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Ava Gardner: una condesa descalza en la corte de Franco.

Por Luis Muñoz Diez
 

Lo mejor está por venir, este es el nombre de mi columna, por lo que es fácil deducir que añoro poco o nada el pasado. No soy amigo de la nostalgia, que es el moho del alma y deja olor a naftalina, y mi peculiar manera de sentir no me permite elevar a nadie a la categoría de mito ni sus objetos a reliquia, por lo que siempre he visto a Ava Gardner como una mortal, ayudado por la diferencia de edad que no me permite ahora ver con los mismos ojos a Scarlett Johansson ni tan siquiera a Brad Pitt.

 

En mi infancia Ava vivía en Madrid, y se la podía ver por la calle. Decían que era bellísima, a mí me parecía mayor pero guapa, a pesar de los litros de alcohol que trasegaba y que no se cuidaba nada. Yo no conocí precisamente a Pandora, sino a una persona que había encontrado en el franquismo y en su élite social el cobijo  para ahogar en alcohol, de una forma opaca, su inmensa insatisfacción. Su libertad sexual tampoco la veía como tal, era alcohólica y como dice Sabina “a una hora lo que el alma necesita es un cuerpo que acariciar”.

 

La noche que no acaba (2010) es un estupendo documental, dirigido por Isaki Lacuesta y producido por la TMC. En el cartel que lo anuncia figuran dos fotos rasgadas que juntas conforman la cara de Ava Gardner. A la izquierda, el esplendor de su belleza, y a su derecha, la imagen de la actriz avejentada, pero igual de hermosa.

 

Isaki Lacuesta acota un campo, como los cirujanos, y sólo se ocupa de Ava en la época de su estancia en España. De su mano nos conduce de la posguerra hasta la transición. En paralelo, describe como las estrellas se van revelando contra las estrictas normas del todo poderoso Hollywood.

 

Ava, viene huyendo del emergente poder de los medios de comunicación y del poderoso valor de la distribución de imágenes que por primera vez llegan a todos los rincones del planeta, convirtiendo a las estrellas de cine en iconos mundiales, reconocibles desde  la India a Nueva York. El cine, era una industria joven, y para los actores y los productores una experiencia sin precedentes, hoy sólo comparable a al fenómeno que sufren los futbolistas, apenas cumplidos los veinte ven el mundo a sus pies y normalmente no saben qué hacer con él.

 

¿Qué encuentra Ava cuando llega a España? Un paisaje después de la batalla, pero ella sólo veía lo que quería ver: el decorado en el que se movía una élite, a sus anchas, ignorando una realidad desoladora. Para situarnos, en 1950 hace once años que Franco ha dejado al ejército republicano “cautivo y desarmado”, y sólo cinco que ha terminado la Segunda Guerra Mundial. Una guerra en la que murió el 2% de la población mundial de la época, unos 60 millones de personas, en su mayoría civiles. Europa temblaba y el dólar americano era un maná deseado.

 

España necesita aliados internacionales, los americanos le tienden la mano y establecen los convenios que traerán las bases a España, un balón de oxígeno económico, y lo más importante: el aval ante el mundo que significó la visita del presidente Eisenhower, el militar del desembarco de Normandía veía en Franco un buen aliado contra la amenaza comunista. Vendrían las bases a España y se rodaría cine aquí con el dinero retenido que quedó en Europa después de la guerra. Isaki Lacuesta, narra la necesidad que teníamos de ser del gusto de los americanos y hace un juego en el montaje de su documental, intercalando planos de Pandora y el holandés errante (1951), de Albert Lewin, con Bienvenido Mister Marshall (1953), de Luis García  Berlanga, en que tanto el pueblo de Palamós, Girona, como el inventado por Berlanga, en el que se ven obligados, y encantados,  a travestirse en una  recreación andaluza con sabor mexicano.

 

En el franquismo estaba prohibido informar del régimen, pero también de nada que alterase la buena imagen del nacionalcatolicismo, y esta opacidad informativa le concedió una auténtica patente de corso a Ava Gardner, y de un puñado de privilegiados que disfrutan de la noche sin límite, en salas de fiesta, restaurantes, ventas, tablaos y palacios abiertos en los que se veían amanecer aristócratas ociosos, artistas y las nuevas fortunas hechas por el régimen emergente. En este mundo, la chica que nació en Brogden (Carolina), hija de  trabajadores de las plantaciones de tabaco, encuentra un perfecto acomodo para reinar con luz propia.

 

Ava, era americana, protegida por la embajada, La Metro y amiga personal del director de la CIA en España. Era inviolable y eso le daba derecho a tocar las narices a Perón, llevarse a todos los componentes de un tablao al hotel, sin prejuicio de molestar al resto de la clientela, torear coches en el Paseo de la Castellana o levantarse las faldas y mear subida en una mesa donde bailaba sin que la echaran del local.

 

Pero, ¿Ava Gardner fue libre? No lo creo, hizo lo que pudo por hacer lo que quería. Su adicción al alcohol la convierte en un sabroso personaje para la anécdota y el disparate, pero para ella era una prisión y su libertad sexual era similar a la de cualquier artista de la época. En el documental de Isaki Lacuesta Ava está bellísima de joven y de menos joven. Es un documento válido sobre algo que ya no existe: ni España es la España de los cincuenta, ni Hollywood se rige por las mismas normas, ni los actores ocupan ese lugar central de protagonismo, ni el cine interesa ya si no es refrito por los medios catódicos o el poder de Internet.

 

Vivimos un tiempo distinto al que narra Isaki Lacusta, afortunadamente. Es como su nombre indica un documento, válido al cien por cien que echa luz sobre un tiempo y unos hechos que pertenecen a la historia, como esos bellísimos primeros planos de Ava Gardner que sin duda están ya fuera del tiempo y dentro de la magia del cine, por eso cautivó, cautiva y cautivará. Pero en la vida real, Ava Lavinia Gardner, era una granjera atrapada  por su fama y su belleza.

 

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