Haciendo amigos (13)
Por Pedro de Paz.
Memento mori.
8 de diciembre de 2004. El guitarrista Dimebag Darrell es asesinado por un fan desequilibrado durante un concierto. Al poco, los miembros del grupo Shinedown, con quienes el músico fallecido mantenía una gran amistad, le rinden tributo en un concierto interpretando en su honor la canción Simple Man de la banda sureña Lynyrd Skynyrd. El video puede verse en este enlace. Su visionado, que incluye un conmovedor discurso inicial por parte de Brent Smith, el contante, hace que se te ponga la carne de gallina y un nudo en la garganta. Pocas veces he tenido ocasión de contemplar una interpretación tan emotiva y turbadora sobre un escenario. Encontré ese vídeo por casualidad hace unos cuatro años, a los pocos días de que alguien con quien tuve el privilegio de compartir extraordinarios momentos desplegase velas e iniciase el viaje eterno. Recuerdo que no pude evitar pensar que ese vídeo era una las más bellas formas de recuerdo y homenaje que vi nunca. El homenaje a alguien realmente querido.
Ahora, mientras escribo estas palabras, estoy escuchando de nuevo la canción de ese video. No hace demasiado tiempo, el que suscribe sostuvo en su mano las dos monedas para Caronte y bordeó la frontera de ese difuso territorio en el que se pierden los amigos. Nada dramático ni traumático. Ni siquiera épico. Sucedió y punto. Pero la descarnada constatación, en toda su entidad, de que existe una realidad que siempre tendemos a observar de soslayo, con mirada ajena, y cuya inquietante proximidad nunca percibes hasta que un día se planta frente a ti, a dos palmos de tu cara, y te sonríe obscenamente, supuso para mí un punto de inflexión más perturbador de lo que jamás pude imaginar. En muchos sentidos. Es cierto que nada de lo que en verdad eres cambia sustancialmente. Las piezas de tu rompecabezas siguen siendo las mismas, pero un buen día una mano juguetona decide desbaratarlas y es a ti al que le toca recomponerlas como buenamente puedas. Y descubres que, en ese nuevo Mecano existencial, algunos fragmentos ya no encajan en el mismo lugar en el que lo hacían antes. E incluso te descubres agradeciendo a quien corresponda el hecho de que no encajen. Pero la cuestión es que esa renovada percepción de la realidad, en muchas ocasiones, también conlleva extrañas revelaciones.
Una de ellas fue la asunción palpable de que un día llegará el momento en el que lo único que quedará tras de ti será la impronta que hayas sido capaz de dejar en función de lo que fuiste y lo que hiciste. No estoy hablando de fama, fortuna y gloria. Quien me conoce bien sabe que no. Hablo de algo mucho más cercano e íntimo. Hablo de los tuyos. De las personas que tienes a tu alrededor, aquellos a quienes amas y te aman y con los que tienes la suerte de compartir este agotador viaje. Y ello te empuja a preguntarte si, a lo largo de tu vida, la esencia de lo que gestaste y ofreciste será virtud suficiente como para que alguien, alguna vez, en algún lugar, te recuerde con la intensidad, nostalgia y emoción con la que se recuerda al amigo perdido o al amor ausente. Con la añoranza con la que Brent Smith honra el recuerdo de Dimebag Darrell o con la que yo extraño y evoco en algunas ocasiones el recuerdo de mi querido amigo Jorge. Si alguna vez lograrás formar parte indeleble del recuerdo de alguien hasta convertirte en una de esas cicatrices grabadas en su alma, de la misma forma y manera que la tuya está plagada de ellas, de nombres que nunca se marcharán de tu consciencia hasta que llegue el momento en el que todo a tu alrededor se vuelva oscuro y frío. O quizá ni tras ese momento.
Cada cual tiene criterio suficiente para hacer sus propios balances. Por más que queramos engañar a los demás, jamás lograremos engañarnos del todo a nosotros mismos. Todos somos plenamente conscientes, de una u otra manera, de los límites de nuestras propias miserias. A lo largo de mi vida, he vivido fiel a mis propias reglas y códigos tratando de marcar la más justa diferencia entre lo correcto y lo incorrecto aunque no siempre terminase por lograrlo con acierto. He ejercido de soldado en batallas perdidas de antemano y, aun sabiéndolo, jamás deje de alzar la espada en ningún momento si la causa era justa. Siempre que ha estado en mi mano he ayudado a todo aquél que lo ha pedido, he estado ahí para el que lo ha necesitado, muy pocas veces en mi vida hice daño a alguien a sabiendas, he procurado hacer feliz a todo aquél que ha significado algo importante para mí y he amado y odiado con rotunda intensidad sólo a quienes realmente he creído que lo merecían. Me gustaría suponer que la aparente honestidad que pudiese subyacer tras esos planteamientos debería ser motivo suficiente para que alguien, alguna vez, en algún lugar, pudiese recordarme cuando me haya marchado. Pero, al fin y al cabo, es el tiempo el que suele acabar concediendo o denegando razones. En este caso, también. Así que no queda sino esperar. Y, mientras tanto, desear no equivocarte. Porque no podrás regresar para corregirlo. Nadie regresa.
Parque Coimbra, julio de 2011