"Tribulaciones de un suicida", Carlos Almira Picazo
«Tribulaciones de un suicida», un relato de Carlos Almira Picazo.
DESPUÉS del accidente que le dejó la cara desfigurada por un tiempo, y las facultades mentales trastocadas para siempre, Leandro Pillbur ya no volvió a pensar en el suicidio. Durante meses, después de años de paz y rutina, había mascullado aquella idea de quitarse la vida, sin llegar a decidirse. Ahora la situación era completamente distinta.
Por pequeñas tragedias y desajustes que no vienen al caso, en las que el desengaño amoroso y el sinsentido de un modesto éxito económico jugaron su papel, Leandro Pillbur jugó con aquella idea, casi inocentemente, como un niño con una caja de fósforos. Luego se dio cuenta de que no iba a ser tan fácil materializarla, cuando ya era demasiado tarde para volverse atrás.
Rosa y los niños lo habían dejado hacía un mes. Por entonces era ya un lunático: de baja por una profunda depresión, se pasaba el día tumbado en un sofá ante el televisor apagado; de pronto se levantaba riendo; recorría sin rumbo las calles a grandes zancadas, mirando fijamente a todo el mundo, hasta las tantas de la madrugada; incluso llegó a adoptar un perro callejero semejante a una rata, de hocico afilado, al que llamó ¡pum!
Ojalá llueva, pensaba; ojalá descarrile el metro; ojalá me caiga un árbol. Siempre con el mismo abrigo y los mismos zapatos, que jamás lustraba, pues su atención no descendía hasta ellos. Cuando se hartaba de caminar, cogía el coche del garaje, como aquel día fatídico, y partía a toda velocidad lo más lejos posible.
En otra época le relajaba conducir solo, aunque rara vez tenía ocasión. Las carreteras vecinales discurren entre plácidas filas de pinos y canterías. Fue contemplando esos paisajes bucólicos, un día, cuando de repente se dio cuenta del sinsentido y el vacío de su vida, del mundo entero.
Ninguna razón concreta lo llevó a esta conclusión, como ninguna lo había impulsado antes a ser feliz como un autómata: tenía amigos; un trabajo provechoso; una familia; su propia casa; todo el tiempo y la salud del mundo para viajar, estudiar, holgazanear, y en suma, vivir como se le antojara, sin tener que dar cuentas a nadie aparte de sí mismo.
Y este era el problema: Leandro Pillbur.
Su aspecto cambió aún más drásticamente: los antidepresivos y la inactividad lo volvieron macizo, y obeso; el pelo ratonil se le aclaró repentinamente sobre el cráneo; la cara se le ensanchó iluminada por la perplejidad; los ojos diminutos, se tornaron aún más penetrantes y huidizos; los brazos cortos se volvieron aspas truncadas de molino; el labio inferior le colgaba como un remedo de tobogán por donde salían, a salivazos y trompicones, las frases y las palabras; las piernas, embutidas como el resto en una ropa de pronto demasiado pequeña, marchaban bailando, dando saltitos.
-¿Tú qué crees?, le dijo un día a su mujer.
-¿Sobre qué?
-¡Es igual!, y se puso a cantar un fragmento de Il Trovatore.
Al principio, como es natural, Rosa intentó cuidarlo: se preocupaba de que comiera; tomara los somníferos y las demás medicinas; paseara; leyera (le compraba puntualmente el diario y revistas de crucigramas); hiciera ejercicio; intentó aficionarlo a la cocina; puesto que ya no podía ir a dar sus clases, le animó a viajar, aprovechando que sus suegros vivían en Canarias. Pero Leandro Pillbur la acusó de estar tramando su muerte o algo peor. Y comenzó a hacerle la vida imposible.
Si pretendiéramos describir todas sus locuras y extravagancias de aquellos días, no acabaríamos nunca: baste decir como botón de muestra que, a menudo, se levantaba a las dos o las tres de la mañana y arrancaba a sus hijos, de cuatro y cinco años respectivamente, de la cama, porque según él, había estallado un incendio; o habían entrado ladrones en la casa.
Por si fuera poco, su erudición le proporcionaba innumerables ejemplos de personajes que habían enfermado, enloquecido, como él, para finalmente suicidarse. Este tema se convirtió en su última monomanía antes del accidente.
