"Love is a game", Óscar M. Prieto
Os presentamos la novela de Óscar M. Prieto, Love is a game, con un amplio anticipo para que empieces a degustarla en Culturamas…
Cambio: Acción y efecto de cambiar.
Cambiar: Quitar el pañal a un bebé y ponerle uno limpio.
O también, convertir o mudar algo en otra cosa.
Ámbar, rojo, verde, cambia el semáforo. Arbitrariamente cambian las puertas de embarque de los vuelos. Con el cambio de agujas, cambian los trenes de andenes, de estaciones y de vías, y con estos cambios cambian también los pasajeros, las despedidas y las bienvenidas.
El orden de factores no cambia el producto.
Del día a la noche, cambian las plazas, las calles, las esquinas y también los portales, las sombras se camuflan mejor y las respiraciones se vuelven más furtivas.
Cambia el skyline, el perfil de las urbes vistas desde lejos. Caen rascacielos y surgen nuevos colosos recortados contra el cielo. Cambian las ciudades igual que cambian todos los seres pluricelulares.
Todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso del líquido desalojado.
Las Leyes Físicas no cambian. No obstante, tienen excepciones que se llaman milagros.
Cambian los tiempos, las modas, el largo de los pantalones, el corto de las faldas, cambia el ancho de las solapas y la rigidez de los cuellos, cambian cremalleras por botones, bragas por tangas.
En temporada de rebajas no se admiten cambios ni devoluciones.
En época de celo cambia casi todo y parece que el mundo está aún por hacer.
Cambia el viento y cambian las veletas, los campanarios, las iglesias y también los dioses. Cambian los enemigos al vencer o perder, los políticos cambian de chaqueta, los amargados y obcecados a peor. Los cobardes cambian de escondite y de calzoncillos.
Cambian las expectativas.
Cambia la estructura cerebral cada vez que se respira, cambia la temperatura del cuerpo con las emociones, cambia el sabor del vino al volverse viejo y los viejos cambian impredeciblemente, tal vez porque ven más cerca el final del cuento.
Los caprichosos viven en un constante cambio, los ciclotímicos cambian de humor constantemente, patológicamente, los indecisos no se deciden a cambiar, los inseguros cambian de opinión, los temerosos viven temiendo cualquier cambio, a los profetas les apasiona vaticinar cambios, los revolucionarios quieren cambiar el mundo, los pesados no cambian de tema y los locos siguen con el suyo, los traidores cambian lo valioso por el interés y los amigos no te cambian por nada, para los perezosos cualquier cambio es un calvario, para los optimistas todo cambio es a mejor.
Cambio de tercio: banderillas de fuego o rejón de muerte.
Para Parménides de Elea, el cambio resultaba contradictorio y problemático, por lo que lo calificó de ilusión vana, mentira, y como tal lo negó. No estuvo solo en esta fechoría puesto que contó con seguidores que le defendieron. Idearon coartadas imposibles, tejieron argumentaciones que no llevaban a ninguna parte y lo pusieron todo perdido de aporías. Estos cómplices llegaron al extremo de afirmar que Aquiles nunca alcanzaría a la tortuga, y quela flecha lanzada permanecía quieta, en cómodo reposo.
Por suerte, hoy en día ya nadie duda de la realidad del cambio, al menos en un nivel circunstancial. El cambio se ha convertido hasta en un estilo de vida: el cambio por el cambio, igual que antes fue el arte por el arte o la carne por la carne.
En la actualidad, el cambio es un fin en sí mismo, es un signo de estatus: cambiar de pareja, cambiar de coche, cambiar de casa, de trabajo, de ciudad, de país y hasta de planeta, cambiar de sexo, de identidad, de nombre.
Incuestionablemente establecida la existencia del cambio, la pregunta, no obstante, continúa pasando inadvertida para la mayoría de la gente, si exceptuamos a físicos, filósofos y detectives: ¿Cuándo comienza el cambio?
