Peleando a la contra: Henry Miller.
Hubo una época en la que odié a Henry Miller.
Luego le confundí con una especie de dios para más tarde volver a odiarlo. Yo era joven y Miller había muerto hacía unos diez años. En ese tiempo no leía, engullía, cierto tipo de literatura en la que ser un perdedor social, un inadaptado, representaba un modelo de antihéroe en el que Miller no acababa de encajar en el molde.
No es que Miller no fuese un inadaptado, no es que no entroncase directamente con la tradición de escritores que se buscaron la vida, que odiaron sus trabajos convencionales y que pasaron muchos años viviendo como podían hasta que escribieron una sola línea. No. El problema, mi conflicto con los libros de Miller, residía en que Miller siempre buscaba la Belleza, y eso era algo que no encajaba en mi forma de ver el mundo en esos momentos. Su obra, aunque no carente de ciertos pasajes de aflicción o de recuerdo marchito, evoca una forma de combatir la desesperanza que bebe del clasicismo griego, del romanticismo y de la pintura como arma de expresión.
Henry Miller es la representación del Caos. Lo que le hace diferente de otros escritores caóticos, como pudiera ser Burroughts, es que su Caos, el cual proviene de la experiencia, de la insatisfacción y del ensoñamiento, es un caos que se retroalimenta de las ruinas y los derrumbes emocionales sin encontrar placer en la autocompasión. Es un caos vitalista, con tendencia a la locura que provoca el júbilo y el placer, porque Miller, sobre todo es un buscador de placer, al más puro y clásico estilo hedonístico.
Y es que en el caso de Miller hay que hablar de Cosmogonía, porque para él, el mundo, su mundo, siempre está muriendo y naciendo y su papel en él no se limita a relatar unos hechos, su trabajo como escritor consiste en explicar el porqué de esos hechos y en hallar su posición en relación a ellos. Todo es caos pero todo tiene un porqué, y esa revelación, la cual aborda a Miller desde pequeño, cuando se sabe diferente al resto de niños y de adultos que le rodean, nos impide escapar de lo escrito con la tinta del destino. Eso no quiere decir que nuestra vida y nuestro destino sean la misma cosa, ni siquiera que nuestra capacidad de acariciar ese destino equivalga a agarrar ese destino, no, simplemente nos muestra una meta en la que creer y por la que luchar. Y un hombre incapaz de apreciar la belleza jamás será capaz de atrapar su destino.
Puede parecer un planteamiento inocente, casi pueril, pero nada más lejos de la realidad. Su prosa, llena de vocablos y expresiones francesas, de palabras en latín y de párrafos en los que el solipsismo rebosa como única fuente para alcanzar una explicación y un acercamiento a la verdad (la verdad propia, la cual puede tener una verosimilitud pero no una credibilidad fiable o compartida por el resto), a veces se transforma en una lluvia densa en la que es fácil, después de un rato leyendo, olvidar cual era el tema con el que comenzó la disertación. Ese torrente lingüístico en el que la palabra alcanza velocidad, incluso llegando a sobrepasarnos, es la huella imborrable de Miller. Intentar comprender todo desde el epicentro de nuestra carne y sangre, reconstruir cada una de nuestras células cada vez que la experiencia nos traspasa como un millón de rayos de luz. En su desmedido afán por abrazar la vida, descubrió la escritura como una extensión de su voz, y era una voz irreverente, mística, sexual, como un niño ante sus primeras experiencias que no sabe que abrazando también se pueden romper ciertas cosas llenas de fragilidad.
Su búsqueda le llevó a pasar por épocas en las que morirse de hambre o escribir pesaban de igual manera en su día a día. Los años de la liberación, en los que abandonó a su mujer y a su hija; el nacimiento, el abrir los ojos y encontrar la locura del sexo y el amor como una piedra incandescente que le abrasaba las manos cada vez que intentó satisfacer a June, su segunda mujer; los años en Europa, en especial París, en una década en la que la guerra asolaba el mundo y el cielo era un azul infectado de aviones y bombardeos, y, sin embargo, regresó de nuevo a la ciudad de la luz con la intención, ya clara y casi obsesionado, de convertirse en un escritor que hablase de algo diferente a lo que el resto de escritores hablaban; la unión de la mente y el cuerpo como algo indivisible con su amante Anaïs Nin, la publicación del primero de sus trópicos (Trópico de Cáncer) y el comienzo de los procesos por obscenidad.
Obscenidad. Entre los 30 y los 60 la moral americana intentaba mediante ciertos procesos judiciales erradicar los contenidos sexuales explícitos, y Miller lo era, y mucho. En realidad se puede considerar un honor haber sido objeto de dichos vetos, muchos escritores lo fueron, incluso sin que en ninguna de sus novelas apareciese nada tan explícito como lo que escribía Miller. Sin embargo no era para tanto, el hecho de que haya pasajes en los que el lesbianismo, los tríos y la sexualidad en general apareciesen retratados de manera directa, no es nada que ya no se hubiera hecho por otros autores siglos antes. Quizá no habían leído a Sade en los U.S.A, quizá sigan diciendo que no lo han leído.
De su producción siempre se destacan sus dos trópicos: Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio. El primero habla de los años en París intentando convertirse en escritor, mientras que el segundo habla de su vida en los locos años veinte en América. Ambos son clásicos de la literatura, pero personalmente prefiero la Crucifixión rosa, trilogía compuesta por las novelas Sexus, Plexus y Nexus, en las que se relata, de manera extenuante, la transformación de Miller en escritor (aun sin apenas haber escrito nada) y su relación con June. Creo que es un Miller más adulto el que escribe, sin las confusiones y atolondramientos de los trópicos o Primavera negra, más capaz de comunicar, dentro de la característica densidad y surrealismo de su prosa, y hacer que el lector sea capaz de empatizar con él hasta el punto de perdonarle cosas imperdonables.
Como curiosidad, destacar que también escribió dos novelas por encargo: la novela corta Días tranquilos en Clichy, en la que de nuevo se retoma el tema parisino y que no deja de ser un texto anecdótico, y la póstuma Opus Pistorum, galería de imágenes en las que la depravación más fetichista nos muestra un Miller “a dólar la página”, que sólo consigue ser una parodia del escritor que antaño fue.
Su ensayo, El tiempo de los asesinos, en el que hace una analogía velada de su vida con la de Rimbaud, ayuda a comprender muchas de las aspiraciones y motivaciones de Miller en su transformación en escritor.
El sexo, la belleza y la literatura. Moléculas en el tejido del arte. Indivisibles.
BIBLIOGRAFÍA