Un viaje a la literatura africana
Entrevista al escritor Donato Ndongo
Autor: Johari Gautier Carmona
Tras la celebración de los 50 años de las independencias de algunos países africanos, entrevistamos al autor de una de las obras más importantes de la literatura africana en lengua española: Donato Ndongo. Su obra “Las tinieblas de tu memoria negra” (Ed. El Cobre) ––publicada por primera vez en 1984 y finalista del premio Sésamo–– ha tenido un notable éxito en España y ha sido reeditada en numerosas ocasiones. En ella se describe una gran parte de los elementos más característicos de la identidad ecuatoguineana así como algunos de las problemáticas que atraviesa el continente subsahariano.
¿Cómo surgió la idea de tu novela y en qué te inspiraste para escribirla?
Surgió tras mi primer viaje a Guinea después del golpe de Obiang contra Macías, en octubre de 1979. Había salido catorce años antes, durante el período autónomo, y el reencuentro fue traumático: encontré un país devastado, habitado por espectros, seres humanos que habían perdido tal cualidad. Me pregunté qué nos había llevado a tal grado de deshumanización, donde la vida humana no tenía valor alguno. ¿El colonialismo fascista? ¿Un catolicismo tridentino impuesto a machamartillo, como “Única Verdad” sin posibilidad de reflexión? ¿Nuestros valores ancestrales, muchos de ellos caducos, reimpuestos tras la independencia, sin reflexión alguna sobre cuáles convenía rescatar y cuáles debían desaparecer? Eran muchas preguntas, vitales para mí, para intentar comprender cuanto había sucedido durante aquella terrible tiranía. Por eso Las tinieblas de tu memoria negra no es sino un ejercicio catártico, un buceo por las profundidades del alma del guineano, un intento de hallar respuesta a tanta angustia como la que sufrimos entonces y sigue atormentándonos todavía hoy.
El título recuerda la novela de Joseph Conrad pero también un poema de Leopold Sédar Senghor que indicas al inicio del librio. ¿Cómo se te ocurrió?
No pensé en Conrad para escoger el título de mi novela. Es más, cambié de título varias veces, hasta encontrar el definitivo. Para comprenderlo y que adquiera todo su sentido, deben leerse de corrido los versos de Al-Bayati y de Senghor que figuran en el frontispicio de la obra.
La novela gira en torno a la experiencia de un joven ecuatoguineano que, en los tiempos coloniales y después de optar por el sacerdocio, decide emprender otra carrera. ¿Consideras que es una forma simbólica de oponerse a los designios de la metrópolis española en aquel entonces?
En el tiempo histórico en que transcurre la acción de la novela, hubo muchos guineanos que recorrieron ese camino: entrar en el seminario –Banapá o Biapa- con la idea de ser sacerdote y abandonar después los estudios eclesiásticos por una carrera civil. Eso está en el origen mismo del nacionalismo guineano, que no se entendería sin tener en cuenta el papel ejercido por Atanasio Ndongo y Enrique Gori –por ejemplo-, ambos exseminaristas. De modo que hubo una generación de guineanos que descubrió en el seminario no sólo sus raíces, sino su situación en el mundo, y decidieron servir a su país desde otra profesión. Naturalmente que esa mutación fue parte de la rebeldía anticolonial, y no hice sino recoger y reflejar en mi libro esa importante toma de conciencia que no sólo transformó las vidas individuales, sino la historia de nuestro país. Por otra parte, el seminario fue durante mucho tiempo la única opción para los guineanos con ganas de estudiar, y el sacerdocio se presentaba como la única manera de igualarse a los blancos, dicho sea sin ánimo de prejuzgar la vocación sincera de muchos.
Una de las explicaciones que da este joven al sacerdote español que lo instruye es que “África no necesita únicamente sacerdotes y que apenas hay médicos, ingenieros…” ¿Crees que la situación sigue siendo la misma 40 años después de la independencia? ¿En qué ha cambiado?
