Existencia del mundo externo y realismo volitivo
Por Miguel Ángel Bueno Espinosa.
“Si sabes que aquí hay una mano, te concederemos todo lo demás.” (Wittgenstein, Sobre la certeza, §1) Si tenemos en cuenta el aparente orden cronológico de las reflexiones epistemológicas de Wittgenstein, que empiezan con esta referencia a Moore, entonces es completamente razonable que la primera de ellas siente la base del sentido de toda la reflexión posterior: si consigues alcanzar con certeza el conocimiento de que aquí hay algo externo a ti, entonces podremos concederle veracidad a todo lo que puedas derivar de ello. Si no podemos salir de nosotros mismos, si permanecemos siempre en nuestro conocimiento encerrados idealistamente en nuestras ideas, en nuestra conciencia, entonces cualquier cosa que afirmemos carece completamente de sentido.
En este punto radica la necesidad de plantear el problema de base de la existencia de un mundo externo, así como de rebatir su contraargumento por antonomasia, el escepticismo. Se malentiende este problema si se piensa en él simplemente como la curiosidad de comprobar si los contenidos semánticos de nuestra conciencia poseen un referente externo a ella. Este hecho resulta efectivamente secundario y completamente accesorio, siempre que podamos seguir manejando esos contenidos de conciencia del mismo modo y con la misma lógica tanto si existen esos referentes externos como si no. Se trata por el contrario de comprobar si existe realmente algo que podamos conocer con sentido, si existe algo que pueda servir de contenido material de todos los procesos epistemológicos de los que somos capaces. Las cuestiones epistemológicas acerca de la verdad o falsedad de nuestros conocimientos, o del método a seguir para conocer ciertamente algo, carecen completamente de sentido y legitimidad si se carece de un contenido de conocimiento que vendría a cumplir esas cuestiones formales. ¿De qué nos sirve la lógica, si no podemos aplicarla a nada? Toda nuestra capacidad racional pierde su fuerza y su utilidad, su esencia y su razón de ser, si no posee un contenido sobre el que desplegarse.
Por eso, el problema del mundo externo, que se enfrenta al escepticismo como contraargumento radical de todo sistema filosófico, se erige en la cuestión fundamental de cualquier planteamiento filosófico que pudiera venir después a describir y a estructurar determinada dimensión de la existencia humana y a argumentar acerca de ella, porque el escéptico vendría a dudar, no de la verdad de un contenido de conciencia concreto, sino de la misma sinceridad de lo que se aparece, de la posibilidad de verdad de la verdad misma.
Ante el escepticismo, la única opción de nuestra capacidad racional es la defensa y argumentación de un planteamiento realista capaz de sostener un origen real de nuestros conocimientos, al menos de la base de estos, y, con ello, capaz de sostener la posibilidad de un conocimiento verdadero. Un conocimiento que se hace verdadero a sí mismo puede igualmente hacerse falso con la misma facilidad, por lo que requerimos, finalmente, de una instancia trascendental que nos permita directamente iniciar un camino de conocimiento cierto y desechar los infinitos otros caminos posibles como falsos. Si sostenemos, con gran parte de la filosofía moderna y contemporánea, que la primera verdad indubitable que puede alcanzar nuestra capacidad racional es la verdad del cogito “pienso, luego existo”, y que todo nuestro conocimiento de la realidad se levanta sobre esa verdad desde la certeza pragmática de que todo aquello que conocemos, los contenidos materiales de nuestra conciencia, poseen existencia efectiva, verdadera, entonces necesitamos encontrar la base genética que aporta esa verdad indubitable al cogito y que fundamenta adecuadamente la certeza pragmática.
El realismo epistemológico de corte volitivo presenta, a este respecto, no sólo la gran ventaja de aportarnos esa base sin la cual todo nuestro conocimiento carece de sentido, sino que además es capaz de mostrarnos genéticamente en qué punto podemos localizar esa base, y de qué modo debemos desarrollar nuestro conocimiento de la realidad a partir de ella. Así, partiendo de una concepción del ser humano como un ser esencialmente pulsional o volitivo que antes de poseer una voluntad plenamente formada y deliberativa presenta ya una serie de impulsos volitivos tendenciales que le exigen desplegar una pragmática concreta, el realismo volitivo encuentra en la noción de resistencia de algo externo a esas pulsiones intencionales que abren nuestra conciencia a la realidad el punto de inicio de nuestro contacto con el mundo que rompe la inmanencia radical de nuestra conciencia y comienza a aportarle una base trascendental de sentido a determinados conocimientos frente a otros. Gracias a la noción de resistencia de algo externo, el sujeto, que antes estaba radicalmente concentrado en sí mismo, sin ser capaz en ese estado de ser consciente incluso de su propio conocimiento, encuentra algo externo a él que se le opone, que se le enfrenta, que resiste a su impulso tendencial y penetra en la inmanencia de su conciencia como un elemento externo que exige una respuesta diferente.
