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Haciendo amigos (10)

Por Pedro de Paz.

Una historia entrañable.

 

Por norma general, siempre que encaro la página en blanco para afrontar el tema de esta columna, suelo hacerlo con la escopeta cargada. Fue una de las premisas al hacerme cargo de la misma y la expresión de la que nace su título —Haciendo amigos— no deja lugar a dudas. Pero hoy haremos una excepción. Sin que sirva de precedente hoy toca una historia entrañable. Sólo por una vez. Sólo una. Háganse cargo. Tengo una reputación que mantener.

 

Hace un par de semanas y con la Feria del Libro de Madrid despuntando en el horizonte me pareció una buena ocurrencia la idea de sortear desde mi página web personal un lote de libros compuesto por mis tres novelas publicadas hasta la fecha con la dedicatoria y firma pertinentes. Todo sea por el fomento de la lectura. Y la del escritor que hay detrás de ella. Una de las peculiaridades de las bases es que, con motivo de la gran afluencia de público de otras regiones a la Feria del Libro de Madrid, se ofrecía la oportunidad de recibir el lote, en caso de ganarlo, personalmente de manos del autor, es decir, un servidor, en lugar de hacerlo a través de un frío envío postal. He de decir que la iniciativa ha tenido bastante éxito y la cantidad de participantes ha superado mis expectativas más optimistas hasta el punto de haberme visto en la tesitura de ampliar los lotes a sortear.

 

Hace unos días recibo un peculiar correo electrónico. En él, una señora, a la que por el tono y las exquisitas formas con las que se dirige a mí se le intuye una cierta edad y un cierto tipo de educación, me dice que desea participar en el sorteo pero que para ella el verdadero premio no serían los libros —de los que ya ha tenido «ocasión de disfrutar con el de Durruti» (sic)— sino disponer de la ocasión de encontrarse y tomar café conmigo. La mujer puntualiza que la ilusión es compartida por ella y por su marido, por supuesto, no me vaya a pensar que… Percibo a través de esas cálidas letras la impresión de que debe tratarse de una dama —en el más exacto y literal sentido del término— a la vieja usanza que, por arte de Dios sabe quién, ha aprendido a manejar Internet. El texto del correo es muy correcto, de tono exquisitamente formal, tratándome de usted en todo momento y dirigiéndose a mí con todos los formulismos de «Estimadísimo D. …» pero, en su trasfondo, destila ilusión y ternura. Y se aprecia un sereno afecto que resulta conmovedor.

 

Apenas he terminado de leer el texto cuando ya he decidido conceder exaequo el premio solicitado al margen del resultado del sorteo. Intercambiamos un par de correos en los que me agradece múltiples y repetidas veces la deferencia y terminamos por concertar una cita en el pabellón anexo del Café del Espejo, un lugar céntrico y acogedor en el que me siento bastante cómodo. En el último correo que intercambiamos le pregunto que cómo la reconoceré cuando nos encontremos y me responde que será ella la que me reconozca a mí.

 

Dos días más tarde acudo a la cita con un ejemplar de Durruti bajo el brazo listo para ser firmado. Tomo asiento y aguardo, no sé muy bien a qué. A los pocos minutos entra en el establecimiento una mujer de unos setenta años, elegantemente vestida y acompañada por un caballero de traje, sombrero y corbata. El kit completo. Su estampa evoca épocas pasadas en las que la imagen aún era algo digno de consideración. Tras un somero vistazo por el local localizan la mesa en la que me ubico y se encaminan hacia ella. Me incorporo y aguardo en pie.

 

—Le he reconocido enseguida. Es usted igual que en las fotos —afirma amablemente la mujer al tiempo que esboza una sonrisa radiante.

 

Tras un breve saludo y las presentaciones de rigor, nos sentamos y pedimos al camarero unos cafés. Observo a la mujer. La noto nerviosa. Más que nerviosa, emocionada. Me pide disculpas por la forma en la que se dirigió a mí inicialmente. Me confiesa que nunca ha sido una fresca (emplea ese término: «fresca». Y a mí me suena delicioso) y que por ese motivo ha acudido a la cita con su marido —cuestión que espera no me haya molestado— pero que cuando se enteró de la oportunidad de participar en el sorteo y conocerme no pudo reprimirse. Me confirma que, en efecto, los correos que he recibido no fueron redactados por ella sino por su nieta ya que ella no se maneja muy bien con las nuevas tecnologías pero que le dictó palabra por palabra. De hecho, me informa de que tuvo constancia del sorteo porque, a petición suya, su nieta visita de cuando en cuando mi página web y la informa puntualmente de las novedades o de si estoy a punto de lanzar una nueva novela. Me confiesa que es una lectora voraz, que le encanta leer y me habla con entusiasmo de mi novela sobre Durruti.

