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Cómo acertar una quiniela y conseguir un divorcio

Por Guille Ortiz.

 

Hoy en día, un ludópata puede meter el número de su tarjeta de crédito en un ordenador, rellenar unos cuantos campos y liarse la manta a la cabeza apostando por el número de corners que sacará el Valladolid en determinado partido. Es de una frialdad exagerada. Antes, la ludopatía era todo un ritual, que incluía la visita a la administración de loterías, la tímida petición de un bolígrafo y ese enfrentamiento solitario con la sucesión de quince partidos y sus infinitas combinaciones.

 

El caso es que tanto fue este ludópata a la fuente que un fin de semana descubrí aterrado que llevaba 12 aciertos y quedaba solo un partido por jugarse. A cada gol que iba confirmando mi éxito incontestable yo llamaba a mi novia y le decía: “Con esto, nos pasamos una noche de hotel de puta madre”, luego, si se cerraba algún otro partido, le decía: “Nos vamos a París” y cuando solo quedaba el partido de marras, le dije: “A Londres, una semana a Londres”. Mi novia escuchaba y ponía la parte de cordura que aportan todas las novias: “Si tú llevas 12 es que todos los demás llevan 12 también” y en eso, como siempre, tenía razón.

 

El último partido en cuestión era un Real Madrid-Rácing de Santander en el Santiago Bernabéu. Ese partido lo llevaba a 1X en un claro signo de excentricidad pero que estaba justificado: yo soy hincha del Rácing de Santander desde que era un niño pequeño y mi padre se fue a trabajar a esa ciudad. Les voy a contar otra cosa: el Madrid tampoco me cae muy bien que se diga. A falta de tres minutos, los locales ganaban 2-1. No era una pésima noticia porque yo de todas maneras tenía 13 aciertos, lo que pasa es que, obviamente, el empate me daría más dinero y más alegrías.

 

Dicho y hecho. En el descuento marcó un ruso de nombre impronunciable –fueron unos años locos en la contratación de rusos para el Rácing- y yo empecé a pegar gritos hasta el punto de que mi abuela tuvo que quitarse los cascos de la radio donde escuchaba música clásica y decirme: “Guille, ¿qué estás haciendo?”

 

Guille estaba sobrepasado, llamando a su novia cada diez minutos, luego quince, luego veinte hasta que la cosa se calmó. Pasé la noche con los ojos como platos, actualizando el teletexto continuamente para poder ver el escrutinio y el premio. Al final la cosa se quedó en 200.000 pesetas más o menos, que para mí eran un dineral. Descartamos París y Londres porque tampoco era plan de gastárselo todo en un fin de semana; Bilbao, porque el Athletic fue el que me fastidió los 14 y elegimos cuatro días de puente en Barcelona.

 

En esa época, los dos estábamos en la Universidad, así que coger días libres no era lo más difícil del mundo.

 

Como si tuviera que demostrarle algo a alguien, reservé una habitación doble en el Hotel Le Meridien, un cuatro estrellas de Las Ramblas, la imagen viva de la decadencia. Había estado tres años antes con mis padres y entonces me tocó dormir solo en una cama enorme. “Volveré”, me dije, a lo MacArthur. “Volveré y traeré a la chica de mis sueños”.

 

El problema es que uno empieza a llevar chicas de sus sueños a una ciudad y acaba perdiendo por completo el sentido de la realidad. La Chica Langosta estaba en Toulouse por entonces y decidimos vernos durante esas mini-vacaciones. Sospecho que a mi novia no le hizo ninguna gracia y esto no es un reproche: en la misma situación, pero al revés, a mí nada de eso me hubiera hecho gracia alguna, aunque la Chica Langosta vino con su novio correspondiente y otra pareja de amigos. Fuimos al Port Vell, comimos en un vegetariano y nos metimos en un bar que imitaba una feria estadounidense, con su mujer barbuda y su forzudo con pesas. Nos emborrachamos hasta el punto de que no sé cómo no acabamos gritándole al camarero “One of us, one of us, we accept you, we accept you…”.

 

Los de Toulouse decidieron seguir la noche como detectives salvajes para evitar pagar un sitio donde dormir. Nosotros nos fuimos a nuestra pequeña habitación de hotel de principios de siglo, con su piano bar donde leer los periódicos y darnos cuenta de que no teníamos nada que decirnos cuando el Rácing o el Barça no estaban de por medio. La sonrisa en los labios me delataba y ella me miraba con un odio infinito, justificado, como si después de todo, le hubiera robado el protagonismo de lo que era su fin de semana.

 

Volvimos a Madrid y al poco lo dejamos. Ella me dejó a mí. Hizo muy bien porque yo me porté como un gilipollas. A mí me gusta ir de perdedor por la vida porque cuando gano me pongo sencillamente insoportable. Basta con que alguien marque un gol en el Bernabéu para que yo me crea el rey del mundo y decida asolar todo lo que sale a mi paso, con la pose de un Mussolini de brazos cruzados y barbilla altiva, dejando claro que todos los aplausos son pocos para mí.

 

Gané una quiniela y conseguí un divorcio.

 

No sé en qué me gasté el resto del dinero. Supongo que en más visitas a la administración de loterías del barrio, siempre con cuidado de no volver a acertar en la vida, no fuera que todo se complicara todavía más.



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