¿Cuándo comienza el cambio?
Son muchas y muy variadas las clasificaciones que se pueden hacer de los cambios. Una de ellas es la que distingue entre los cambios instantáneos e inmediatos, que son aquellos cuya causa y efecto vienen a coincidir casi en el tiempo y no padecen de interferencias ni de intermediarios, y los cambios derivados o mediatos, en los que la causa se remonta a un tiempo muy precedente y distanciado y en los que entran en juego otros factores como segundas o terceras causas, a modo de carambolas de billar.
Estos últimos son mucho más atractivos y son los más codiciados por los coleccionistas. En efecto, los coleccionistas de cambios y los grandes museos, más allá de texturas, temática o color, valoran, a la hora de decidirse por nuevas adquisiciones, las dificultades que ha tenido que ir sorteando un cambio hasta manifestarse como real.
Al tratarse de un mercado por naturaleza voluble, coleccionistas, museos y casas de subastas cuentan con equipos de expertos con el fin de garantizar, en la medida de lo posible –que no es mucho–, su inversión. El cometido de los citados equipos se centra fundamentalmente en un examen exhaustivo de la biografía de los cambios que se pretenden tal, como la de sus progenitores, para poder así determinar en qué punto de su existencia el cambio consiguió o conseguirá la condición de inevitable, convirtiéndose el proceso iniciado, a partir de ese momento, en irreversible.
En este caso concreto, los tasadores con más sensibilidad para los vientos vinieron a fijar como su MIC (Momento de Inevitabilidad del Cambio) el advenimiento del anterior Año del Buey en el calendario lunar chino. Estas mismas narices pronosticaron además que se estaba ante uno de esos cambios que por ser realmente transformadores exigen un desenvolvimiento de largo recorrido, con una prolongada fase intestinal, y que por necesitar la adecuación de la mentalidad de la sociedad, se desarrollaría en tramos discretamente latentes, unos y otros intencionadamente provocadores.
Una exposición sumaria de los hitos más relevantes podría ser la que sigue:
El tres de abril de 1933 el investigador ruso Georgy Voronoy, vence sus reservas y con más decisión que confianza realiza el primer trasplante de órganos entre humanos, exactamente de un riñón. La paciente era una joven de 26 años, quien, por motivos que no han quedado recogidos en los anales de la historia de la ciencia médica, había intentado suicidarse con la ingestión de un sublimado de mercurio. Por suerte para ella –si es que no se había arrepentido de su empeño– el trasplante no concluyó con éxito y al cuarto día falleció.
Quedaba así inaugurada la etapa de prolongación de la vida humana mediante técnicas de extirpación y recambio.
Mejoraron las técnicas, se redujeron a niveles despreciables los rechazos, los médicos crecieron en arrojo y valentía y todo ello posibilitó la realidad de trasplantes de: riñón, pulmón, hígado, corazón, páncreas, rostro, piel, córneas y manos.
En hospitales y quirófanos se vivió una especie de furor inconsciente y vital que se dio en llamar el síndrome del jardinero. Como si se tratara de tulipanes, petunias o geranios, se trasplantaban órganos, de cuerpo a cuerpo, de maceta a maceta. Bulbos, patatas, esquejes, injertos de árboles frutales, todo era alegría en aquella primavera y los pasillos y las salas de espera exudaban resinas mientras en el aire flotaba un embriagador olor a rosas.
¿Llegó alguien a pensar que se había vencido a la enfermedad, que el hombre se encontraba, por primera vez desde su expulsión del Paraíso, ante las puertas de la inmortalidad? Seguramente sí. La euforia por el control de la naturaleza alcanzó tal extremo que ni siquiera los más cautos y pesimistas pudieron resistir la marea que proclamaba el inicio de una nueva era. Tan solo algún teólogo furioso se opuso, reivindicaba para su Dios la decisión sobre la duración de la vida de los hombres.