Ya solo en la casa, vasta y desordenada, fraguaba a sus anchas estas visiones: veía a los antiguos, Sócrates bebiendo la cicuta; Séneca, abriéndose las venas en el baño, con una mueca y un atisbo de nauseas. ¿Dónde había leído que la mujer de Claudio, Livia o Agripina, al recibir la orden escrita de su marido de darse muerte con una daga lo había intentado delante del centurión, sin acertar a clavársela, ni tan siquiera a rozar con el cuchillo el tibio vestido de seda o de lana? Sin duda, lana y seda representaban la vida, suave y cálida, preñada de contratiempos y pequeñas alegrías; por el contrario, el hierro llevaba en sí el frío y la dureza de la muerte, como un heraldo. Sea como fuere, los antiguos carecían de la delicadeza y la sensibilidad de los modernos. Ninguno de los ejemplos antiguos que repasó en su biblioteca o en su memoria por aquellos días le convenció. En cualquier caso, una cosa estaba clara: Leandro Pillbur debía morir.
Se saltó la Edad Media, periodo de oscura barbarie, y recaló en el refinado y cruel Renacimiento: aquí encontró sobre todo, abundantes ejemplos de envenenamiento, pero, no sin una amarga decepción, se dio cuenta de que en esta época de oro por tantos conceptos, primaba el veneno suministrado por otros, y envenenados murieron príncipes y papas; o bien, la burda emboscada, el asesinato mercenario. Pero él no estaba tan loco como para pagarse un mercenario y ser su propia víctima. Parecía que, pasados los siglos del Paganismo, los seres humanos se hubiesen apegado cobardemente a la vida, con honrosas excepciones, olvidando la memorable sentencia de Epícteto: “no olvides que la puerta está abierta”.
Un rayo de esperanza tan súbito como pasajero, lo atravesó al recordar la refutación del suicidio de Michael de Montaigne: este hombre melancólico, entregado a sí mismo durante años, encerrado en su torre del Perigod, había tachado el suicido de irreflexivo y loco, pues el que se da muerte lo hace siempre de espaldas a una posible felicidad futura, que tal vez le estaba reservada. Pero lo fuerte del argumento no era, Leandro Pillbur se percató de ello enseguida, esa hipotética felicidad menospreciada, sino el hecho de que uno cambiaba, se transformaba a lo largo del tiempo, hasta el punto de volverse irreconocible: en otras palabras, el suicidio era una suerte de asesinato.
Sin embargo, ¿no era un suicidio, lento y cobarde, enterrarse en una torre y despreciar matrimonio, prebendas, magistraturas, o aficiones tan inocentes como la caza y el amor, sólo para entregarse a una reflexión amarga y desesperada?
Investigó, pues, concienzuda y exhaustivamente, y encontró de todo; vio que entre los partidarios del suicidio, cuanto mejores eran los argumentos, más débil era la voluntad a la hora de ponerlos en práctica; por el contrario, muchos de sus más firmes detractores habían acabado suicidándose. A tal punto es incoherente y contradictorio el ser humano. Comprobó, sin sorpresa, que aquellos que más despreciaban esta vida terrenal, más se aferraban a ella; en cambio, muchos incrédulos, irreligiosos, se suicidaban o se dejaban morir, reduciéndose a esa nada absurda que ellos mismos proclamaban desde el fondo de su amargura, como abocados a su propio nihilismo.
Pero una cosa es razonar y otra, muy distinta, llevar a la práctica lo que uno piensa. Así, cuanto más ahondaba en su locura, más sensatos y comedidos parecían sus razonamientos. No obstante delataba su estado mental, aparte del abandono de su persona, la consabida predilección por el monólogo en voz alta, o el diálogo con seres imaginarios, de los locos, (por ejemplo, con Michael de Montaigne, cuyo fantasma resultó ser tan cobarde como aquél sin duda, lo fuera en vida).
Sólo encontró una luz en Oriente, en el Japón: los samurais, obedeciendo el estricto Código del Bushido, afrontaban la derrota y el deshonor dibujando en sus entrañas una ele con una espada, en el llamado rito del sepuku. Pero el Japón le resultaba demasiado lejano, extraño, remoto y exótico, como para tomarlo de modelo. Además, él nunca había empuñado ni manejado una espada, y la sola idea de ver brotar sus entrañas y su sangre sobre el suelo, le provocaba vómitos y nauseas. Sin duda pertenecía a un mundo más chato y menos heroico, no ya que el del Japón Feudal, sino que el de la propia Iliada. Con todo, leyó que cierto escritor japonés del siglo XX, Yukio Mishima, había practicado este rito, con un escalofrío entreverado de terror y placer.
