Ana Merino
Por Francisco José Peña Rodríguez.
La poesía española actual cobra, en mi opinión crítica, un nuevo impulso en los años noventa del siglo pasado, cuando una jovencísima Ana Merino (Madrid, 1971) gana el Premio Adonais de poesía en 1994. A partir de ese momento surgen los nuevos nombres que vienen a sustituir a los novísimos de José María Castellet y a los culturalistas de los setenta, con Luis Antonio de Villena y Luis Alberto de Cuenca a la cabeza y adelantan la poesía del siglo XXI.
Después de la muerte del general Franco en 1975 el panorama poético español se manifiesta como el género más vivo, en tanto que junto a los citados poetas nacen nuevas voces que empiezan a versificar nuevos temas desde nuevos puntos de vista. Así, tendremos poemarios y antologías con nombres tan singulares e indiscutibles como los de Luis García Montero, Julio Martínez Mesanza, Amalia Iglesias o Blanca Andreu, entre otros. Incluso algo más tarde Usted, de Almudena Guzmán, vendrá a singularizar, en mi opinión, lo que vendrá después.
Ana Merino Norverto publicó Preparativos para un viaje en 1995, siendo esta obra la ganadora del premio citado. Más tarde confirmaría su presencia estética en las nuevas letras con Los días gemelos y La voz de los relojes, en 1997 y 2000, respectivamente, y el resto de su producción se da ya en el siglo XXI. De esa década provienen nombres que hoy son esenciales en el análisis crítico de la poesía actual, como Yolanda Castaño, Esther Giménez, Olga Novo, Carmen Jodra, Javier Losada o Pablo Luque, entre otros que han ido alargando sus trabajos y sus días entre las procelosas aguas de la poesía del tercer milenio.
Varias son las características particulares de la poesía de Ana Merino, de las que se pueden destacar la ruptura con la estructura convencional del poemario, temas más cotidianos ─como el mundo de los niños y el paisaje cosmopolita─ y el verbalismo directo que comparte con la mayoría de los nuevos poetas y que supone una de las características más sólidas y singulares de la poesía actual. Siguiendo lo expuesto, el verbalismo directo que impregna parte de su obra podríamos ejemplificarlo en el poema «En Westerbook» ─del primer poemario que se ha citado─: la poeta se enfrenta a la visión de un antiguo campo de concentración nazi y de esa observación cotidiana surge la voz poética:
Y eran besos y abrazos un día de junio,
confundiendo trenes y autobuses,
viendo un horizonte vestido de negro
entre flores azules.
No sabía dónde estaba,
ni quien hizo el paisaje tan triste,
ni por qué las estrellas dibujadas en la piedra
se vestían con seis puntas.
El uso de un lenguaje estándar y cotidiano se funde con el verbalismo directo generando un poema casi sin introspección o subjetivismo, haciéndose más perceptible para el lector, algo que perdurará, hasta hoy, en el resto de su obra.
Uno de los poemas que más me han llamado la atención dentro de la obra de la poeta madrileña es el que, desde un punto de vista actual para la poeta, habla con mirada y verso retrospectivo hacia la infancia y que dedica al gran narrador hispanoamericano Edmundo Paz Soldán:
A Edmundo Paz Soldán
No queda rastro
de esa impaciencia ilimitada
que desbordaba los ojos de la niñez.
Ahora, sabemos esperar
y entender la voz de los relojes
como un susurro cotidiano.
Hemos olvidado,
aquel nerviosismo inocente
que se escondía debajo de la cama
y se desesperaba
por tener que vivir tantas horas.
Las señales sudorosas
de aquellos días febriles,
se han transformado
en la resignada melodía
de lugares asépticos
donde el futuro
no se detiene a ser memoria.
De La voz de los relojes (2000).