Literatura Infantil… y punto
Por Joel Fran Rosell.
Es bastante frecuente oír a escritores para niños declarar, entre taxativos y exasperados: “la literatura infantil es Literatura y punto”.
No hay fenómeno complejo que una afirmación simple pueda solventar. Y entre el sustantivo ‘literatura’ y el ‘punto’ de marras caben precisamente esas peculiaridades que proporcionan a la literatura infantil su identidad, y a los creadores de ésta, el deseo intenso de reivindicarla.
El problema está en que las mentadas especificidades reducen ‑en opinión de los profanos, que son mayoría‑ el mérito intelectual, estético y de introspección personal presentes en los libros destinados a niños y adolescentes.
Si a estas alturas está claro que no hay en el chico nada que lo haga inferior al adulto, mucho hay, en cambio, que los hace distintos. Uno de los primeros ensayistas de la literatura infantil, el francés Paul Hazard, precisó en 1932, de manera inmejorable, la cuestión: los niños no son futuros adultos; en cambio, los adultos no somos más que ex niños.
Entonces, ¿si no tenemos por qué avergonzarnos de nuestro pasado común, la infancia, porqué sentirnos disminuidos por el hecho de consagrar nuestro trabajo a quienes cursan tan decisiva etapa de la vida? Nada rebaja una actividad por el hecho estar destinada específicamente a los chicos. Un pediatra no es menos médico que un geriatra, un modista para niños no hace ropas peor que el que las diseña y cose para adultos, un productor de alimentos infantiles no es menos competente que el colega que nutre mayores de edad…
Lo único que debería avergonzar a los profesionales del libro para chicos es la poca calidad de una parte de la oferta editorial. Pero son los compromisos comerciales o didácticos contraídos a espaldas de lo esencial literario lo que engendra esa producción vergonzosa. La mejor prueba de que no es algo inherente al género, y mucho menos a su destinatario, es que la misma proporción de libros mediocres se registra en la edición para adultos. Otra cosa es que la distinción entre el grano, la cáscara y la paja no sea suficientemente nítida en la producción infanto-juvenil, porque carecemos de una crítica que supere las urgencias de la divulgación para alcanzar la trascendencia de la exégesis.
Entre las causas profundas de la baja autoestima que solemos padecer los escritores para chicos está el poco interés que muestran las élites literarias, académicas, mediáticas u oficiales hacia el quehacer intelectual que se destina a niños y adolescentes. Lo cierto es que esas cumbres de la sociedad nos desprecian menos de lo que nos desconocen. Ellos no saben nada de literatura infantil y prefieren obviarla para no quedar en evidencia. Y cuando se apresuran a montarse en el carro que el éxito comercial de Harry Potter y demás novelas fantásticas anglosajonas adaptadas al cine han convertido en bólido ganador hacen el ridículo; como Harold Bloom cuando improvisó, hace unos años, un patético canon de literatura infantil donde casi no había otra cosa que libros para adultos no demasiados densos.
Como el resto de la literatura, la que se destina a los chicos constituye un discurso subjetivo, organizado y con finalidad estética, que solo se realiza si las imágenes literarias que lo componen se transforman en la mente del lector. No se trata de una yuxtaposición de conceptos de significación unívoca, sino de un sistema de imágenes que generan, inducen o despiertan -además de sentidos- representaciones, evocaciones, emociones y satisfacciones estéticas y verbales. Para decirlo en castellano: la literatura infantil solo lo es si sabe a quién le habla y lo hace en consecuencia; si logra entretener, ilusionar, emocionar y enriquecer intelectualmente a los chicos
La diferencia entre una obra literaria para niños y otra para adultos es infinitamente menor que la existente entre una obra literaria cualquiera y las formas no estéticas de discurso. Es decir que entre una novela infantil y una novela para adultos hay menos distancia que entre cualquier novela y un programa electoral, un informe de ventas o el manual de instrucciones de un electrodoméstico. Pero incluso, un álbum ilustrado se diferencia menos de un relato (de Borges o Pío Baroja, digamos) que de un libro de cromos; a menos que el álbum en cuestión no sea un cuento ilustrado sino un catálogo de imágenes destinado a familiarizar al párvulo con las palabras que designan su entorno cotidiano o un “libro-cine” que solo sirve para no tener que comprarle al nene el DVD con el dibujo animado de moda.