Según el realismo volitivo, el tacto es el sentido que hace posible que juzguemos como propias de cuerpos externos ciertas sensaciones que, de lo contrario, nunca llegarían a obtener lo que podríamos denominar como «extensividad», nunca llegarían a ser concebidas por nosotros como objetos de experiencia y de conocimiento. Ideas como las de cuerpo o extensión no surgen analíticamente desde otras, ni se encuentran a priori en nuestra mente, sino que su origen es pragmático, surgen de nuestra propia pragmática operativa, a condición de ella y a través de ella. Esto no implica, empero, que a través del tacto conozcamos el mundo externo directamente, la cosa en sí. Cuando analizamos el modo como percibimos la resistencia que los cuerpos externos ofrecen a nuestro desenvolvimiento operatorio comprobamos que es justamente la referencia externa sin respuesta inmanente que posee la sensación táctil en virtud de esa resistencia de lo externo lo que nos mueve a pensar que la causa de esa referencia existe fuera de nosotros. La noción de resistencia, estrictamente, sigue siendo una sensación más de nuestra mente; y, sin embargo, su localización como elemento trascendental de nuestro conocimiento supone ya una limitación de la duda escéptica y una fundamentación de la creencia pragmática que nos permite conocer la realidad, ya que desde ella se comprueba que el origen del par sujeto-objeto, del yo que es consciente para sí y del mundo externo que ese yo experimenta como resistente a sí, es radicalmente empírico, hasta el punto de que ya no es posible plantear la duda escéptica: la misma experiencia que me indica que hay mundo externo me enseña que no puedo dudar de ella sin dudar a la vez de la experiencia en la que me siento a mí mismo, sujeto de la duda, que, por tanto, la hace posible como tal. Si la sensación de resistencia es la que produce una quiebra en la inmanencia radical de la conciencia idealista y genera de un modo «bilógico», a la vez, el surgimiento del yo que piensa y de su contenido de conciencia como objeto de ese pensamiento, entonces dudar de la existencia del mundo externo que queda revelada en esa resistencia implica anular nuestra misma existencia como sujetos. Es en este sentido en el que la verdad de nuestra existencia afirmada en el cogito escapa a la duda escéptica cuando se la fundamenta en la evidencia primera y más radical de mi existencia frente al mundo.
El análisis genético de la experiencia con sentido revela así que la sensación táctil de resistencia es el punto de anclaje de la razón, la condición del pensamiento con sentido, que nos permite tratar con las sensaciones de nuestra mente como si éstas estuvieran producidas por cuerpos externos a nosotros con los que poder operar. De este modo, aporta un contenido material a nuestro conocimiento susceptible de ser considerado como verdadero. Por lo tanto, la misma sensación de resistencia presenta en nuestro edificio epistemológico un estatuto diferente al resto de las ideas a las que aporta «extensividad», a pesar de ser una idea exactamente igual a ellas, residiendo esta diferencia no en las características psicológicas de la sensación de resistencia, sino en la función lógico-estructural que desempeña en nuestra mente y en nuestros razonamientos. Lo que nos permite dar el salto desde la noción de resistencia a la idea de ente externo no es una deducción lógica, es una inducción pragmática, una creencia. No poseemos la verdad de la existencia del mundo externo desde el momento en que experimentamos la sensación de resistencia, sino que creemos en la verdad del mundo externo desde ese momento. Nuestra misma capacidad de juzgar y dudar se levanta sobre la sensación trascendental de resistencia, todo nuestro edificio conceptual se levanta sobre la certeza preracional que aporta la sensación trascendental de resistencia, hasta el punto de que la misma duda escéptica requiere de la certeza pragmática en el mundo externo para poder ser planteada y mantenida consecuentemente.