La situación sigue igual. La mayoría de los guineanos que salieron fuera para estudiar permanecen en el exilio, y los que han regresado malviven en un exilio interior. Los regímenes dictatoriales que nos oprimen desde nuestra independencia, hace casi medio siglo, desprecian el saber y ensalzan la ignorancia. Con Macías y con Obiang, el guineano culto, y que quiere vivir de la profesión liberal adquirida a través del estudio, es despreciado. Los más ignorantes ocupan los puestos de dirección del país. Para la juventud actual, el referente, el ejemplo, no es el abogado o el ingeniero, sino los que se parten las manos aplaudiendo al dictador: éstos van en coches imponentes, tienen las mejores chicas, son ministros o secretarios de Estado, tienen dinero…, mientras el médico va a su trabajo a pie, bajo la lluvia. ¿Qué estímulo encontrar en el conocimiento? Ése es el mensaje: no merece la pena pasar décadas aprendiendo una profesión, si puedes vivir mejor con sólo aplaudir al “jefe”.
El padre y el tío del joven ecuatoguineano parecen simbolizar la división que puede existir en las sociedades africanas. El padre ha abandonado la tradición para adoptar los conceptos europeos del modernismo occidental mientras que el tío se muestra como el defensor de la cultura tradicional. ¿Sigue siendo de actualidad esta división?
Es uno de los debates permanentes en África. Para unos, hay que rechazar cuanto venga de fuera y abrazar todo lo “auténticamente africano”; para otros, todo lo tradicional es retrógrado, obsoleto, símbolo de mentes ignorantes, poco evolucionadas. Tanto en la política, como en la literatura o en cualquiera de las otras ciencias sociales, el debate subsiste, y no finalizará hasta que los africanos comprendamos que es un debate falaz, falso, pues ambos conceptos no son antitéticos.
¿Existe una posible reconciliación entre estas visiones alejadas?
Acabo de decirlo. Si no existe antítesis, es que son conceptos que pueden imbricarse, ir de la mano, en una síntesis armoniosa. El africano actual no tiene por qué vivir como su abuelo o bisabuelo, que no conocieron la noción de la velocidad ni utilizaron más medio de transporte que sus pies; luego su conocimiento del mundo, de la realidad, era muy limitado. Pero los actuales africanos necesitamos también tener nuestra propia personalidad, mostrar nuestra identidad, pues no somos ni suecos, ni japoneses, ni mexicanos. Afirmar nuestra africanidad requiere conservar nuestros usos y costumbres, dar al mundo –y no recibir siempre- la impronta de nuestras culturas específicas. El dilema es qué aprovechar de la cultura moderna, que tiene también aspectos perniciosos, y qué desechar de nuestras tradiciones, algunas de ellas ya inservibles en este siglo en que vivimos.
La imagen del misionero español se compara en algunas ocasiones con una figura celestial: “un ser enviado por Dios una vez al mes para anunciarnos su palabra”. Comprobamos en tu obra que el papel de la Iglesia en la colonización ha sido importante.
En alguna otra parte he hablado de que la nuestra fue una “colonización misionera”. En el aspecto formal, y con los datos en la mano, puede afirmarse que la verdadera colonización de Guinea no se inició hasta la llegada de los claretianos en 1883. En el aspecto espiritual, es claro que esos misioneros –o, lo que es lo mismo, la Iglesia católica- marcó el proceso colonizador. En muchas partes llegaron primero los sacerdotes, antes que las tropas o los comerciantes. Y eso, inevitablemente –para bien o para mal, cuestión aparte- determinó la moral y el comportamiento de los guineanos. Hubo una cierta mezcolanza de conceptos y de costumbres, de valores poco asumidos, que determinaron determinados fenómenos que aún lastran nuestras sociedades. Por eso digo a veces que estamos despersonificados, vivimos en una “tierra de nadie”, puesto que no hemos asimilado los valores exógenos, impuestos por el colonialismo y ahora por el neoimperialismo, y al tiempo desconocemos la razón profunda de nuestros ritos y de ciertas costumbres. Y eso crea un ser inseguro, incapaz de hacer frente a los retos de la existencia, que da tumbos sin saber ni dónde está, ni qué hacer, ni adónde quiere ir; y ese ser tan frágil es víctima propicia de cualquier manipulador. Creo que eso explica muchas actitudes y fenómenos que suceden no sólo en Guinea Ecuatorial, sino en el resto del África negra.
