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La insoportable levedad de ser actor

Por Luis Muñoz Díez.

En la película Ludwig (1972), de Luchino Visconti, el rey loco, Luis II de Baviera, invita a un actor a uno de sus castillos. El actor, conocedor de la homosexualidad del rey, se siente halagado y abrumado por el lujo y por la presencia del rey, y calla esperando un requiebro. Ante su silencio, el monarca le increpa que no ha invitado al actor sino que ha invitado a Hamlet, a Fausto, a Romeo y le hace recitar hasta caer exhausto.

La conducta del rey loco de Baviera es una despótica desmesura, pero no es lejana a la realidad de lo que ocurre con los actores. Hasta el público más preparado les identifica con sus personajes. Se da por hecho que son autores de lo que dicen y responsables de lo que hacen en la pantalla, olvidando que existen peluqueros, maquilladores, guionistas, iluminadores y directores que crean la ficción e imprimen la magia, que sin duda precisa de un valioso continente de emoción, una voz y una figura, que es lo que pone el actor.

El actor vive en un equilibrio contrario a la pretensión de todo mortal: ser querido por lo que es, y el actor busca el amor del público por poseer la alquimia de representar ser quien no es.

Pero el actor, sin artificios ni personaje queda reducido a un mero potencial y es difícil vivir siendo un potencial a la espera de ser llamado.

El actor vive de su físico y de un talento que siempre está por demostrar. Cuando son jóvenes hay actores más famosos, con más nombre, y cuando parece estar equilibrada la balanza empieza la cuenta atrás y el cuento se cuenta al revés: los hay menos conocidos pero más jóvenes.

El paso del tiempo es muy mal aliado para un actor de cine, y para una actriz aún peor, llegando a la crueldad, incluso ofreciéndoles sumas de dinero por mostrar su cuerpo desnudo sólo por alimentar el morbo de la comparación.

Recuerdo una rueda de prensa en la que se sentaban a una mesa los protagonistas de La casa de los espíritus, Jeremy Irons, Winona Ryder, Glen Close y Meryl Streep. Para mí, esas presencias fueron reveladoras, los miraba uno por uno y los remiraba, no eran estrellas, aunque cada uno, por si sólo, era capaz de ser un reclamo para la taquilla de una película. Eran unos continentes abiertos, esperando ser habitados por su personaje, no eran ellos, eran un soporte perfecto.

Los estudiosos de la mente humana y la filosofía se empeñan en recordarnos que no tenemos mucho que ver con lo que creemos que somos. Los conductistas animan a repartir entre amigos y familiares hojas en las que escriban como nos ven: virtudes y defectos, y si lo haces, y ahora te lo propongo yo a ti lector, verás qué sorpresa te llevas.

Te reconocerán virtudes con las que no cuentas y aspectos detestables que no conoces. Imagina si esa distorsión forma parte de tu valor profesional y es tu medio de vida, ¿puede haber alguien más vulnerable?

En los rodajes se los mima, pero cuando el equipo va a ver la proyección dice “vamos a ver a los muñecos”. Muchos no han podido soportar la levedad del ser, o el no ser, si no suena el teléfono con un proyecto.

Siempre hay un miedo a defraudar, y no hay actores más temerosos que los que hacen reír. El actor de drama con que se respete con silencio su párrafo y se le premie con un aplauso final está satisfecho, pero el cómico si no arranca la carcajada se ve inútil y rechazado.

Hay actores que después de  representar un drama desgarrador se desmaquillan y se permiten salir a tomar una copa, y actores que después de haber hecho reír sin parar al público durante más de dos horas se quedan exhaustos y necesitan soledad y tiempo para volver en sí.

Es curioso que muchos actores sean tímidos hasta la patología y que sólo les libere de su timidez la luz de los focos. Al apagarse y desprenderse de su personaje se tornan vulnerables, pero ¿cómo no lo van a ser si su fortuna se basa en lo intangible y su físico, que es su herramienta de trabajo, es un bien que se deteriora, tan perecedero? Su temor a defraudar es tan grande que algunos pasan por el alcoholismo, las drogas e incluso el  suicidio, y nadie lo entiende porque su fachada indica que lo tienen todo.

Tienen sólo la apariencia que se puede desear, porque la apariencia y el fingimiento entraña su oficio. La lista de los que se han ido perdiendo por el camino o no saben aceptar la vejez no la voy a materializar, y en la mente de cada lector habrá varios nombres, pero aun contando con riesgos y peligros puedo asegurar que quien se ha sentido actor no deja de serlo aunque no vuelva a pisar un escenario el resto de su vida. Y es que sólo quien lo ha probado conoce la agridulce levedad de ser actor.

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