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Poliamor

 
 
Por Óscar Sánchez Vadillo

Cupido recibe su merecido

 

De todos los desafíos irresolubles que la vida contemporánea nos propone, la relación de pareja es a la vez el más inevitable y el más paradójico, tal vez después de la política, pero a un nivel de inmediatez mucho mayor. Paradójico porque mientras otros como la política parecen enfrentarnos a una compleja estructura sistemática e institucional cuyas dimensiones y centros neurálgicos se nos escapan, las relaciones sentimentales tienen lugar entre grupos mínimos de personas, siempre susceptibles de investigación prolongada y sobre el terreno. Inevitable porque, según tenemos aprendido, apenas hay medio alguno de llevar una vida que merezca ese nombre si de ella queda evacuado el sacrosanto Amor. Tantas cabezas intentando resolver una dificultad tan modesta y, sin embargo, siempre moviéndose entre el fracaso y la catástrofe… En el camino, el bagaje personal de cadáveres nos disuade tarde o temprano de aspirar a  remedios milagrosos. Tarde o temprano, el daño es tan grande que nos conformamos con conservar las fuerzas justas para una supervivencia cuanto menos digna.

 

Poco tiempo ha, en los años 60 y 70 del pasado siglo, la llamada revolución sexual dio expresión franca de las pulsiones que habían subyacido secularmente a la conflictividad del problema del amor: fue la llamada libertad sexual, la cual se materializó en infinidad de experiencias supuestas o reales bajo el nombre de “pareja abierta”, y que ofreció en última instancia un concepto que acabó aglutinando cualquier forma de relación siempre que estuviera basada en algo más que en el sexo: se trataba del poliamor.

 

Así, frente a la creciente sofisticación con que la monogamia abordaba su puesta al día, el poliamor ofrecía una solución, como poco, elegante: si consideramos los celos como un pasión triste, por decirlo con Spinoza, es decir, algo que nuestra lucidez debería eliminar paulatinamente, ningún sufrimiento de terceros (salvo si somos inmaduros, pero esa es nuestra responsabilidad…) impediría que ampliásemos nuestros horizontes sentimentales en la medida de las necesidades de cada uno. La infidelidad, máximo azote de la pareja monógama, origen de la mentira, los celos y la ruptura, se esfumaría arrastrando con ella a sus abyectos retoños. El poliamor sustituía la fidelidad como máximo valor de la pareja tradicional (sin fidelidad, aunque su ausencia sea consentida, no hay verdadero amor) situando en su lugar la sinceridad (si nada se oculta no hay lugar para la desconfianza ni verdadero obstáculo para el amor).

 

Comunidades y experimentos poliamorosos surgieron por todas partes, con la vocación de constituirse en prueba convincente y expansiva. Hoy, cuarenta años después, constatamos ya sin vacilación que algo no fue bien. La sociedad no sólo sigue siendo pertinazmente monógama sino que el término mismo ha alcanzado tan escasa difusión que ni siquiera se contempla como opción posible, dejando a los críticos de la monogamia huérfanos de modelo referente.

 

Uno de esos críticos, Israel Sánchez, aborda en su blog www.contraelamor.com la reforma del poliamor mediante una revisión de sus pilares ideológicos, la cual resumiremos en cinco puntos:

 

-En primer lugar, el poliamor carece de un cuerpo ético consistente. Conformes con la negación de la, según esta ideología, fracasada monogamia, los teóricos se echan a dormir cayendo de inmediato en los vicios que la antecesora quiso evitar mediante su hoy criticado modelo. Así, el poliamor sería, en cierta medida, un paso atrás: sólo una suerte de no-monogamia liberadora de los monstruos que, pocos o muchos, ésta había logrado enjaular.

 

-La superación de los celos, conditio sine qua non para la apertura de la relación sin que ésta conlleve su deterioro, se fundamenta en la renuncia a la posesión. Pero se olvida con ello que la posesión es un medio de distribución que, si bien defectuoso, garantiza cierta estabilidad que, de otro modo, queda en el aire. El individuo poliamoroso se encuentra por tanto con la paradoja de que su generosa actitud de renuncia trae como frecuente y prosaica consecuencia la pérdida de lo poseído sin que esto sea remplazado por nada equivalente. De esta manera, los celos surgen de nuevo como reivindicación de lo que es, ya no injusto, sino absolutamente legítimo poseer.

 

-Mediante su énfasis en el amor, el poliamor conserva la significación del sexo como acto trascendente. Así, el origen mismo de la monogamia, esto es, el control de la paternidad mediante el control del acto sexual, sufre su enésima sublimación dejando intacto el poder represor que lo ha erigido en piedra angular de la vida sentimental a lo largo de milenios.

 

-La sinceridad como máximo valor moral somete a los miembros de la relación a una puritana vigilancia que constituye en sí un medio para la espontánea represión de otros contactos, toda vez que cualquier nuevo acercamiento es controlado no sólo por el beneficiado sino también por el perjudicado, que dispone desde el principio de medios materiales y emocionales para evitarlo. Se llega así a una supuesta estabilidad libre, en realidad a una ocultación de la derrota secreta ante el viejo archienemigo: los celos.

 

-Por último, la negación del fundamento moral de la monogamia no puede quedarse en la permisividad hacia las relaciones múltiples, sino que debe detectar el resto de orientaciones impuestas a nuestra vida sexual y, salvo argumento que las renueve, desmontarlas todas. De este modo, el poliamor, llevado a sus últimas consecuencias, debería abordar la tarea de una nueva pansexualización de la vida, pero no salvaje, como la originaria, sino civilizada y ética.

 

En el afán de superar estas dificultades, el amigo Israel dirige su ataque directamente contra el Amor, pero en sucesivas andanadas cargadas de ingenio, perspicacia y sugerencia, como requiere el formato de un blog monográfico. Dicho Amor con mayúsculas no es aquí entendido como un sentimiento arrebatador, ni una idea sublime, ni una relación en toda su compleja extensión: el Amor sería el sistema mismo, regenerado e idéntico tras cualquier cambio siempre que conserve su capacidad de contaminación mediante el chantaje emocional. Ese Amor que dice que sin él no hay felicidad y que no hay racionalidad posible que pueda juzgarlo (no es que no se puedan encontrar razones en contra del amor, sino que el amor no se digna a cruzar argumentos con ella). Mediante los argumentos de www.contraelamor.com, en fin, si éstos nos persuaden, el Amor queda identificado como el gran villano contra el que no nos hemos atrevido a concebir siquiera un motivo para el motín, pero que ahora, vuelta hacía él una mirada más escrutadora, empezaría a insinuarse tal vez como un dictador endiosado y paranoico.

 

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