conocimientos psicológicos de la época, que se apoyaban en la teoría de los humores de Hipócrates, como bilioso.
A nosotros, que autores como Gracián hayan escrito nos alegra. Su eficacia de estilo y su obsesión por romper con lo establecido, con lo políticamente correcto, nos atrae y nos gusta. Basta abrir cualquiera de sus obras para comprobar que estamos ante un autor atípico que sabe afilar las palabras y usarlas como armas blancas. Y eso, es normal, no suele gustar a los tibios, a aquellos que lo único que esperan de la literatura es un mero goce estético: belleza sí, crítica no. Y la acidez de este ilustre aragonés, algo parecido ocurrió con Quevedo, no era plato de buen gusto entre aquellos que defienden el discurso, o más bien la mentira, de que todo va bien y, por lo tanto, todo debe seguir como está.
Abrir una obra de Gracián es entrar un universo en el que la luz y la sombra se combinan formando conceptos de una belleza única, piezas cargadas de potencial que piden tanto al lector como lo que pueden ofrecerle. Y es que leer al autor de El criticón no es sencillo. Su estilo es breve y cargado de densidad, hecho que obliga a quien abre cualquiera de sus obras a realizar un esfuerzo de interpretación que requiere paciencia. Así, cada una de sus frases, debe diluirse dentro del líquido-tiempo para que muestren toda su riqueza. Pero llegar a comprenderlas es saberse portador de brillantes reglas vitales con las que dirigirse a través de los días y, lo que es más importante, de bálsamos existenciales para todo tipo de dolor. Y es que en Gracián se da un matrimonio perfecto entre lucidez y medicina para el espíritu.
Obras completas
Baltasar Gracián
2011
1632pp, 44 euros