Los quilates de la escritura del fantasma
Por Jesús Cano Reyes.
Los ingrávidos. Valeria Luiselli. Sexto Piso (México D.F. / Madrid, 2011). 143 páginas. 15,90€.
Los ingrávidos, primera novela de la mexicana Valeria Luiselli, recoge, entre otras cosas, el eco de las voces fantasmales de Pedro Páramo. Recorrer los senderos de Rulfo y mantener la estatura de escritor es una de las empresas más arriesgadas en el sereno oficio de trabajar las palabras, y Valeria Luiselli sale indemne, probablemente con unos cuantos centímetros ganados en el camino.
Dos voces diferentes construyen el texto. Por un lado, una mujer en el México de nuestros días recuerda la juventud vivida en Harlem a comienzos de la década pasada, trabajando en una editorial y obsesionada con la figura del poeta Gilberto Owen. Por otro lado, el propio Gilberto Owen, enfermo, casi ciego y abandonado en Filadelfia en los años cincuenta, rememora, ya próximo a la muerte, su vida en el Nueva York de los felices años veinte y el crack económico.
La estructura se compone de fragmentos mínimos, de tan sólo una o dos líneas en ocasiones, lo que incrementa el valor simbólico de cada escena. Así, la historia queda despojada de todo lo accesorio para ofrecer al lector casi ciento cincuenta páginas condensadas de significado, dando la impresión de que la ausencia de una sola de sus piezas fuera a poner en peligro el equilibrio del artificio. Los fragmentos de la narradora son más breves, puesto que, madre de una bebé y un niño “mediano”, su escasez de tiempo impone que todo lo que escriba sea “de corto aliento”, con “poco aire”. En cambio, Owen, prácticamente solo, puede extenderse un poco más y relatar con detalle, por ejemplo, sus encuentros con García Lorca, con quien coincidió en el Nueva York de 1929.
Esta escritura fragmentaria va acompañada de una utilización del lenguaje funcional, con abundancia de oraciones simples, lo que concuerda con la estructura segmentada. No obstante, esto no impide que el estilo se eleve y alcance momentos tan bellos como la descripción de la escena en la que la narradora sufre una intoxicación etílica y el Cántico espiritual de San Juan se desliza en sus alucinaciones:
“Pero nunca nada cae en su lugar. En el hospital pensaron que me había drogado voluntariamente. Para tranquilizarme, me dieron valium: los valles solitarios. Tal vez me morí otra vez, como me había muerto ese día en la azotea de Owen. Dormí: la noche sosegada. No sé si horas o minutos: la música callada, la soledad sonora. Cuando desperté le pedí su celular a White y llamé a mi hermana para contarle lo que había sucedido. Me explicó: tuviste un ataque de pánico. Le dije: No, me drogaron y me robaron; la cena que recrea y enamora. White me acompañó al pie de la cama hasta que me estabilicé” (p. 40).
Poco a poco, a pesar del salto temporal, las dos vidas van confluyendo y los objetos, sensaciones y pequeños sucesos de cada una se constituyen como el reverso de la medalla de la otra. En el metro de Nueva York, la narradora ve a Owen repetidas veces, pero también Owen encuentra a la mujer del abrigo rojo y ojeras hondas, a la que rápidamente siente que lo une un vínculo especial. Con una progresión cada vez más vertiginosa, los elementos y las voces van intercambiándose en un viaje secreto de un mundo a otro; mientras tanto, los personajes entran en un proceso de desaparición, adelgazándose hasta volverse casi invisibles a medida que avanzan en un proceso de escritura (salpicado de reflexiones metaliterarias) donde el mundo exterior aparece desmoronado.
Sin embargo, seguramente el mayor mérito de la obra sea que Valeria Luiselli consigue, en palabras de Enrique Lihn, “robarle unos cuantos secretos” a la muerte. Ella ha comprendido que la realidad es un niño revoltoso que no obedece las estrictas reglas científicas sobre la vida y la muerte, los inflexibles patrones espaciotemporales que pretenden explicar el mundo. Ante la constatación de una teoría fallida, la literatura de altos vuelos se despliega para ofrecer un modelo alternativo, que, quebrando la lógica de las matemáticas, se sitúa junto a la sensibilidad del hombre. Es en este mundo donde podemos entender que una persona muera muchas veces a lo largo de su vida (¿qué fue de nuestros anteriores yoes, muertos o asesinados, que escribieron la historia de sus predecesores antes de perder la batalla y pasar a ser reescritos ellos mismos?), que un árbol seco sea mucho más que un árbol seco, que los fantasmas nos habiten o que sea posible recordar el futuro.
La narradora cree escribir una novela sobre Gilberto Owen, pero acaso es Gilberto Owen quien inventa una novela sobre ella. Pensamos, desde nuestro pequeño egocentrismo, que la ruta del fantasma es de un único sentido, pero también nosotros podemos ser un fantasma para el fantasma.
(Se podría terminar esta reseña como termina “Las ruinas circulares” de Borges: “Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo”).