Conceptos en peligro de extinción
Por Samantha Devin
En una frase que define magníficamente nuestra época, Harold Bloom dice: “A la información tenemos acceso ilimitado, pero ¿dónde encontraremos la sabiduría?”.
Hay conceptos que parecen pertenecer a otras épocas, palabras que han quedado relegadas a ciertos contextos ahora casi extinguidos. Son una especie de dinosaurios ontológicos. Palabras grandes, llenas de connotaciones y significados cuya realización resulta inalcanzable. Según el diccionario la sabiduría es el conocimiento profundo que se adquiere a través del estudio o la experiencia. El sabio, sabe, tiene la facultad de poder entender y juzgar las cosas, de darles su justa medida. Sabiduría es conocer el sentido de la realidad. Es saber qué son las cosas, quiénes somos cada uno y actuar con respecto a ese conocimiento. Ya no se usa demasiado esa palabra. Si acaso decimos que alguien es inteligente, avispado, que sabe latín… Pero, ¿Cuántas personas sabias conocemos? De todas las personas que existen, ya sean conocidas o no, ¿de quién podemos decir que es un sabio/a? Y lo que es más ¿cuántos aspiramos a serlo?
Para mí un sabio es quien utiliza lo que sabe, lo que tiene y lo que es para vivir mejor, para ser más feliz, para acercarse al ideal de sí mismo, para hacer de sus días una sucesión de momentos ricos, únicos e inolvidables. Ser sabio es aprender a amar lo que nos conviene. Saber la medida de nuestras posibilidades y tener el valor y el tesón para luchar contra eso que queremos desechar en nuestro carácter y en nuestro entorno y que nos aleja del ideal. Ser sabio es conocer el mundo y conocernos a nosotros mismos. La sabiduría se adquiere, pero es cierto que hay personas que nacen más sabias que otras. Ser sabio es hacer, pensar y sentir aquello que contribuye a engrandecernos. Y para eso hay que educar y reconducir la inercia, exterminar la ignorancia, cultivar el discernimiento. Porque para encontrar algo hay que saber dónde buscarlo. La materia prima, una de las fuentes principales es la literatura. Pero ni siquiera esa palabra es lo que era. Ahora la literatura es sinónimo de entretenimiento, de evasión. Muy pocas personas creen en el poder de la literatura. Y hacen mal, porque si en alguna parte podemos encontrar sabiduría es en ese legado de incalculable valor que tenemos a nuestro alcance, pero que como la palabra sabiduría consideramos obsoleto o inalcanzable.
¿Dónde encontrarla entonces, como pregunta Bloom?
Un lugar es el teatro.
En el teatro clásico griego, por el que siento una inagotable y profunda admiración no sólo se trataba de entretener si no de educar, no sólo nos contaba una historia, sino nuestra historia. Su meta no consistía únicamente en explicar el mundo y lo divino, sino operar una catarsis en nuestro interior, hacernos ver, viendo, lograr que fuésemos capaces de comprender nuestras circunstancias observando las de los demás. Ese teatro era más que teatro, era escuela de vida, universidad y psiquiatra. Allí se aprendía cuántos problemas nos trae la ira o la envidia, se veían las consecuencias de la hybris, y por qué no debíamos creer que sólo con nuestro ingenio podíamos vencer los enigmas de este mundo. El teatro griego era y sigue siendo, porque leer a Eurípides o a Sófocles es hoy más fácil que nunca, una fuente inagotable de sabiduría. No es que la sabiduría no exista, es que no sabemos aprehenderla, retenerla, reconocerla siquiera. Hoy se puede ir muy bien por la vida sin ser sabio, ni siquiera culto. Hoy, creemos, basta con estudiar y ser espabilado. Pero yo me pregunto: basta ¿para qué? ¿Qué nos conformamos con ser?
Siguiendo la pista de ese “dónde”, muchos siglos más tarde, lo más cercano al prodigio griego lo logró Shakespeare en la época isabelina. Su teatro, como el griego, fue capaz de desmenuzar la naturaleza humana y ponerla ante nuestros ojos con una brutalidad y belleza incomparables. Shakespeare, según Harold Bloom, fue el inventor de lo humano. Shakespeare, dice, lo ha escrito todo, lo sabe todo, lo ha contado ya todo. Y es cierto que Shakespeare es un monopolio literario que ha abarcado lo que ningún escritor ha conseguido abarcar. Es inagotable porque sus obras lo son, porque las explicaciones con las que defendemos o criticamos las acciones de sus personajes son infinitas y los matices y las interpretaciones son tan variados como individuos puedan considerarlas. Al acercarnos a sus obras uno siempre tiene la sensación de que está pasando por alto algo importante, y que de ser más inteligentes, o poseer la capacidad de alejarnos de nuestra propia naturaleza, podríamos descubrir su sentido completo. Shakespeare, como el teatro griego, rezuma sabiduría. Y lo hace porque contiene mundo enteros, visiones que engloban todas y cada una de las posibilidades con que los mortales podemos encontrarnos. Es un diccionario de humanidad. En sus obras están reflejados todos los horrores y bellezas, todos los miedos y faltas que podemos cometer. Leer a Shakespeare es acceder a un pozo sin fondo de misterio, donde nunca llegamos a agotar el sentido.
Si necesitamos pistas por ahí podemos empezar a indagar sobre la sabiduría. Si queremos conocer el mundo y conocernos, si queremos incluso pasar un buen rato, descubrir personajes únicos y eternos, seres perfectos en sí mismos a pesar de sus errores y pasiones, Shakespeare, Eurípides y Sófocles están ahí desde hace siglos. Nos han dado todo lo que sabían para que hagamos uso de ello. Es nuestro deber aprender a determinar qué es valioso. No podemos dejar que la capacidad de reconocer la sabiduría se pierda en nosotros. Tenemos que esforzarnos por mantener vivas ciertas palabras porque no podemos permitir que se extingan. Como seres humanos me parece más peligroso dejar morir ciertos conceptos e ideales que ciertas clases de plantas o animales. La selección de las especies ha destruido miles, millones de plantas y animales a lo largo de la historia antes de que llegáramos nosotros. Pero dejar morir un concepto como la sabiduría, relegarlo al recuerdo como un trasto que pertenece al pasado y que ya no nos concierne me parece mucho más grave. Es en cada uno de nosotros donde esas palabras tienen posibilidad de continuar vivas. La responsabilidad es individual y el esfuerzo también lo es. Puede que no logremos ser sabios pero debemos intentarlo. Somos el hábitat perfecto para que ciertas palabras florezcan y prosperen. Su extinción o preservación depende de nosotros porque ningún otro ser vivo puede cultivar esos conceptos. Somos huertos de grandeza y debemos regarnos con aquello que la grandeza requiere.