El dolor de todas las cosas
Por Gonzalo Muñoz Barallobre.
“Cuando desde un punto elevado cualquiera contemplamos un paisaje, todo nuestro ser está dispuesto a atribuirle belleza y perfección. Es preciso que por medio del análisis comencemos por destruir la poderosa unidad de este cuadro, para acordarnos de que en esas chozas, reposando pasivamente en el flanco de la montaña, viven hombres infelices y agobiados de cuidados, que acaso haya detrás de esta pequeña ventana entornada un enfermo que soporta los más terribles sufrimientos; que bajo las cimas de lejano bosque, agitadas por el viento, aves de rapiña desmenuzan a su víctima palpitante”
Historia del materialismo, A. Lange.
No dudo que haya otra manera de analizar, una más fría, pero yo no la conozco. Para mí, y por eso siento tan mío este texto, analizar es encontrar el dolor que late en todas las cosas. Ver sus fisuras, sus goteras y sus heridas. Pero éste parece ser el designio del filósofo. Introducir la mirada en la carne de lo real conduce a una certeza: la vida es un incendio a cámara lenta. Y uno está en medio, y basta detenerse, aunque sólo sea una vez y durante un breve segundo para caer en la trampa, y ya no se vuelve a ser el mismo, y por mucho que uno quiera ya no puede introducirse en la corriente en la que nadan los demás como si nunca hubiera visto lo que ha visto. Esta trampa sólo deja salir a cambio de dejarnos envenenados para el resto de nuestros días. Y entonces, mirar un paisaje es descomponerlo en un mosaico de sufrimiento, y cada una de las teselas se clava en nuestro espíritu hasta hacerse propia. Un ejercicio de empatía que es fácil de entender si se comprende que todos compartimos la misma herida, que todos somos hijos de la misma madre, una madre generosa que no se ahorra ni una gota de dolor.
Es sabido, hay varias obras que lo testifican, que al filósofo, o a cualquier otro investigador de la existencia se le instala en los huesos una melancolía que ya no se le va, y desde entonces toda su enseñanza sólo tiene un objetivo: aprender a convivir con ella. No conozco a ningún pensador que crea que puede sacudírsela de encima. Uno se convierte en jardinero de su tristeza y empieza a mirarla con ternura y a encontrarla terriblemente bella, e incluso dulce y protectora. Y se convierte en la mejor manera de digerir lo real. El círculo se cierra y se paga a la vida con su misma moneda: tristeza a la tristeza. Y uno alcanza una lucidez desfragmentadora capaz de reventar toda unidad y toda armonía. Las partes aisladas confiesan la verdad que juntas intentaban esconder. La apariencia ha sido vencida. Y así, en lugar de entender la verdad como la entendían los antiguos griegos, como aletheia, como desocultamiento, nosotros la entenderemos de una manera más agresiva y violenta: como rotura, como desmembramiento o, como ya hemos señalado, como desfragmentación. Así, investigar lo real es hacerlo naufragar, romperlo en pedazos, obligarlo a que deje de funcionar como a primera vista se muestra, porque toda esa armonía, toda esa unidad es sospechosa y esconde, por el bien del Todo, el dolor individual, único e irrepetible de las partes, y es su versión la que queremos escuchar. De su confesión extraeremos un principio correoso: el dolor que late en todas las cosas carece de justificación. Con él tocamos el fondo de la existencia, un fondo con tacto de festín caníbal. Descubriremos que sólo somos una víctima palpitante más entre las fuertes y afiladas garras de una gran ave de rapiña. ¿Y quién es ella? Ella es el Absurdo. Y el único consuelo que podemos encontrar es saber que no estamos solos, que es un Absurdo compartido. Y del intento por reforzar ese consuelo nace toda cultura, toda civilización, en palabras de Cioran, “esa horda jadeante y trágica”.