Esta quimera desbocada y culpable no fue empero responsabilidad exclusiva del cuerpo de médicos y cirujanos. Igual que antes había sido “derechos para todos” o “trabajo para todos”, la sociedad democrática y mal educada esta vez exigió con el mismo tono despótico “órganos para todos”.
Y este fue el inicio del colapso.
Porque no había órganos para todos, ni siquiera para todos los que los necesitaban. Y no es que esta carestía fuera consecuencia de la escasez de órganos. Lo que sobraba eran vísceras. Por cada individuo había un corazón, un hígado, un páncreas, dos pulmones, dos córneas y dos riñones. Obviamente, se llaman “órganos vitales” porque son necesarios para vivir, lo cual implica necesariamente la muerte del individuo para poder disponer de ellos. Aún así, y dejando a un lado las cifras de muerte por eutanasia, seguiría habiendo suficiente abastecimiento de órganos para trasplantar, e incluso para utilizarlos como ingredientes de nouvelle cuisine, si llegara el momento de levantarse el tabú que oprime al canibalismo. Que esta afirmación no era una boutade lo demuestran las estadísticas de muertes por accidentes de tráfico, el número de asesinatos por amor, celos o ajuste de cuentas, los partes de bajas, marciales y civiles, que ocasionan las guerras simultáneas a lo ancho del planeta y las cifras mundiales que alcanzan las ejecuciones capitales. Si a esta totalidad se le añaden los fallecidos por la práctica de deportes de riesgo, es fácil concluir que el problema no radicaba en la escasez de órganos.
El problema, como casi siempre, lo generaron los Legisladores y unos pocos prejuicios de ética mal concebida. Se habló de la dignidad de la vida, de lo sagrado que habita en el cuerpo, de la potestad de Dios, como si a lo largo de milenios y siglos el hombre no hubiera envilecido la vida, no hubiera profanado los cuerpos, no hubiera prostituido los templos.
La escasez se debía sin duda a la falta de incentivos económicos. En una sociedad en la que todo se compraba y se vendía, no se comprendía la utilidad de donar órganos sin recibir contraprestación o recompensa.
¿Cuándo estuvieron vacíos los bancos de óvulos y esperma? Nunca. Porque por los óvulos y los espermatozoides se pagaba.
Los Legisladores impusieron un aséptico y despiadado aparato burocrático que concedía órganos por riguroso turno de espera. Pero había gente que no estaba dispuesta a esperar y hubo muchos que esperaron hasta que ya fue demasiado tarde hasta para la esperanza. Por lo que una vez que la tecnología se hizo accesible, el mercado negro no tardó en aparecer. Junto al tráfico de armas, el de estupefacientes y el de blancas, floreció una nueva modalidad de tráfico ilegal e internacional: el tráfico de órganos. Pronto se hizo un hueco en periódicos y noticiarios y, como no podía ser de otra manera, el tráfico de órganos contó con su mafia, con sus paraísos, con su ley de omertá, con sus polis corruptos y un fiscal especial.
Turistas drogados con escopolamina que despertaban en bañeras llenas de hielo sin memoria de lo sucedido, pero con la persistencia de una espantosa cicatriz cruzándoles el pecho. Niños desaparecidos en misteriosas y sospechosas circunstancias. Asesinatos callejeros con bisturí y escalpelo. Secuestros de ambulancias o ambulancias falsas que se presentaban en el lugar del siniestro y se llevaban a las víctimas aún con vida sin que éstas llegaran nunca a los hospitales.
La incapacidad de científicos y tecnólogos de producir sangre sintética y de generar órganos humanos en laboratorios, unida a la farragosa burocracia y a la almibarada moralina, provocaba el efecto de expulsar del sistema a centenares de miles de enfermos convirtiéndolos en forajidos.
El precio medio de un órgano oscilaba entre los sesenta mil y los ciento cincuenta mil dólares e incluía los viajes, para enfermo y acompañante, proceso de crioconservación del órgano, análisis de histocompatibilidad, operación, posoperatorio y surtido de fármacos, pero no así la estancia, que se debía costear aparte.
