Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores
Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores. Daria Galateria. Impedimenta, 2011, 208 pp., 18,95 €. Traducción de Félix Romeo.
Por Carlos Javier González Serrano.
«Trabajos forzados es una apasionante y amena guía de supervivencia que recorre los modos con que los astros más brillantes del universo literario han ido capeando el temporal del hambre. Ya sea porque buscaban hacerse ricos, o tal vez simplemente para sobrevivir, los escritores se han entregado tradicionalmente a los oficios más diversos: desde buscadores de oro a carteros, desde soldados de fortuna a industriales, desde contrabandistas de opio a fogoneros en un barco en China; conductores de autobús, verdugos, guardias, vendedores de bisutería… Malraux fue ministro; Jack London sobrevivió como cazador de ballenas en el Ártico. Colette abrió un salón de belleza y Orwell pasó de ser policía en Birmania a vivir lavando platos en Londres. Gorki trabajó como pinche de cocina en el Volga; Saint-Exupéry pensó toda su vida que su verdadero trabajo era el de aviador; e Italo Svevo dejó de ser un gran industrial para poder escribir: le bastaba concluir una línea para sentirse pagado» (nota de Impedimenta).
Daria Galateria (1950), escritora, estudiosa de la literatura universal y autora de Trabajos forzados, parte de la premisa de que muchos escritores, para mantenerse, han tenido que trabajar. A comienzos del siglo XX, nos explica, antes de que los Estados mecenas comenzaran a ofrecer a los intelectuales variadas prebendas, aquellos empleos podían ser de lo más extravagantes, rozando a veces lo extremo. A la vez, en algo coincidían casi la gran mayoría de poetas y narradores: la escritura es la tarea más agotadora de todas. Por ejemplo, desvela Daria Galateria, «Charles Bokowski, que en una tarde de borrachera era capaz de arrasar a hierro y fuego una casa, y que al sueño americano contraponía la escritura del exceso –del alcohol, sexo y excesos de variada naturaleza–, trabajó en realidad disciplinariamente, durante catorce años, como cartero. Cuando le dieron un sueldo por escribir, se quedó paralizado por el terror toda una semana, y sólo después se puso a trabajar».
No es fácil inventar historias. Tampoco a Dios debe resultarle sencillo. Al final del Libro Tercero de los Complementos de El mundo como voluntad y representación, leemos que «… el material de la historia se nos aparece como un objeto apenas digno de una consideración seria e ímproba por parte del espíritu humano, que justamente por ser tan efímero debería recoger para su examen lo imperecedero» (A. Schopenhauer). A través del uso, las palabras pueden perder su sentido. Sin embargo, el lenguaje domina nuestras estructuras mentales en la misma medida en que nosotros lo creamos. Entre sociedad e individuo media lo que se dice y lo que se quiere decir. Pero el nexo no es sólo lingüístico; coexiste con lo que tras el lenguaje se oculta: marañas de emociones, sensaciones y sentimientos, que remiten a estados de ánimo que no siempre se corresponden con lo dicho.
En esta toma de consciencia se produce un desgarro entre lo explícito y lo latente. Lo que somos. Lo que creemos –y queremos- ser.
Todo desarrollo de una vida se corresponde con un relato: aquél que nosotros nos contamos. En ocasiones –superados por las circunstancias– acudimos desconsolados a la Providencia en busca de respuestas que puedan calmar nuestro anhelo de unidad: la distancia entre lo que hacemos y lo que pensamos nos produce desasosiego. Tras los trabajos forzados a los que se dedican los escritores del primer tercio del siglo XX, como si la propia escritura poseyera una suerte de naturaleza vampírica, aquéllos se decantan por trabajos distantes y mecánicos.
La autora nos cuenta cómo Italo Svevo, «para convertirse en «un buen industrial», se obligó a abandonar las novelas, porque si se le ocurría una sola frase, ya estaba perdido para la vida activa durante una semana entera. Escribió sobre una tarjeta de visita «Comercial» y llegó a ser un gran emprendedor en el sector de las pinturas navales». También Eliot renunció a enseñar en Harvard para ser empleado de banca, trabajando en un sótano, inclinado, «como un pájaro negro en un comedero», sobre una mesa repleta de cartas. Pero no sólo en el caso de los hombres, sino que también en las escritoras, como en el caso de Colette, observamos el contraste entre vocación y realidad: «famosa ya como escritora, utilizó su fama para fundar una pequeña empresa con la que ganar dinero. Abrióen 1932, en plena Depresión y con casi sesenta años, un instituto de belleza». En el caso de W. Faulkner, y tras finalizar la Primer Guerra Mundial, adquirió un uniforme oficial de la RAF y entró en Oxford cojeando, contando que había sufrido un accidente aéreo; cuando no iba de uniforme, paseaba con los pies descalzos, vestido como un vagabundo; en la universidad encontró algún que otro empleo como guardarropa, regidor para el teatro y hasta cartero.
Estos escritores del siglo XX, obligados a vivir trabajando, envidiaban a los colegas que se consagran estrictamente a la literatura. Si quieres conocer la historia oculta de genios como Jack London, Thomas Eliot, Paul Monrad, Antoine de Saint-Exupéry, Franz Kafka, André Malraux o Boris Vian, no dudes en adquirir esta atractiva obra editada por Impedimenta, con la que, seguro, podremos llegar a preguntarnos –amparados bajo la desesperación de estos autores– si acaso nuestra ocupación no se corresponde con el fin último de nuestra vida.
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