Los días raros
Don de Lillo escribió sobre el 11-S, igual que John Updike, Martin Amis… Parece que todos tuvieron su momento de recuerdo y análisis, mezcla de hechos y literatura. ¿Qué se ha hecho en España sobre el 11-M, siete años después de la matanza? Una serie de Telecinco. Ninguno de nuestros grandes novelistas se atreve con el tema porque sabe que le van a llover hostias. Esto es así. Nadie se toma la molestia de escribir sobre los trenes de Atocha de la misma manera que nadie se toma la molestia de decir lo que realmente piensa en una red social: sabe que le van a acribillar y no está el cuerpo para más agujeros.
Las discusiones en España no son discusiones, son peleas de borrachos en la barra de un bar. Altercados de “a mí, eso no me lo dices tú en la calle”. Intentas lanzar una hipótesis y si alguien la recoge, te la tira de vuelta a la cara. Pongamos el ejemplo de la visita del Papa, que tanto ha dado de qué hablar: primero por la cuestión económica, luego por la cuestión moral. Parece que solo haya dos opciones viables: amas al Papa y a Dios y consideras chusma anticlerical a todo el que se oponga o al contrario: odias al Papa, ese líder de pedófilos gorrones, te cagas en Dios y pides en tu muro de Facebook en letras bien grandes que ese dinero vaya a Somalia.
Los matices queden para los ingleses y ya ni eso, a lo que se ve.
Las preguntas sobre el Papa desesperan tanto como las preguntas sobre el 15-M. Explicar el 15-M es tan complicado como explicar qué demonios es la prima de riesgo o por qué la Bolsa sube y baja y sube y vuelve a bajar sin que nadie sepa exactamente qué está pasando: con una diferencia, que es que el 15-M no existe. Si alguien quiere hacer una religión de ello para elevarlo a los altares o quemar sus templos, a mí no me parece ni bien ni mal, pero conmigo que no cuenten.
Este tipo de cosas, en España, sientan mal. Decirle a alguien que su Dios no existe -o que su grupo de amigos no va a cambiar el mundo- sienta mal aunque luego le digas: “Pero me parece bien que vuestro líder espiritual venga a Madrid si eso os hace felices” o aunque les insistas: “Aunque no cambiéis el mundo, aunque no consigáis vuestro sueño de cambiar el mundo en cada decisión que tomáis, os voy a seguir queriendo igual”. Esa parte ya no se oye.
Por ejemplo, yo estoy escribiendo esta columna y ya anticipo el palo que me va a meter Jorge Díaz porque a él le gusta más cuando hablo de mí y no cuando me meto en líos.
Voy a darle una alegría a medias, porque no sé si esto es algo realmente personal: llevo unos días enclaustrado en un chalet de la Sierra de Madrid. Es el chalet de mis padres. Si las cosas siguen por este camino todo lo mío va a ser en realidad “de mis padres” y si tiene que ser así, no será ningún drama. Aprovecho la soledad –buscada- para leer mucho. Por ejemplo, ahora, estoy con la autobiografía de Martin Amis, escrita hace doce años, con los desajustes que eso provoca.
Me resulta curioso el tipo de escritor –no solo Amis pero también Amis- que cuando le pasa algo en la vida recuerda un libro o un pasaje de un libro o incluso es capaz de presumir de su capacidad para citarlo de memoria. Yo de memoria solo cito alineaciones y resultados, pero, por muy fanático que sea, cuando me rompen el corazón no me digo a mí mismo: “No pasa nada, esto es como el Valencia-Las Palmas de la temporada 1988/89 que acabó 2-0 con goles de Fernando”.
No, eso no es así. Cuando me rompen el corazón me acuerdo de todas las veces anteriores que me han roto el corazón y me hundo en la autocomplacencia, que es algo que todo el mundo debería hacer más a menudo y así la hostilidad hacia los demás se reduciría, porque sin expectativas no hay exhibiciones ni necesidades de medirse el pene.
A lo que iba: en mi caso, la literatura –el cine, incluso, o la estética, sea eso lo que sea- me sirve en el día a día, como cuando salgo al porche y cruzo las piernas, el periódico o el libro en la mano, posando para la historia. En los momentos realmente serios, cuando la cosa se pone peligrosa, la literatura no aparece por ningún lado. No, desde luego, la literatura ajena. Más bien sucede lo contrario: he olvidado prácticamente todos los libros que algún día leí: sus protagonistas, sus tramas y desde luego sus palabras textuales.
Pero si me los pusieras delante, sería capaz de decirte de quién estaba enamorado en el momento de leer cada uno de ellos.