"El fantasma de la ignorancia", Mari Carmen Moreno Mozo
«El fantasma de la ignorancia», un relato de Mari Carmen Moreno Mozo.
Lo sé. ¡El fantasma de la ignorancia se ha acomodado en mi aula! Lo ha hecho deliberadamente, con alevosía y premeditación. Cada mañana se sienta en una silla, estira las piernas hasta colocarlas encima de la mesa y hace oídos sordos a mis imprecaciones, ni siquiera se siente intimidado cuando le reprocho su falta de respeto.
Al principio intenté que se largase con pancartas alusivas a mi cometido, quería que se sintiese amedrentado y se marchase. Pero, ¡ay!, poco a poco, me he ido habituando y como es un alumno silencioso que no molesta, he optado por dejarlo en paz, ni me he molestado en ponerle un parte y echarlo del aula. Total, ¿para qué? No merece la pena que alce la voz, casi prefiero no irritarlo… He abandonado el hacha de guerra debajo de la mesa e incluso le he hecho gestos, para que escuche mi discurso en silencio.
Desde que él ha llegado, la clase es una balsa de aceite. Ese parece ser el pacto ciego que él ha sellado conmigo, aunque no me haya hecho ninguna proposición indecente. En mi clase no se oye ni una mosca, los alumnos se colocan matemáticamente en hileras de dos en dos y ante la letanía de mis palabras, se adormecen; únicamente su respiración acredita que están vivos. Se acabaron los chillidos, los levantamientos escurridizos para largarse del aula a pulular por el centro, o las preguntas cínicas que provocan cabreos.
Parece como si el fantasma haya creado un muro de contención, una barricada que evita que me lleguen sus siseos o sus reproches. Desde luego, ahora voy al trabajo con alegría, ya no necesito sucedáneos: se acabaron las pastillas matutinas o el carraspeo de la mala leche.
Hasta el resto de profesores ha notado el cambio y me ha felicitado: ellos me preguntan cómo he logrado el silencio, cómo he conseguido que los alumnos me obedezcan; pretenden que les muestre el conejo que ha salido de la chistera, pero yo siempre les contesto con evasivas. No niego que me siento en mi salsa, me encanta el giro que han tomado los acontecimientos. Es un halago que los compañeros te traten como si fueses la heroína indiscutible, la profesora perfecta.
También me echan flores los alumnos: ya no se quejan de mí al tutor, para ellos yo ostento el calificativo de profe enrollada y genial, y me saludan por los pasillos. Los hay que incluso dicen que conmigo se aprende, aunque yo sepa que esto último es una mentirijilla piadosa que engrosa mi currículo y cuya única finalidad es conseguir que nadie averigüe qué demonios está pasando en mis clases. Ninguna mancha debe empañar mi currículum ni perjudicarme, si todos queremos que la situación se mantenga impoluta.
Pero hoy he cometido un terrible error… Hoy la seguridad de mi voz se ha quebrado y en el pasillo ha vuelto a oírse mi grito pidiendo silencio, cuando la clase se me ha ido de las manos. Los alumnos se levantaban descontrolados, se acercaban, primero con timidez, pero luego, más seguros, curioseaban los libros que había extendido sobre mi mesa. Libros grandotes, de tapas duras y letras chiquitinas. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! El ronroneo de sus voces ha asustado al profesor de la clase de al lado. ¡Qué mala suerte ha tenido! El pobre ha escogido el aula contigua a la mía, porque pensaba que su silencio sería una almohadilla en la que poder apoyar sus propias reivindicaciones inseguras. Cabreado por el descontrol, asoma la cabeza. Los alumnos se ríen con ganas, muestran las ilustraciones al compañero, me piden consejo a gritos, me preguntan el argumento. El profesor, hecho una furia, desanda sus pasos. Se vengará de mí. Se quejará al Jefe de Estudios, conseguirá que a la engreída profesora sabelotodo, la reina del panal, se le bajen los humos. Me tienen sin cuidados las mortificaciones que imagina para mí.
El fantasma se gira al verlo. No puedo creer lo que sucede a continuación: Su excelencia se levanta, se despide de los alumnos y abandona el aula.
Ahora soy yo la que la que me he acercado a curiosear a su aula. No se oye ni una mosca. Veo al fantasma sentado en la primera fila. Siento el estallido de felicidad de los alumnos, que observan a su profesor no dando crédito a lo que ven: agacha la cabeza y se sienta sin que una queja salga por sus labios. Irritado por mi intromisión, se levanta para cerrarme la puerta en mis propias narices. No sé por qué lo hace: su secreto está a salvo conmigo.