Una vez discriminados esos libros infantiles que no son literatura infantil (y no siempre es tan fácil, debido a la existencia de híbridos) aún nos quedan las enormes variaciones estructurales, expresivas y comunicacionales que engloba una especialidad: narrativa, poesía, teatro álbumes sin texto o documentales de escritura inspirada… para chicos que pueden tener seis meses o dieciséis años; con toda la diversidad temática y estilística que esta amplitud de espectro implica.
Una literatura más y no una literatura menos
Lo que genera la justa cólera de los colegas evocados en mi primera línea, es la tendencia ‑más practicada que públicamente confesa‑ a considerar que la literatura infantil es una actividad creativa inferior a la literatura para adultos… que, paradójicamente, llaman general, como si los niños no formaran parte del género humano o como si las obras reservadas exclusivamente al adulto tuvieran mayor impacto y accesibilidad que la literatura infantil, cuando es precisamente lo contrario. Un buen cuento que entiende y disfruta un niño de cinco años, también puede ser entendido (obvio) y disfrutado (ya esto es menos patente) por un adulto.
Pero esta digresión no debe llevarme al mismo error que denuncio: no por alcanzar más gente, la literatura de niños es superior a la literatura de adultos. Ello equivaldría a anteponer una etiqueta de gaseosa al más eximio clásico, puesto que pueden leerla todos, hasta iletrados o discapacitados mentales.
Aun sin ser experto en la materia, cualquiera sabe hoy que un niño no es un comienzo inacabado de algo que, con la edad, se convierte en adulto. Al crecer no solo adquirimos nuevas competencias, sino que perdemos algunas que no eran precisamente desechables. Los niños son tan diferentes entre sí como pueden serlo de los adultos; cada uno tiene su propia complejidad y sus gustos son particulares.
Por eso cuando alguien señaló (con bastante perspicacia pero entreabriendo una nueva caja de Pandora) que la literatura infantil está determinada por su destinatario, algunos creyeron ver no solo un rasgo peculiar, sino el pecado originario de la dama de nuestros desvelos: la literatura infantil estaría confinada, por los alcances intelectuales de sus lectores, en un estadio inferior de evolución psíquica, espíritu crítico y adquisición cultural. Muy al contrario, el compromiso peculiar que se establece en el libro infantil entre autor y destinatario yo lo veo como la clave de acceso a un mundo de posibilidades fascinantes y no como un callejón sin salida. Nuestro arte de la palabra está definido por todo lo que un adulto puede obtener de las necesidades, aspiraciones, experiencias, dinamismo y sensibilidad de los chicos, y no por parámetros que obligarían al escritor a trabajar “a escala”.
La literatura infantil no es, entonces, la que alcanzan a leer los chicos, sino la que tenemos la suerte de poder construir los adultos desde la manera en que los susodichos ven, interpretan, utilizan y modifican y la realidad, la construcción imaginaria y el discurso estético.
Repito (con gusto) que la literatura infantil brota de todo cuanto los niños y adolescentes son, a diferencia de los adultos, y no de lo poco que aquéllos no perciben o entienden del mundo que comparten con éstos. Lo interesante en literatura infantil no es lo que le falta para llegar a literatura “general”, sino todo lo que esa “generalidad” ha dejado al margen: en los márgenes inabarcables de la(s) infancia(s).