Agotada esta vía, buscó ejemplos en personajes de ficción: sorteó los casos archiconocidos de Romeo y Julieta o Ana Karenina; halló un héroe en una novela negra norteamericana, que se quitaba la vida encerrándose en su propio coche en marcha, y aspirando el anhídrido carbónico desprendido del tubo de escape; en fin, encontró un cuento en el que cierto personaje, que curiosamente se llamaba como él, Leandro Pillbur y había sido también profesor, buscaba la mejor forma de suicidarse, y se sonrió de tan extraña coincidencia.
No espadas, ni veneno, ni trenes, sino automóviles: ¡eureka! A él le había tocado vivir en una época chata y burguesa, dominada por las máquinas y los artilugios; por lo tanto, debía morir en consecuencia, de una forma más vulgar. Y de pronto recordó que tenía un automóvil en la cochera, que hacía semanas que no movía.
La primera impresión que le produjo el moderno PEUGEOT fue de vetustez: ya el color oscuro, ni verde ni azul; y el abandono que revelaba el polvo y el dibujo gastado de las ruedas, podía inducir fácilmente a error; pues Leandro Pillbur, en otro tiempo, había sido muy aficionado a dar largos paseos sin objeto en aquel coche, con Rosa y los niños. Era pues, un abandono más reciente, combinado con el uso intenso de otra época, lo que allí se revelaba.
Encendió el motor y quedó un momento pensativo, como si estudiara la limpidez del estertor de la máquina, que estaba intacta y lista para marchar. Así que (sin reparar en que no llevaba ni abrigo ni paraguas, pese a que llovía y helaba desde hacía días), maniobró hacia la puerta mecánica, con una conquistada pericia. Una vez fuera, torció sin un plan premeditado hacia la Avenida del Azúcar, y de allí a las afueras.
La ventanilla bajada dejaba colarse gruesas y frías gotas de lluvia mezcladas con ruido y una sensación de desorden. Cuando al fin dejó atrás las calles del centro, más concurridas, se encontró con la sorpresa de la noche.
Probó la radio; contempló con admiración el cuadro de mandos; venció la tentación de buscar a Rosa y a los niños, con el pretexto de un paseo en coche, como en los viejos tiempos, pues aunque loco sabía que todo estaba perdido; probó a encender un cigarrillo; se embelesó con los faros, haciéndolos parpadear y apagarse en la oscuridad.
Perdido o no, su resolución vacilaba por primera vez en muchos días: sólo se le ocurrían dos modos de suicidarse con un coche: o envenenarse con el tubo de escape, como el héroe de la novela negra; o estrellarse a toda velocidad, por ejemplo precipitándose por un puente o contra un árbol; éste último método, sin duda más vulgar, por ende, no le garantizaba la muerte; y aunque muriese, siempre quedaría la duda de si el accidente había sido provocado o fortuito. Como todo suicida, Leandro Pillbur no estaba libre de un afán infantil de protagonismo.
En cuanto a asfixiarse, lo examinó detenidamente, y llegó a la conclusión de que no era en absoluto, tan sencillo como parecía: además de conectar el tubo de escape con la caja del vehículo, con una goma adecuada, estaba el problema de cerrar herméticamente la cabina donde debía expandirse el dióxido de carbono. Cuanto más compleja fuera la realización de su plan, menos sentido tendría éste (para regocijo de Michael de Montaigne): matarse debía ser tan impremeditado como vivir, tan simple y natural como respirar, aun cuando fuese el fruto de una larga y tortuosa reflexión.
Enfrascado en estas cuestiones, que lo angustiaban ahora más que la propia muerte, solía pasar horas aparcado en un descampado, frecuentado por parejas, desde donde se veía como en un alto mirador, la falda iluminada de un sector de la ciudad. Horas nocturnas en las que Leandro Pillbur, apagado el motor y la radio, se volvía casi un fantasma.
Bueno, vamos a ver. Se removía en el asiento del conductor, que le gustaba llevar pegado al volante, y aspiraba el frío y la humedad procedentes de la mole invisible de la montaña. O salía a estirar las piernas para pensar mejor, a fumar un cigarrillo, y escuchaba los ruidos inéditos de la noche, como al borde de una pesadilla.
Al cabo, sin haber resuelto nada, entumecido y hambriento, volvía a la cabina, arrancaba y descendía la suave ladera que poco a poco iba abriendo, como un abanico, las primeras luces misteriosas de los arrabales.