 

Y al fin descubro el motivo de aquel exacerbado interés por la figura de este pobre juntaletras y que, a la postre, es el auténtico quid de la cuestión.

 

Me cuenta que su padre, a quien idolatraba, luchó en Madrid, en el frente de la Ciudad Universitaria, durante la Guerra Civil. «Codo con codo con los milicianos», matiza con un punto de orgullo. Habla con devoción de él y su rostro se ilumina de la misma manera que minutos después se ensombrece cuando me habla de la posguerra, del amargo sabor de la derrota, del ninguneo y el desprecio al vencido, de los años de cárcel y depuración que su familia vivió siendo ella una niña… Y termina por confesarme que ese es el motivo por el cual la descripción de algunas de las situaciones que se dan en la novela le hayan llegado tan adentro. Porque coinciden en muchos aspectos con lo que, casi a escondidas, le contaba su padre.

 

Hablamos durante largo rato. De Durruti, de la Guerra Civil, de su padre, del asedio a Madrid, del oficio y los avatares de escribir una novela, de escritores y lectores… Me pregunta si tengo pensado escribir alguna otra novela ambientada en el Madrid de la Guerra Civil y le respondo que no entra en mis planes más inmediatos pero que nunca se sabe. Continuamos charlando y le pregunto si ha leído alguno de mis otros libros. Me confiesa con cierto pudor que los ha comprado, que los ha ojeado, pero que intuye que no van a gustarle tanto como el de Durruti. «Eso de las aventuras y los tesoros son temas de jóvenes», me dice con una afable sonrisa tras la que despunta un asomo de apuro. No quiero azorarla y cambio de tercio. Durante la conversación el caballero que la acompaña se mantiene en todo momento en un discreto segundo plano dejando hablar a la mujer. Sonríe de cuando en cuando al verla tan ilusionada con aquél encuentro pero apenas pronuncia palabra. Durante un instante cruzamos una mirada y capto lo que se percibe tras ella. Con un leve gesto me deja entrever que «es su momento», el de ella, y que no desea inmiscuirse.

 

Tras un par de horas de charla la mujer me dice que, sintiéndolo mucho y aun en contra de su voluntad, debe marcharse. Le ofrezco a modo de obsequio el ejemplar que he llevado conmigo. Me dice que ya tiene uno. Le indico que, si lo estima oportuno, regale el que ya tiene y se quede con el que le entrego, firmado y dedicado. «Así tendré un lector más. Todo sea por fomentar la lectura», le digo. La mujer sonríe de forma cálida e ilusionada. El caballero que la acompaña abandona su mutismo para insistir en abonarme el libro a lo cual me niego tajantemente. Extraigo el bolígrafo y estampo en el ejemplar la que probablemente haya sido una de las dedicatorias más sentidas que he escrito nunca. «Para Marisa. Con mi eterna gratitud por concederme el honor y el privilegio de compartir una velada inolvidable.». En los ojos de la mujer brilla un leve atisbo de humedad al leerla. Abono la cuenta —tras un pequeño tira y afloja con el caballero—, nos levantamos y nos dirigimos a la salida del establecimiento. Una vez afuera me atrevo a preguntarle.

 

—¿Defraudada?

—En absoluto —contesta con una sonrisa de oreja a oreja— Es usted tan encantador como había supuesto. Los libros no mienten. Siempre terminan por revelar el verdadero carácter de las personas que hay tras ellos.

 

Llega el momento de la despedida. La mujer me ofrece la mano. Con el dorso hacia arriba. De esa guisa y sin bromear con alguna amiga, habré saludado no más de dos veces a lo largo de mi vida, pero la situación no resulta forzada. Al contrario. Es el broche preciso, necesario para una velada como aquella. Acerco a mis labios a su mano al tiempo que hago una leve inclinación hacia adelante. Estrecho la mano del silente caballero que la acompaña y puedo percibir en aquel gesto, un apretón enérgico y sentido, y en la sonrisa velada que lo acompaña, un sincero agradecimiento por su parte. No por él sino por ella. Por haberla hecho feliz durante ese par de horas que ha durado nuestro encuentro. Acto seguido, él le ofrece su brazo, ella se aferra a él y ambos se marchan caminado muy juntos mientras yo me quedo allí, en pie, observando cómo se  pierden bulevar abajo por el Paseo de Recoletos al tiempo que pienso que ésta y no otra, la de forjar ilusiones, es la auténtica recompensa que conlleva el dedicarnos a lo que nos dedicamos. Ésta y no otra.

 

Parque Coimbra, mayo de 2011

 

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