El joven protagonista describe algo que resulta difícil de imaginar: mientras estaba bajo la dominación española, Guinea Ecuatorial tuvo un pasado falangista. En las escuelas, los alumnos desfilaban el brazo en alto ante la bandera roja y gualda. ¿Qué te suscita este recuerdo?
Ese recuerdo es indeleble, no sólo para la generación del protagonista de Las tinieblas…, sino para las posteriores. Si lo único que “mamaron” quienes nos malgobiernan desde hace 43 años fue el fascismo colonial, es en cierto modo “natural” que sean déspotas. Insisto: la amalgama entre colonialismo, fascismo y catolicismo tridentino ha dado como fruto los dirigentes que tenemos, Macías u Obiang. No se pueden pedir peras al olmo. Y lo terrible es que se sigue proyectando esa misma imagen, continúan las mismas prácticas políticas, los mismos modelos educativos, los mismos comportamientos sociales, de forma que pasarán generaciones antes de borrar de nuestras mentes toda esa parafernalia y toda esa concepción retrógrada del mundo. Cualquier observador antento lo ve: Franco no ha muerto en Guinea.
En tu novela haces patente el pensamiento de la época colonial. El personaje principal (que también es el narrador) habla de los españoles como “salvadores de la anarquía y de antepasados infieles”. ¿Te resulta sorprendente que la colonización llegara a ser presentada por los ocupantes como un modo de ayudar al pueblo africano?
No es sorprendente, pues era el signo de los tiempos. Pero lo que me interesa resaltar es que, en ese sentido, el tiempo se ha detenido. Cualquier europeo –por lo general, salvo honrosas excepciones- sigue tratando a los africanos como seres “no tan iguales” a ellos. Eso se hace patente de muchas maneras: ¿cuál es la actitud del cooperante de una ONG ante la gente a la que “ayuda”? Indudablemente, de paternalismo, de superioridad. Y la noción de superioridad conlleva la de inferioridad, pues quien siempre da se siente superior a quien siempre recibe. Así es como pervive el racismo -a menudo sin que se tenga por tal-, mal que nos pese.
Hablando con el sacerdote europeo, el tío del joven protagonista responde que todas las tribus tienen sus tradiciones y “el secreto de la paz está en que cada una conserve y cumpla las suyas sin meterse con los amuletos que le protegen a los demás”. ¿Esto podría ser un discurso en contra de los efectos de la globalización y la imposición de un pensamiento único?
Evidente. Tenemos el deber de cuestionar todo dogma, todas las “verdades únicas”. Del mismo modo en que cada cual ve la vida a su manera, cada pueblo tiene sus peculiaridades, su cosmovisión, que debemos defender y cuyo respeto debemos exigir. Siendo humanos todos, un señor de Oklahoma no siempre ve la vida igual que uno de Sanghai, un tibetano o un amerindio. Del mismo modo, los africanos no tenemos por qué ser y comportarnos como los de Grenoble, Tordesillas o Sabadell. Lo curioso es que ningún africano fue jamás a otras partes del mundo a imponer nada a los demás: ni su lengua, ni su credo, ni su gastronomía, nada. Sin embargo, a nosotros siempre se nos coacciona –a menudo con suma violencia- a ser como “ellos”. ¿Podemos seguir aceptándolo sin rechistar, cuando la tolerancia, que otros acaban de descubrir, es una de las señas más prístinas de nuestras culturas?