Uno de los efectos imprevistos de estas redes internacionales de órganos vivos fue el desarrollo de un tipo de turismo que se conoció como turismo de salud y que compartía algunas características con el turismo de aventuras, así como con el de riesgo, permitiendo el despegue material de ciertas zonas que hasta entonces vivían en una economía de subsistencia.
¿Cuánto tiempo podía sostenerse esta situación? Obviamente poco. El límite de los asumible estaba a punto de ser traspasado.
Con el advenimiento del Año del Buey en el calendario lunar, el Gobierno Popular Chino desencadenaba tradicionalmente una campaña furibunda contra el crimen y la maldad de los hombres malos para sí mismos y para la sociedad. Una de las consecuencias inmediatas de este celo era el aumento de la población reclusa hasta límites de hacinamiento, lo que a su vez obligaba, fluctuando el grado de gravedad de los cargos, a un aumento exponencial de las ejecuciones capitales, con el fin de rebajar la presión demográfica de las prisiones y, en menor medida, para aliviar a la ciudadanía de elementos indeseables y también a modo de aviso a navegantes.
En el anterior Año del Buey la coincidencia se había demostrado tan brutal, que las Autoridades no la pudieron esquivar mirando hacia otro lado. Fue lo más parecido a una bofetada con la palma bien abierta en la cara de las buenas conciencias.
Unas semanas antes del pistoletazo de salida de esta carrera de persecuciones y de muertes oficiales los correos electrónicos se colapsaron por un bombardeo infatigable de mensajes en los que se ofrecían todo tipo de órganos y para todas las edades. Las ventajas que ofrecían eran tan atractivas que daba la impresión de que se trataba de ofertas de electrodomésticos multiusos. Al mismo tiempo, millares de páginas web parpadeaban con anuncios similares y en los portales de subastas on line se podía pujar con tácita impunidad.
No era necesario ser un genio para concluir la procedencia de tanta exuberancia orgánica: se trataba de los órganos de los presos ejecutados. Se pudo comprobar, en este ámbito también, la proverbial meticulosidad oriental, ya que si se trataba de un trasplante de pulmón se elegía el de un preso no fumador, si de córneas el de uno que tuviera buena vista. Y además, los reos bien podían ser ejecutados con un tiro de gracia en la nuca para no dañar los órganos vitales, o bien en la base del cuello si de lo que se trataba era de salvar los ojos.
Y fue precisamente en este momento –MIC–, ante los vómitos que provocó la noticia en los cientos de miles de hogares de trasplantados, cuando las Autoridades Sanitarias y de Culto se decidieron a levantarle a los órganos humanos la calificación de rex extra commercium, regulándose el comercio legal de órganos, a la vez que se sentaban las bases para un posible mercado de futuros, con los argumentos de que así se superaría el desabastecimiento y de que los precios caerían hasta estar al alcance de las rentas medias por el espectacular aumento de la oferta.
El mercado estaba ahí y laboratorios, corporaciones médicas y compañías aseguradoras se dispusieron a explotarlo, como si se tratara de un producto más. Los analistas financieros hablaron de un horizonte rentable a medio plazo y grandes y pequeños inversores apostaron por ello.
Pero el medio plazo nunca llegó y no llegó porque se hizo imposible que llegara. Nadie había contado con Noel, Angel, Star, Joy y Mary, cinco cerditos clonados, manipulados genéticamente, que nacieron una noche de navidad en una “granja universitaria” de Escocia y cuyos órganos eran aptos para trasplantar a los humanos.
Apenas transcurrió el tiempo que tarda una hoja en llegar de la rama al suelo, desde que se hicieron los primeros ensayos clínicos –se aferraron a ellos los desesperados y los terminales a los que aún les podía la ilusión por la vida o el miedo a la muerte– hasta que su distribución y comercialización alcanzara nivel planetario.