En este punto podemos comprobar, finalmente, en qué medida el realismo volitivo desarrollado por Condillac puede funcionar como una fundamentación de teorías metafísicas, éticas o estéticas desarrolladas con posterioridad. La noción de resistencia nos indica algo de los entes más allá de su mero carácter pragmático: más allá del hecho de que permiten nuestro comportamiento con ellos, los entes son, desde su primera manifestación, una capacidad de resistir a mi tendencia, de oponérseme. En la misma experiencia trascendental de la resistencia del mundo externo que posibilita nuestra creencia pragmática en su existencia se encuentra la primera inducción metafísica: lo que concebimos como cuerpo externo es, al menos, aquella fuerza constatada en la resistencia, que resulta suficiente como para oponerse a la volición que nos hace descubrirlo. Si experimento la volición que arrastra mi vivencia intencional como una pulsión que me abre hacia lo externo, en esa apertura experimento al cuerpo externo como una fuerza capaz de resistir mi pulsión, de oponerse a ella y de detenerla en el límite en el que ambos nos encontramos y nos reconocemos como opuestos. De este modo, tenemos que la certeza pragmática, no en sí misma considerada, sino fundamentada en la sensación trascendental de resistencia, es capaz de aportar, cuanto menos, una afirmación metafísica, de la cual puede seguirse, por supuesto, todo un sistema conceptual metafísico, así como una teoría ética y una estética. El logro conseguido en el análisis genético de la certeza pragmática, buscando su fundamento y su condición de posibilidad, no sería así, en absoluto, despreciable, por mucho esfuerzo intelectual que pudiese conllevar sacar de él todo su potencial filosófico.
El realismo volitivo que hace posible el análisis genético de la experiencia con sentido nos permite, por lo tanto, llevar a cabo tres grandes tareas. En primer lugar, nos permite alcanzar una primera ‹‹verdad›› indubitable, un principio, tan firme como nuestro limitado entendimiento es capaz de obtener, del que partir en la construcción de todo un edificio epistemológico, a saber: la ‹‹verdad›› de mi existencia y de la del mundo externo a partir de la noción trascendental de resistencia. En segundo lugar, y como consecuencia de ello, nos permite limitar la duda escéptica, no siéndonos ya posible dudar de la sinceridad de lo que se nos aparece desde el momento en que esa misma duda sólo puede ser planteada si antes me reconozco a mí como un sujeto efectivamente existente capaz de formularla, reconocimiento que exige, a la vez, el reconocimiento del mundo externo al que me opongo y en cuya oposición soy consciente de mí mismo, siendo ese mismo mundo externo aquél al que la duda no me permite tener acceso. Por último, el realismo volitivo nos ofrece el acceso conceptual a teorías metafísicas, éticas y estéticas antes vedadas, desde la experiencia radicalmente originaria de lo otro como una fuerza capaz de oponerse a mi fuerza volitiva intencional o, en concreto, a cierta dirección de ésta.
Quizá la línea de investigación que, desarrollada a partir de esta fundamentación epistemológica del realismo volitivo, puede ser considerada como principal sea la que se centra en el campo de la ética. En efecto, tener constancia de que los otros seres humanos con los que nos relacionamos a diario se presentan ante nosotros en primera instancia como un elemento que se resiste a nuestro trato y que impone ciertas limitaciones a nuestro despliegue práctico y a nuestros deseos, hasta el punto de que ambos nos constituimos como sujetos éticos en el límite en el que nos oponemos y resistimos, supone el punto de partida de una investigación ética capaz de encontrar el sentido real, verdadero, de las relaciones éticas, sin imponerle a éstas exigencias racionales que no se derivan de sí mismas, así como de aprehender, analizar, explicar y fundamentar los valores morales adecuados para una existencia ética que se despliega desde la resistencia que los individuos oponen entre sí en su trato. De este modo, en el futuro, partiendo de la base teórica que aporta una fundamentación epistemológica del realismo volitivo de este tipo, podemos llevar a cabo una investigación que reúna las principales notas de las distintas corrientes éticas, buscando reelaborarlas desde el nuevo enfoque que supone el realismo volitivo como estructura fundamental, para así obtener una doctrina ética original que recoja los elementos teóricos más importantes de estas corrientes éticas y que a la vez sea capaz de responder más fielmente a la realidad existencial humana que ésta desde los requisitos formales del realismo volitivo.