Fumaba ahora incluso más que cuando era estudiante. Otro síntoma de su locura, cada vez más patente para los otros y más camuflada para él mismo, era la manía de hablar solo, largo y tendido, con una floritura minuciosa y cortesana. Por último, dinamitados los diques entre el día y la noche, entre el hoy y el mañana, podía comer y acostarse a cualquier hora, sin saber lo que le depararía el momento siguiente, aunque siempre girara en torno a los mismos hitos y costumbres descabalados, como si su vida hubiera quedado desajustada, libre del resto del Universo.
Así pues, llegaba a su casa o salía de ella sin pensar en nada, o como si acabara de caer en la cuenta de algo muy importante, siempre al borde de una resolución que se regocijaba en escamoteársele y burlar su voluntad. Tal era la perpetua sorpresa del presente, el secreto de la felicidad del que tanto habían hablado los filósofos y los sabios: el famoso carpe diem, eso sí, parapetados en la segura fortaleza del cálculo y la previsión. ¡Hipócritas de matadero!
Al fin, recaló en la cuestión religiosa: el suicidio era un pecado, ahora bien, ¿contra quién o contra qué? Supongamos que existiera Dios y lo reprobase: se le ocurrían mil argumentos, como la omnisciencia divina, o la simple y exuberante bondad de Dios, para tranquilizarse en este punto: Dios lo sabía todo, lo perdonaba todo. Por otra parte, un lunático como él no era ya libre de decidir, ni siquiera para agradar a un hipotético Dios, o para ahorrarse su furia y su rechazo, ni sobre algo tan elemental como el propio cuerpo
Si el tal Dios existía, y la idea siempre le había parecido enjundiosa y entrañable, estaba en todas partes; por definición, era TODO, mucho más de lo que la mente y los sueños de la humanidad podrían nunca abarcar, ni siquiera rozar. Estaba, pues, también allá donde él se disponía a ir.
En cuanto al Infierno y el Paraíso, eran aún conceptos más abstractos que el propio Dios. Cediendo a la tentación o a la inercia de sus viejos hábitos de profesor, Leandro Pillbur se hizo el siguiente silogismo: si todo aquello era fruto de la fantasía, podría derivarse cualquier conclusión de ello; si no lo era, por el contrario, cualquier conclusión, incluso verdadera, resultaría superflua ante lo abrumador y lo desconocido de los hechos. Leandro Pillbur se sonreía, allí donde le viniesen estas ideas: en el coche, en la calle, al fondo de un café, en el banco de un parque, por todas partes siempre la misma soledad (la gran Soledad de Dios), al recordar el famoso aforismo escolástico, que había estudiado hacía siglos: ex contradictione quodlibet, de lo falso se sigue cualquier cosa (incluso lo verdadero).
Sea como fuere, la perspectiva aún infantil de pasar achicharrado, torturado por demonios, el resto de la Eternidad debía haberle hecho dudar, ¿o no? ¿No era bastante terrible esta vida, con todas sus alegrías y contratiempos, para inclinar la balanza del otro lado? Y en su caso, el Paraíso ¿no era suficientemente inverosímil como para arrancarle una sonrisa de escepticismo?
Bien pensado, todo lo que veía hasta donde aún era capaz de observar y atender, le confirmaba también en la antigua sospecha de que Infierno y Paraíso estaban aquí, y no necesitaban esperar a la muerte para manifestarse: veía pues, en lo más repugnante y doloroso, un perro atropellado, un arbolito arrancado de cuajo por unos vándalos, una suerte de ternura que desmentía las apariencias y apuntaba a la Bienaventuranza del Universo; por el contrario, en lo que hubiera debido alegrarle, o al menos confortarle, una flor, un niño jugando (en otro mundo ciertamente), una primera golondrina, descubría lo precario, lo doloroso, lo problemático de la existencia. ¿Y en él, el mismo Leandro Pillbur?
A menudo se topaba con su imagen sin percatarse, y sin pararse a pensar, se quedaba como embelesado largo rato, contemplándose, en el espejo retrovisor de su coche, en un escaparate, en la luna del ropero: al cabo, a veces, de su mente en blanco emergía un pensamiento aún más extraño: aquel desconocido que lo miraba, que lo observaba con una indiscreción casi obscena, que lo examinaba sin el menor pudor, ¿no estaba ya en otro mundo? ¿No podría seguir viviendo allá sin él, y permitir al cabo que a él lo arrastrara su propia vorágine?
Y de esta idea saltaba a otra, quizás una sospecha universal, una de esas intuiciones que nos abordan en algún momento de la infancia a todos, y que luego arrinconamos por poco prácticas: ¿por qué él, o el otro, Leandro Pillbur, no era cualquiera, cualquiera que en ese momento pasaba por la calle, dormía, hacía el amor, leía o agonizaba en un Hospital? ¿Quién era en definitiva Leandro Pillbur, qué cosa tan importante y única era él, para merecer tomarse tan en serio, para que el propio Dios se preocupara o dejara de preocuparse de si se saltaba los sesos, se envenenaba, se estrellaba, o se ahogaba?
