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Poder político e imagen

Por Ignacio González Barbero.

El poder político de cualquier régimen democrático tiene el ineludible deber de ejercer su labor con los ciudadanos, que son los que ostentan la auténtica soberanía. Ha de reproducir y garantizar las necesidades de la sociedad civil. Es la condición mínima de toda posibilidad de democracia, que es un sistema donde todos han de hacer política, donde todos han de velar por el bienestar de sí mismos y de los demás.

Si atendemos al estado de cosas actual, no contemplamos este panorama. El poder político ya no representa nada ni a nadie más que a sí mismo. Se ha convertido en una mera simulación de lo que debería ser, una imagen depauperada que se reproduce a sí misma en su propia vacuidad. Un ser que sólo quiere su propio querer, su propio beneficio. Así, el abismo que se está abriendo entre la clase política y la gente de a pie es, de momento, insalvable.

Es la política de nuestro tiempo un juego de ídolos y de marketing constante, especialmente en campaña electoral. Está tan lejos de sentir y padecer las necesidades de su sociedad que tiene que repetirse una frase: “Estar cerca de los ciudadanos”. Las palabras, en este sentido, ya no se usan para exponer argumentos o principios que busquen hacer las sociedades más habitables, sino con la intención de conseguir ser aceptado entre los ciudadanos y, como consecuencia, ser votado. El objetivo son las papeletas en las urnas; cuántas más, mejor. Por ello, un buen eslogan siempre ayudará más a esta causa que un discurso razonado. La forma prevalece sobre el fondo.

Este proceso de desintegración de los valores democráticos, esta imposición del nihilismo de la imagen sin referencia ni contenido, tiene la evidente colaboración, a veces no intencionada, de los medios de comunicación. Éstos tratan la información como un bien de consumo más, como algo de usar y tirar. Así, no tienen ningún problema en emitir las palabras  de los políticos, los cuales gustan, además, de aparecer en entrevistas y debates bajo el amparo de una supuesta libertad de expresión que propaga sus «ideas» y, por tanto, mantiene el statu quo . Los espectadores/ciudadanos participamos en esta peligrosa dinámica.

Sin embargo, hay un creciente desencanto respecto a las supuestas virtudes de nuestro sistema. Se ha mirado a la representación política y sólo se han observado trabajadores llenos de beneficios y carentes de valores. Las airadas y pacíficas protestas que se están realizando últimamente a nivel nacional e internacional son una lucha contra esa imagen vacía que golpea, con violencia y sin remedio, a todo el que no forma parte de su juego.

Poner en tela de juicio este imperialismo de la democracia aparente es el primer paso para recuperar la auténtica política, que, esencialmente, nos dota de la capacidad para cuidarnos entre todos. Este elemental principio lo hemos olvidado; habitamos en una sociedad para sobrevivir juntos: el bienestar real es siempre, y únicamente, común. Lo estamos comprendiendo con una gran clarividencia, como si fuera por primera vez, gracias a la forma colaborativa y asamblearia en que se están planteando estas reflexiones públicas.

No sé, personalmente, si tendrá fin este renacimiento de la conciencia demócratica, pero sí me resulta evidente que se ha generado una reacción palpable ante la continua reproducción de una nada, llamada “poder político”, que nos aleja de nuestra soberanía individual y popular.

 

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