Lima y limón
Por Mario Cuenca.
Lima y limón. Antonio Jiménez Morato. Editorial Regional de Extremadura, Mérida, 2010. 73 páginas. 7 €.
La palabra literatura tiene, a veces, connotaciones terribles. Evoca artificio, retórica, tramposos juegos de identidades, cuestionamientos más lúdicos que honestos. A esa noción peyorativa de la literatura se acostumbra a oponer la vida como su contrario, la vida pura, prístina, sin retórica. Y se hace valer el corolario de que la verdadera literatura se alimenta de la vida, necesita de su transfusión, como si, por cierto, ella no formara parte de la vida, habitara en una esfera autónoma e independiente a la que hubiera que transferir propiedades de esta otra. Lo demás es pose, se dice.
Esta es una creencia muy extendida. Y el propio Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) expresa en repetidas ocasiones su temor a hacer literatura, en el sentido más arriba invocado, ya desde las primeras páginas de esta novelita. Digo novelita no con afán despectivo, sino empleando la expresión con que César Aira se refiere a sus obras, esas construcciones breves e imaginativas que el argentino escribe a razón de dos, tres o cuatro por año. La declarada filiación y el gusto de Morato por César Aira tiene que revelar algo que escapa a la primera lectura. Porque, en una primera lectura de Lima y limón, resulta difícil imaginar a un autor más lejano de César Aira.
La historia es sencilla. Chico conoce chica. Tienen una relación y, como todas las relaciones, ésta termina. No hay nada excepcional en ello. Sucede todos los días y nos ha sucedido a todos. Tal vez por este motivo, los protagonistas no tienen nombre. Sólo hay él, ella, el amigo, la amiga, la hermana, etc. Apenas localizaciones concretas -sabemos que nos encontramos en Madrid-. Van a un piso. A casa de un amigo. A una fiesta en una terraza. A un bar. Se duchan. Ponen cafeteras. Discuten. Quedan con gente. Escuchan música. Jiménez Morato desmonta el orden cronológico para evocar esa secuencia amorosa a ráfagas, para que la contemplemos en los cristales rotos y esparcidos. La deconstruye -utilicemos el término tan en boga hace un par de décadas-, como si colocara sobre un cristal, para examinarlas, las piezas de “el amor perfecto y breve como un soneto de Góngora”, como reza la cita inicial de Bolaño.
Algo me desconcierta. Porque la voluntad de no hacer literatura, la honesta renuncia a la literatura en favor de la confidencia verosímil, sin presunción y sin adornos, es también literatura. Y, además, una literatura con su particular árbol genealógico, esa que consigue convertir al narrador en amigo del lector, que conquista el milagro de la empatía, como nos sucede, en otro terreno de juego, con los ensayos de Montaigne; literatura que no nos muestra las entrañas de sí misma y en la que el lenguaje se diluye, desaparece, un piano que suena con las cuerdas y las mazas tapadas, con objeto de mostrar las cuerdas del yo que narra. Y es que, en su aparente sencillez, Lima y limón esconde la destreza de su autor como si la destreza fuera algo vergonzoso, o que al menos deba enterrarse, volverse raíz y no rama. Porque nadie debería llamarse a engaño: Jiménez Morato es muy hábil. Otra cosa es que la musculatura quede oculta bajo la gabardina.
Sucede que el narrador nos previene una y otra vez sobre la falsedad de las representaciones, sobre la distancia entre la literatura y la vida. Pero hay una profunda ironía en esas prevenciones, porque la propia diferencia entre ficción y realidad es una convención, como prueba el hecho de que el protagonista no pueda escapar a los desenlaces “literarios” contra los que él mismo nos advierte -cambiar un nombre en un buzón como señal del fin de una relación, deshacerse de una planta, de los productos de la nevera que pertenecieron a la pareja…-. La percepción, la memoria, todas las facultades cognitivas humanas son una gran máquina de ficción. La vida pura, prístina, objetiva, es un cuento chino. Y si no lo es, corre también por arriba y por abajo de las terrazas, los bares, las cafeterías. Una historia de supermercados, duchas y fiestas no es más realista por ceñirse a la experiencia cotidiana de quien la escribe. Sencillamente, escoge desenvolverse en cierto nivel de realidad -esa convención, esa alucinación más o menos colectiva que llamamos la realidad-.
Qué puedo añadir. La literatura, en el buen sentido ahora, es un artefacto bendito, un dispositivo que a veces, y solo a veces, logra el prodigio de generar más vida, de añadir una corriente de ficción palpitante a lo que ya es ficción. Lo que Jiménez Morato ofrece es su propia vida, experiencias fundidas en el crisol de una ficción emocionante, directa precisamente porque sabe esconder los vericuetos por los que desemboca en la emoción, honesta a fuer de denunciar la falta de honestidad. Literatura, en fin, con la que ganas amigos.