Sobre el suicidio en la era tecnológica. "¡Morir… dormir, no más!"
Por Carlos Javier González Serrano.
Con la venida a la vida, el hombre parece introducido «… en un reino de felicidades y no es sino un cautiverio de desdichas; que cuando llega a abrir los ojos del alma, dando en la cuenta de su engaño, hállase empeñado sin remedio, véese metido en el lodo de que fue formado: y ya, ¿qué puede hacer sino pisarlo, procurando salir dél como mejor pudiere? […] Ninguno quisiera entrar en un tan engañoso mundo y que poco aceptaran la vida después si tuvieran estas noticias antes». Así comenzaba Gracián la “Crisi Quinta” de su Criticón. La lógica de la vida nos es dada de antemano, pero… ¿hay que vivir? A través de este breve texto presentaré al suicida como aquel que rompe con tal lógica, como el hombre o mujer que dice “no” al deber de vivir. ¿Hemos de vivir por mor de una suerte de obligación (lex naturae)? ¿Existe un imperativo social que funcione como límite coercitivo para aquellos que piensan en el suicidio? ¿Es la vida el bien supremo?…
Comencemos por aclarar el concepto de “lógica de la vida” de la mano de J. Améry. En Levantar la mano sobre uno mismo (Pre-Textos: Valencia, 1999) el autor escribe que «quien busca la muerte voluntaria se escapa […] a la lógica de la vida». Así, podemos distinguir, por el momento, entre “suicidio” y “muerte voluntaria”. A Améry no le agrada hablar tanto de lo primero como de lo segundo. La muerte voluntaria se enmarca en la consecución de un acto libre: somos nosotros mismos quienes “levantamos la mano” -valga la redundancia- sobre nosotros mismos. Incluso si acudimos a los conceptos que el autor emplea en alemán, observamos cómo sustituye el vocablo “Selbstmord” por el de “Freitod”: el primero se refiere al autoasesinato, mientras que el segundo indica una muerte libre, y por ello, voluntaria. Estos datos nos permiten preguntarnos: ¿a quién pertenece nuestra vida?
Por otro lado tenemos a aquellos que se ciñen a esperar a la muerte (lo que, se dice, es una muerte “natural”), en contraposición a los que la buscan intencionadamente. A este respecto leemos un texto muy bello del mismo Améry: «en el sentido más extremo, y por ello verdadero, [el suicida] vivió en el momento de saltar. De este momento hay que hablar y volver a hablar, es el alfa y el omega del problema. Lo que en él sucede es manifiesto. La muerte, con la que tenemos que convivir en cualquier caso a medida que envejecemos, la que crece en nosotros […] es atraída por alguien violentamente hacia sí mismo. […] Quien ha de morir se halla en estado de responder a un destino, y su réplica consiste en miedo o valentía. El suicida, sin embargo, habla por sí mismo. Dice la primera palabra». Pero, ¿hasta qué punto podemos hablar de que el suicida toma la iniciativa frente a un acto que, podríamos decir, empuja a su voluntad a ejercer lo que Améry defiende como un derecho propio?
Este autor que, no olvidemos, estuvo recluido en los campos de concentración de Buchenwald y Auschwitz, se propone contrastar el absurdo de las leyes sociales o naturales con la intención (¿libre?) del suicida, que precisamente rompería con aquéllas. Aparece ante nosotros un problema de gran calibre: ¿cómo comprender al suicida fuera de su circunstancia? Muy acertadamente escribía A. Schopenhauer en el Capítulo 57 (Libro IV) de El mundo como voluntad y representación que «… al igual que en el conocer, también en el sentimiento del sufrimiento o del bienestar habría una parte muy grande que sería subjetiva y estaría determinada a priori […]. [N]o podemos indicar ninguna desdicha que fuera lo bastante grande para inducir al suicidio a cualquier carácter con mucha probabilidad, mientras que otras lo han causado a pesar de ser comparativamente muy pequeñas». Vemos al propio Améry sumergido en esta cuestión sin poder más respuesta que ésta (las leyes psicológicas, digamos, no son suficientes para explicar la acción del suicida): «No puedo dejar de insistir en que con tales consideraciones, y a pesar de algún eventual guiño psicológico, nos situamos extramuros de la psicología; de ésta ya se ocuparán los expertos. El acto del salto definitivo, aunque aparezca lleno de impulsos psicológicos, es inaccesible a un examen de este orden, ya que rompe con la lógica de la vida y por ende de la psicología». Desde luego que la Psicología, como ciencia empírica, no puede hacer frente a ciertos procesos, digamos, no tangibles que ocurren en nuestra psiquis. Sin embargo, no dejo de sentirme algo inquieto y decepcionado con la explicación que Améry nos ofrece sobre el proceso en el que el suicida se ve envuelto.