Unos meses después, tres investigadores de la Hong Kong University –cuyo nombre prefirieron omitir para preservar su intimidad– lograron sintetizar sangre humana en su laboratorio. Los días del autobús de donantes, del refresco y del bocadillo habían llegado a su fin.
En un año fue posible generar tejidos y órganos humanos con un mínimo de instrumental y básicos conocimientos técnicos.
Fue el crack del mercado de órganos y la ruina de quienes invirtieron en él todos sus ahorros.
Pero el cambio no había finalizado aún. Como en toda obra maestra, había quedado para el final un último bucle, el más hermoso, el que apenas se descuelga en la mejilla y vela la mirada.
Devaluado hasta la vulgarización, el trasplante de órganos perdió la distinción social de la que siempre había gozado por su tangencialidad con lo trágico. Se convirtió en algo objetual, limpio y sin riesgos. No pasaba de ser una operación de recambio, en esencia, idéntica a la sustitución de un halógeno fundido.
Una década después, un heterogéneo grupo de artistas, a los que unía exclusivamente su vocación para la provocación y la necesidad de un trasplante, firmaron un manifiesto, conocido como Sangre17, en el que apostataban de la fabricación de órganos y reivindicaban para sí el derecho a un trasplante de órganos de un semejante. Para ellos se trataba del “paroxismo del Arte”.
Eligieron la ciudad de Viena, antigua capital del Imperio Austrohúngaro, en homenaje a los “Accionistas Vieneses” del siglo XX, para que una cadena de TV retransmitiera en directo la operación de seis de ellos. Seis equipos médicos y doce mesas de operaciones emparejadas dos a dos: en una el cuerpo clínicamente muerto, al que se mantenían artificialmente las constantes vitales, y del que se extraía el órgano preciso, y en la otra el artista abierto y entubado que iba a recibir el órgano, en perfecta comunión artística.
El escándalo fue sísmico y pilló por sorpresa a las Autoridades Sanitarias y de Culto. Pero nada pudieron hacer, pues no se habían preocupado de modificar la Legislación que permitía este tipo de prácticas y que arrastraban del pasado.
Con el escándalo, obviamente, llegó el dinero, muchísimo dinero, porque los órganos humanos se convirtieron en obras de Arte solo al alcance de una selecta minoría. Y por tanto se hizo necesaria la presencia de marchantes, de críticos y de galeristas.
En Musac Ciudad Presente se instituyó la Feria Anual de Compraventa de Arte y Órganos, más reconocida como A&O. Está considerada como uno de los grandes eventos artísticos del año y en ella se pueden admirar, junto con la inocencia de las ensoñaciones violáceas de los chagall, la sensualidad de las pieles encendidas de los modigliani o el primigenio pincel de los barceló, soberbios corazones, pulmones, hígados y otras vísceras, que por sus extraordinarias condiciones son catalogados como ejemplares únicos. Se presentan en sus cápsulas de criogenización o monitorizados mediante imágenes magnéticas. Y al igual que el resto de las creaciones, también se pueden adquirir.
A&O se celebra mediada la primavera, aprovechando el repunte de la vida».
Oscar M. Prieto, nació en Benavides de Órbigo (León) en el 73. Recientemente, ha dejado de ser una joven promesa para convertirse, sencillamente, en una promesa. Siendo como es hombre de palabra, es seguro que se cumplirá.
Licenciado en Filosofía y también en Derecho, ha sido profesor de Filosofía Política.
Entre sus obras se encuentran Las horas se ríen de mí, El tercer Sacramento y Palabras de carne y hueso, esta última galardonada con el Primer Premio del Certamen de Novela Corta de la Fundación de Cajamadrid.
Los amaneceres los dedica a descubrir un planeta hasta ahora desconocido, Patacosmia y lo comparte con todos en su blog.
No se le conocen antecedentes penales, pero esto, sin duda, es debido a que el pensamiento no delinque.