Si no había ninguna razón plausible para distinguirlo en aquel océano (donde su existencia no era al fin y al cabo, más que una gota, insignificante, minúscula, irrisoria), ¿qué importancia tenía lo que él hiciese al fin y al cabo consigo mismo? O toda la Humanidad, y con ella el Universo entero, podía ser aniquilada con su muerte, o Leandro Pillbur era inmortal.
En tal caso, el Infierno y el Paraíso eran Leandro Pillbur; más aún, el Universo entero y la Nada absoluta eran la misma cosa.
De nuevo las viejas reminiscencias de profesor: ¿por qué el Ser y no la Nada? En sus paseos volvió a hundir las manos en los bolsillos, los pies en los charcos, los ojos en el fondo misterioso de las calles, tras el cual se abría un horizonte tras otro, con la desconcertante rapidez de un juego de manos, hasta el infinito.
El mismo horizonte que viera y que persiguiera toda su vida, juguetón, escurridizo como el mañana, como un gato callejero.
Fue por esa época de su crisis, un período decisivo, cuando volvió a tener noticias de Rosa y los niños: los vio un día, inalcanzables entre la gente que abarrotaba cierto centro comercial. Se sorprendió de no intentar abordarlos, o al menos interesarse por ellos. En cambio, y esto era significativo, trataba de ocultarse pero sin perderlos de vista. No fue difícil entre tanta gente. Cuando se consideró seguro, olvidó por un momento todas sus preocupaciones y se dedicó a observarlos con la misma entrega y avidez con que hubiese examinado algo nuevo e inverosímil:
Rosa parecía más gorda y tenía buen color; en cambio, no le encontraba el antiguo atractivo (que por cierto, le rindiera más sufrimiento que placer); Leandro, el mayor, despuntaba ya o así se lo pareció, en su extravagante lucidez, hacia el muchacho que sería en un futuro próximo, desgarbado e inhibido; por último, Rosita era una niña encantadora, y fue con diferencia la que más le agradó del grupo; resplandecía como si llevara un traje nuevo, o estuviese orgullosa de sus zapatos (unos zapatos de baile, al borde de una pista de hielo).
De pronto el chico se volvió hacia él y, por un momento, pareció descubrirlo, y tiró de la manga de su madre hacia una de las puertas de salida. Leandro Pillbur sacó las manos de los bolsillos y se las llevó a la barba, pero no se movió. Y luego, como si de repente despertara, corrió hacia la misma puerta y salió a la calle.
Había aparcado cerca. Llovía entre ráfagas heladas. Un bosque negro de paraguas avanzaba hacia la avenida cercana. Qué silencio más extraño, con tantos coches y autobuses podía oírse el golpetear envejecido de la lluvia.
Fue la última vez que los vio.
Ya en el coche, enfiló como de costumbre sin rumbo: callejeó con pericia, y acabó en medio de un atasco en la autovía.
Al anochecer las nubes se disiparon, y aparecieron las estrellas como tras una cortina deshilachada. Unos zapatos nuevos, una pista de patinaje. En cuanto pudo, hundió el pie en el acelerador y se alejó como si fuera a otra ciudad.
Hilando unas cosas con otras, se le ocurrió que él era aquel muchacho, su propio hijo, y que volvía a cometer los mismos errores, antiguos como cada nueva generación: estudiaba con ahínco interrumpido por inexplicables ínterin de abulia; se abismaba en páginas en blanco, en el vuelo soñoliento de una mosca (siempre la misma); escuchaba los ruidos indescifrables de la calle, y los misteriosos ecos de su interior; soñaba con largos viajes; se enamoraba y era incomprendido; escribía versos trascendentes destinados al vaho de las ventanillas del autobús; o largas cartas inacabadas; y paseaba por las mismas calles que alguien había cambiado en un forma sutil por la noche, multiplicando las grietas por donde se colaba ¿se podía atisbar aún?, la Eternidad.
En cambio nunca podría ser su hija, no por el sexo ni por la felicidad, sino por aquellos zapatos.
Y puestos a pensar, Rosa no le había visto porque tal era su voluntad.
Rebasados los 130 kilómetros por hora, conectó los faros y la radio, y la oscuridad retrocedió por un momento casi con un murmullo.