Cabe preguntarnos paralelamente (en vista de las palabras del pensador), si el suicida desea ser o no comprendido. Por una parte, Améry reniega de la sociedad («no me doblego ante un deber que se me impone angustiosamente desde fuera como ley de la sociedad y desde dentro como lex naturae, ley que, sin embargo, ya no quiero seguir reconociendo»), y por otro se permite recriminarla por no hacerse cargo del ser humano («es la sociedad quien mide las proporciones»). Así las cosas, cada cual se encuentra en una circunstancia personal e intransferible que no puede ser explicada a los otros. ¿Cómo escapar de este solipsismo al que ni siquiera (explicaba Améry) las “leyes psicológicas” pueden hacer frente? Schopenhauer seguía la palabras antes citadas de esta manera: «… la medida de nuestro dolor y bienestar en su conjunto está subjetivamente determinada para cada momento, y con respecto a ella ese motivo externo de aflicción sólo es lo que para el cuerpo un vejigatorio […]. Una vez que se le ha dejado sitio, ese material comparece al instante y ocupa el trono de la inquietud dominante del día», lo que recuerda a lo que Platón denominó el “grado de humor contentadizo o díscolo” en que uno esté. Así, y de nuevo, ¿cómo puede hacerse entender el suicida, y después, cómo podemos comprenderle fuera de su circunstancia?
También nos enfrentamos al dilema de los problemas personales: ¿quién escapa del sufrimiento? Recordaré, en honor a la memoria, aquellas palabras de Hamlet… (Acto III, escena I): «¿qué es más levantado para el espíritu: sufrir los golpes y dardos de la insultante Fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades, y haciéndoles frente, acabar con ellas? ¡Morir, dormir, no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! ¡He aquí un término de votación apetecible! […] ¡He aquí la reflexión que da existencia tan larga al infortunio!». ¿Soportar o acabar con los sufrimientos? ¿Qué fin posee la vida? Y, la pregunta más relevante, ¿qué lógica de la vida no arremete contra ella misma?
La vida es, en general, una tragedia. Sin embargo, como explica Schopenhauer, «nuestra vida tiene que contener todas las desgracias de la tragedia sin poder mantener una sola vez la dignidad de los personajes trágicos, sino que en los detalles de la vida nos toca hacer el papel de necios bufones». Sólo cambian los personajes… Nada más. Las escenas de la vida se repiten en una persona tras otra, en generaciones y generaciones, que no dan paso sino a la historia de la calamidad humana. En este sentido, ¿no acaba el suicida domeñado por la propia contradicción que se da en la misma lógica de la vida (tener que morir)?
Améry riza el rizo cuando explica que los que eligen la muerte voluntaria no se doblegan ante el deber de vivir, puesto que la vida no es el bien supremo. El “salto” (ver el texto más arriba citado) se halla repleto de sentido para el suicida. No encuentro en qué se diferencia la lógica de la vida y tal sentido que el suicida encuentra en su acto. Ambos movimientos llevan en sí el despliegue de un acto libre, y por tanto, la búsqueda de un sentido unitario. Encuentro dudoso el mérito que Améry atribuye al acto de la muerte voluntaria: permanecer vivo (y por tanto, esperar la muerte) es tan valiente y cobarde como llevar a efecto la muerte de uno mismo. En mi opinión, tales instancias están más allá del bien y del mal (si no topamos con la Iglesia, claro).
Además, ¿en quién hace más mella la noción de “deber”, si la consideramos como un mero imperativo: en el que vive o en el que se suicida? Lo poco claro de la argumentación de Améry cobra un carácter opaco y definitivamente oscuro –siempre a mi juicio-, cuando explica que la muerte se vuelve vida para el suicida («de este modo la muerte se torna vida, así como la vida desde el nacimiento es ya morir. De pronto, la negación se torna positividad»); y sin embargo, ¿qué soluciona el pensador explicando que la muerte se torna vida, si es de ésta precisamente de quien se huye? ¿A qué tipo de “positividad” se refiere? En paralelo, y si por tan superadas se dan en el suicida las convenciones sociales y las leyes psicológicas, ¿por qué la constante llamada de Améry a la incomprensión de la sociedad que sufre el que levanta la mano sobre sí mismo?
Termino con Camus…: «Cuando las imágenes de la tierra se aferran con demasiada fuerza al recuerdo, cuando la llamada de la felicidad se hace demasiado apremiante, entonces la tristeza se alza en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, es la propia roca. Una angustia inmensa es demasiado pesada de llevar. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes desaparecen al ser reconocidas» (El mito de Sísifo, Alianza: Madrid, 2006).