Primer impacto
Por Rubén Sánchez Trigos.
Tres años, mes arriba, mes abajo, es lo que llevo oyendo hablar de Verbo (2011), la ópera prima de Eduardo Chapero-Jackson, a quien los medios han coronado como uno de los cortometrajistas españoles más prestigiosos que han aparecido en los últimos tiempos; lo que, de forma soterrada, viene a decir: uno de los cortometrajistas españoles de quien más se espera en su debut en el largo. El estreno de Verbo (2011) se ha aplazado una y otra vez en un auténtico baile de fechas por culpa, al parecer, de una post-producción más complicada de lo que suele ser habitual en el cine español. Algo fácilmente comprensible si se tiene en cuenta que la película -por lo que deja entrever el trailer– aspira a lucir un poderío visual notable con un presupuesto de sólo dos millones y medios de euros –migajas en comparación con lo que suele manejarse en una producción de estas características-. Hace dos semanas, Verbo (2011) pudo verse, por fin, en el Festival de Cine de San Sebastián y, si uno repasa las crónicas –escasas- derivadas de su proyección puede inferir que, en general, no ha gustado a casi nadie. En el mejor de los casos, se alaba lo arriesgado de su propuesta; en el peor, lo pretencioso de la misma. Dos valores, por cierto, razonablemente compatibles.
Aún no he visto Verbo (2011), y sin embargo me gustaría defenderla; si no la película en sí, al menos sí el derecho a un director a no obtener una obra redonda con su primer largometraje. Chapero-Jackson ha tenido la mala suerte de nacer en la era del impacto mediático por encima de cualquier otra consideración, un tiempo donde la palabra genio se ha devaluado hasta el punto de que, si hiciéramos caso a la crítica, tendríamos dos o tres Hitchcocks por año; un tiempo, en definitiva, obsesionado por medir a los artistas por lo que generan, y nunca por lo que son o por lo que proponen. Así, con los preceptos warholianos mal digeridos por todos, y el modelo instaurado por Spielberg-Lucas en los setenta degenerando hasta el paroxismo, a un cineasta joven se le exige no ya que sea lo suficientemente libre como para emprender la búsqueda de una voz propia, sino, sencillamente, que entregue una obra magna a la altura de los viejos maestros, sin fisuras, con los rasgos de un estilo perfectamente definidos y las obsesiones y los temas convenientemente acotados.
Nos hemos acostumbrado a exigir lo máximo en un contexto –el de la ópera prima- que, tradicionalmente, se ha leído como un campo de pruebas -que no experimental- en el que los espectadores y la crítica pueden jugar a atrapar al vuelo personalidades en formación a las que augurar, hasta que demuestren lo contrario, un brillante desarrollo en el futuro inmediato. No voy a remitirme a los casos clásicos -por obvios- de nombres como Ford, Hitchcock o Lang, que tuvieron que rodar un buen puñado de películas más o menos discretas antes de ofrecer al mundo las obras maestras por las que serían recordados. Eran otros tiempos. Otro el sistema de producción. Hoy, a un cineasta debutante en el largo se le espeta que ya ha tenido suficiente metraje para foguearse en sus cortos; algo con lo que no estamos de acuerdo quienes pensamos que el cortometraje es un género en sí mismo, con su propio tempo.
Un director que debutara hoy no tiene nada que hacer si su ópera prima no acapara, por sorpresa, los primeros puestos de la taquilla, si su nombre no se asocia, por parte de críticos necesitados de ganarse las habichuelas, con términos sobados y pasados de rosca del calibre de enfant terrible, joven promesa o -vaya por Dios- genio. Lo mismo ocurre en la literatura o en la música, donde se confunde la búsqueda de nuevas voces con la búsqueda (desesperada) de nuevos maestros. Lovecraft, conviene decirlo, no escribió sus grandes textos hasta la última etapa de su vida, y Hemingway vio cómo sus primeros trabajos –Tres relatos y diez poemas & En este mundo– pasaron inadvertidos antes de publicar Fiesta. Entonces no había una Lista Granta de jóvenes escritores con la que soñar. En el caso del cine español, en permitente respiración asistida, esta exigencia es aún más fragante. Mientras se buscaba a un nuevo Amenábar –es decir, alguien que reventara taquillas y recolectara Goyas como setas con su primera película-, pasaron desapercibidos los (interesantes) trabajos inaugurales de Francisco Javier Gutiérrez, Gabe Ibañez, Norberto López Gallego e incluso del hoy solicitado Rodrigo Cortés.
No sé aún qué habrá obtenido Eduardo Chapero-Jackson con Verbo (2011), pero es probable que, como tantos otros debutantes, haya sucumbido a la presión de deslumbrar con su primer trabajo, de romper fronteras y lenguajes, en vez de hacer la película que realmente quería ver en la pantalla. No lo sé, y, en ese sentido, todo esto es hablar por hablar. Por mi parte, no tendré problema en darle crédito para sus siguientes propuestas, siempre y cuando las ruede con la honestidad y la energía –que no con el ánimo formal de reinventar nada- que todos deberíamos exigirle a un cineasta en sus inicios.
Rubén Sánchez Trigos es profesor e investigador en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos. Especializado en cine y literatura fantástica, en 2009 apareció su primera novela, Los huéspedes (Finalista Premio Drakul), un thriller de terror en un ambiente urbano.