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Cartucho

Por José Vaccaro Ruiz.

Cartucho. Miguel Angel Ambrosio. Ediciones Atlantis.

 

En los tiempos convulsos que corren (calentamiento global, terremotos, tsunamis), en que el planeta Tierra, el mayor y más potente organismo vivo que marca y preside nuestra existencia de bacterias humanas, nos muestra su enfado y nos dice, como la señorita a su clase de párvulos: “niño esto no se hace, niño esto no se toca”, la novela de Miguel Angel Ambrosio, además de oportuna, tiene un doble sentido.

 

El primero retornar y volver la atención desde los teclados, las consolas, los PC, penn drives e internet que nos rodean hacia la Naturaleza primera, a la Madre de todos nosotros. Hecha esa Naturaleza de agua, piedra, aire y sol. Recordarnos que hay regatos, alcornoques, zarzas, ortigas, riscos. Que no todo es asfalto, semáforos, hormigón y cristales tintados. Las descripciones que hace Miguel Angel de las Peñas de Cebolleda, de Cuénabres, del Pico de Yordas -retruécanos, palabras esdrújulas paridas tras generaciones de pieles apergaminadas por el sol, el rocío del amanecer y el viento-, espacios en donde el hombre está solo frente a la Naturaleza, tienen la virtud de trascender a la acción y enviarnos un mensaje de pureza y de soledad en un entorno primigenio.

 

El segundo sentido es que en ese medio agreste que tiene e impone sus propias leyes, las pasiones humanas, la amistad o el odio, adquieren perfiles más nítidos e imperecederos. Lejos de las normas de cortesía imperantes en las colmenas de las ciudades, en esas aldeas que se debaten entre un frío y un calor extremos, con gentes que se mueven entre el blanco o el negro con clara exclusión de cualquier tono de gris, la relación de los protagonistas de Cartucho (Daniel, Francisco, Marquitos, Carlota, Pavel) tiene unas aristas más perfiladas y primarias que enriquecen la trama.

 

La sombra del oso Zarpo, que agazapado y oculto, pero omnipresente en toda la novela, se nos presenta como el último de los jueces que impone su ley entre los hombres del lugar. Al final, y esa es una de las moralejas (que no moralina) de la novela, es quien da la vida o la quita, quien dicta sentencia, castiga o bendice. Las últimas páginas cierran con broche de oro y dejan un resabio entre optimista y reflexivo en el lector mostrándole la debilidad del homo sapiens, un puro mono desnudo, un eslabón más en la cadena de los seres vivientes.

 

El trenzado de la trama en el tiempo da colorido y acentúa el interés por avanzar hacia un desenlace al que se llega a un ritmo galopante. La personificación de la maldad o la bondad está dibujada con claridad y con lógica, sin fuegos artificiales, sin maquillaje, a ras del suelo agreste y duro donde se desarrolla la novela.

 

Los capítulos correspondientes a la aparición del Caudillo de España por la gracia de Dios en misión de cacería por aquellos andurriales -¿Puede haber un punto de conexión entre el Dictador y Pavel?, dejo la pregunta en el aire-, o la lucha de los lugareños por evitar el derribo de sus casas ante la construcción de una presa sobre el Esla – el bautizar al nuevo enclave urbano levantado sobre los escombros de las antiguas aldeas anegadas como Nuevo Riaño nos tendría que hacer pensar-, enriquecen el libro y son un ejemplo del uso y el destino que los urbanitas o los poderosos tienen diseñado para su futuro. Un destino por supuesto al margen de sus moradores: servir de coto de caza para abatir rebecos con rifles de mira telescópica –otro elemento digno de ser rumiado-, o como fuente de energía para que el ascensor que les ha de elevar hasta su ático de diseño no se pare a media altura.

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