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La que nos espera

Por Javier Lorenzo.

 

No esperen demasiado de mí. No sólo no soy un intelectual, sino que aborrezco a cuantos aprovechan el menor descuido para hablarte de las madalenas proustianas, el cine de autor finlandés o la música electroacústica de Ligeti y Stockhausen, pongo por caso. Yo soy, de ser algo, un panteista cultural. Es decir, que encuentro cultura en unos vaqueros por debajo de la rabadilla, en un programa televisivo de baja estofa o en el mensaje epiléptico de un móvil tanto o más que en el ballet de Víctor Ullate o en las tablas del María Guerrero. No digo que me guste o me disguste una cosa o la otra. Simplemente, para mí la cultura es como la química. No hace falta que la entiendas ni que te acuerdes de las fórmulas, pero sabes que en el fondo todo se rige por ella. Ya sea agua de azahar o amoníaco.

 

El Lorenzo se escandaliza y me dice que no me cedió el bloj para banalizar sobre algo tan trascendental, pero me he reído en su cara y le he mandado a hacer puñetas. Que se lo hubiera pensado antes. ¿Es que acaso hay en estos tiempos algo sagrado e inviolable? Y por otro lado, no creo que yo vaya a aportar mucho a la hipotética destrucción de un mundo que se degrada muy bien él solito.

 

– Pero si el señor se esfuerza, todo puede empeorar mucho más rápido –me señala Roger, siempre dándome ánimos-.

 

Hago caso omiso de las necedades de mi fámulo con una frase amable.

 

– Cuando vaya a escribir sobre “hooligans” te pediré consejo, pérfido sajón.

 

Esquivo los búmeran que son sus cejas –son muchos años estudiando cómo las mujeres, sólo algunas, me hacen “la cobra”- y continúo reflexionando sobre todo esto de la cultura; y de su hermana agraciada, que es el arte. Y aunque sé que hoy muchas creaciones están adulteradas, que el mercado es el mensaje, y que ya no hay obra, por mala que sea, que pueda arruinar una buena campaña, sólo me importa esa tremenda capacidad para engañarnos o ilusionarnos, para olvidar el miedo que nos da ir flotando por el espacio sobre una piedra azul que algún día acabará por romperse en mil pedazos.

 

– Y ahora le da tremendista –le oigo musitar a Roger-. Lo mismo podría decir del alcohol que trasiega por las noches.

 

– ¡Ah, felón! –le replico- No entiendes nada. No hablo de lo inerte, sino de las personas, de aquellos que, aunque sea a brochazos, ponen colores a la vida. Y si es así, qué más me da que Torrente sea un icono, Julia Navarro un “best-seller” o que a Almodóvar se le sigan ocurriendo historias pero se le haya olvidado cómo contarlas o hasta rellenarlas.  Hagan lo que hagan, luchan, crean, iluminan. Por tanto, gracias. Gracias a todos ellos.

 

Y en eso que Roger me ha cogido de la muñeca y, tras unos segundos, ha sacado su pañuelo y mientras me secaba la frente ha apuntillado:

 

– Ya le avisé, señor, sobre lo malo que es mezclar la medicación.

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