Si tanto insisto en precisar lo que separa a la literatura infantil de la literatura para adultos es porque así se delinea mejor lo que, precisamente, las une para formar lo que, esta vez con propiedad, podemos llamar auténtica LITERATURA GENERAL. El solo hecho de que la literatura infantil tenga una crítica rigurosa y científica –que utiliza las mismas armas que la ciencia literaria aplica a obras para adultos- es la mejor prueba de que no es inferior a “la otra”; pero el hecho de requerir también estudios específicos –semántica de la imagen gráfica, psicología infantil, aplicaciones de la teoría de la recepción, etcétera- consolida, paradójicamente, la existencia de la literatura infantil como fenómeno social, estético y comercial.
Paradójicamente, una de las causas principales de que la literatura infantil haya sido y siga siendo menospreciada -pese a su impresionante evolución en apenas tres siglos de historia- es que ha cedido a la tentación de querer ser lo mismo que la literatura para adultos. Si no asumiera la especificidad que es la suya, cualquier excelente novela infantil acabaría siendo considerada menos compleja: porque es necesariamente más breve, porque no puede movilizar idéntico caudal de referencias culturales o porque no debe regodearse en sutilezas del pensamiento y calabozos del subconsciente que desafíen la comunicación e impidan el amarre en la experiencia vital o emocional de un lector… que no por inexperto es menos inteligente ni sensible.
Temáticas tales como la maternidad/paternidad, la sexualidad plena, la política, la vida laboral, la enfermedad, la vejez y la muerte exigen perspectivas singulares en literatura para chicos. Pero las metáforas y representaciones simbólicas a través de las cuales los autores más talentosos, perspicaces y atrevidos, han presentado estos asuntos incluso a niños muy pequeños, no solo demuestran las vastas posibilidades del género, sino que han lanzado exitosos retos a la creatividad… que en muchos casos no han tardado en ser reciclados por la literatura para adultos.
Al comparar el abordaje de un mismo tema o situación en textos para niños y para adultos podemos descubrir grandes diferencias de dosis y enfoque, pero no necesariamente una jerarquía de profundidad a favor de la literatura prescrita a los mayores. Valga un ejemplo: cuando en Cien años de soledad Remedios la Bella vuela, asistimos a un mero truco desopilante; en cambio, cuando los hermanos Darling salen volando con Peter Pan rumbo a la Isla de Nunca Jamás, se nos están insinuando cosas muy serias en torno a la madurez, la inevitable separación entre padres e hijos, la seducción y los celos.
Lecturas infantiles para toda la vida
Cada libro infantil es en parte un libro para adultos. Todo adulto fue, inevitablemente, un niño, y en todo niño hay diversas dosis del adulto en que se está convirtiendo… sin hablar de que muchos adultos acaban no leyendo en su vida otra cosa que lo que les tocó en la infancia.
Los libros infantiles contienen mensajes de diverso tipo: los que han de servir de inmediato, los van a funcionar toda la vida, y los ajustados para “estallar” en el momento oportuno; muchos años después, quizás. Cualquiera de esas experiencias estéticas y afectivas puede salir a flote cuando somos padres o abuelos y debemos cohabitar con tamaños, personalidades y necesidades semejantes a aquellos que una vez fueron los nuestros. Entonces cantamos la canción de cuna que nos arrulló, narramos el cuento de Blancanieves o Caperucita que creíamos olvidado, y reflotamos los mismos juegos que supieron calentarnos el corazón.
La literatura infantil es uno de los componentes esenciales de la cultura familiar y del cemento espiritual que une a diferentes generaciones; una herencia que remonta a padres y abuelos, pero también una tradición que se construye hacia el futuro. Cualquier librería nos ofrece ‑por la mitad de lo que cuesta una novela que hubiéramos leído solos- libros para chicos que podrán ser disfrutados por todos los de la casa. Compartir los libros de nuestros hijos (los que traen de la escuela o la biblioteca, por ejemplo) nos permite construir un puente apoyado nada menos que en algo que aman y comparten con sus coetáneos. Son libros que nos permitirán comprender porqué gustan a nuestros chicos y que nos ayudarán a entenderlos mejor, pero que también pueden explicar ciertos gustos y problemas de nuestra propia infancia, ayudándonos a conocernos mejor a nosotros mismos.
Joel Franz Rosell
París, mayo de 2011