El misionero europeo representa a veces esa tendencia occidental que busca a imponer la ayuda. En alguna conversación llega incluso a decir que “nosotros [europeos] hemos traído la civilización, curamos vuestras enfermedades, trajimos la paz…”. ¿Es este el pensamiento que sigue presente en África a través de las ONGs y otros organismos que exportan la ayuda masiva?
Lo dije antes: pocas cosas han cambiado a lo largo de los siglos; básicamente, se nos sigue tratando de la misma manera que en los tiempos álgidos del colonialismo. Puede transformarse el lenguaje –llamar “Ministerios de Cooperación” a los antiguos “Ministerios de Colonias”-, o incluso algunas de las formas –la violencia por la corrupción-, pero el fondo y los objetivos permanecen. Quiero resaltar que eso sucede por culpa de los propios africanos, que no nos hemos opuesto con contundencia y eficacia a la pérdida de nuestros valores, y estamos asistiendo casi pasivamente a nuestra degradación económica y cultural y, por tanto, política. Es cierto que el neoimperialismo tiene todas las armas, pero la Biblia nos enseña que David venció a Goliat, no por ser más fuerte, sino por ser más astuto. Y esas mismas alegorías están en nuestras culturas: en las fábulas de mi etnia fang, la tortuga siempre termina venciendo o ridiculizando al tigre.
Describes unos valores que parecen centrales en las culturas africanas: la disciplina, el respeto a los mayores, la vida colectiva. ¿Crees que estos valores pueden ir borrándose con la modernidad y la occidentalización?
Ya se están borrando. El egoísmo, el materialismo y tantos otros vicios se han enseñoreado de nuestras almas. Pero insisto: todavía existe esperanza en la regeneración, pues la metástasis aún se puede controlar. Sólo necesitamos valor para afrontar los retos de nuestra existencia, y, por supuesto, una firme voluntad de resistir para no caer aplastados bajo tanto esplendor engañoso.
¿Te identificas con el personaje principal de esta historia y la decisión que ha tomado (optar por otra carrera profesional aunque esto le implique un enfrentamiento con su familia)?
Soy escritor. Como tal, no me es lícito decantarme por ninguno de mis personajes, todos creados por mi mente. Me limito a exponer –y a proponer- determinadas situaciones desde el texto literario, con la esperanza de que interesen al lector y le sean útiles de alguna manera. Diferencio con claridad mi papel como persona y mi papel como fabulador, y procuro que ambos discurran en paralelo, sin interferirse.
¿Cuáles son tus principales influencias literarias y cuáles te han marcado especialmente para escribir este libro?
Honestamente, no creo tener influencias en mi obra. Pero todo libro –y los míos también- están determinados por múltiples factores circunstanciales: lecturas, cine, música, cultura, experiencias ajenas, vivencias propias. Pero, para decirlo de alguna manera, en todo momento procuro ser fiel a mis convicciones de siempre, adquiridas (tras muchas dudas) desde la juventud: anticolonialismo, pasión por la libertad, denuncia de todos los mecanismos de mixtificación y de manipulación. En ese sentido, puedo citar a Frantz Fanon como inspirador, y a muchos escritores: desde Chinua Achebe a John Steinbeck, de Víctor Hugo a James Baldwin, de Galdós a Vargas Llosa, Cervantes, Dickens, García Márquez, Carpentier…
Finalmente, ¿estás escribiendo alguna novela o tienes algo a punto de ser publicado?
Siempre estoy escribiendo. Mi proceso de creación es largo, dura años, aunque tardaría menos si tuviese los medios adecuados. Sin embargo, la tarea misma de escribir es breve, una vez gestada la historia en mi cerebro. Por todo ello, desconozco cuándo terminará, pero estoy cerrando la trilogía anunciada con Los hijos de la tribu.