La Heredera

Por Fernando Marañón.

 

Anoche soñé que volvía a Manderley…

 

O -más exactamente- a su réplica norteamericana, situada en la Washington Square del escritor Henry James y el cineasta William Wyler. Allí, en un escenario de espléndida prosperidad decimonónica, otra mujer fantasma envenenaba a los vivos con su no-presencia sin necesidad de imponerse desde un inmenso retrato en el rellano de la escalinata. Su representación se reducirá a un daguerrotipo que cabe en un bolsillo y que nunca contemplaremos directamente, sino a través de los ojos de cada personaje que atraviesa esta película hermosa y despiadada como pocas.

 

La mujer ausente, pero agazapada en cada rincón de la residencia y en cada momento vital de quienes la habitan, es la madre de “la heredera” y el único amor que conoció el Doctor Sloper, hombre tan educado como severo, incapaz de reconocerle a su hija encanto o mérito alguno salvo que borda maravillosamente.

 

Olivia de Havilland, esa hija aplastada por el modelo que la precedió en la casa y que se llevó a la tumba el corazón de su padre, compone el mejor papel de su carrera como la no demasiado agraciada pero rica soltera, ya no tan joven, que parece conformarse con servir a su progenitor de discreta ama de llaves hasta que un galán inesperado irrumpe en su vida, para cortejarla mientras se come con los ojos la esplendidez de su vivienda.

 

Después de la abnegación sudista que se llevaría, no el viento, sino ese vendaval llamado Escarlata, y de tantas aventuras caballerescas como compañera virtuosa de un follador de pianos, Olivia demostró lo que podía hacer en una gran película con un gran personaje en el momento clave de su fracaso, cuando tiene que admitir que el supuesto enamorado no vendrá a buscarla porque 10.000 dólares de renta son pocos si se ha soñado con 30.000.

 

Hay que verla subir los escalones de regreso a su cuarto, ya vencida, para recordar cómo puede un gran intérprete echarse cien años encima sin necesidad de maquilladores. Y cómo pueden después convertirse la humillación y el marchitamiento del alma en elegante furia y en venganza fría, al mejor estilo de la buena cuna. Cada vez que veo a Montgomery Clift en cualquiera de sus papeles posteriores reconozco en su mirada dolorida el zarpazo irreparable que le infringió la heredera.

 

Wyler, el autor de la mejor carrera de cuadrigas de la historia del cine, igualmente capaz de la sencilla profundidad con la que están narrados Los mejores años de nuestra vida (1946), que de mostrar en una del Oeste repleta de horizontes la diferencia entre la valentía y la rudeza, pone en escena con exquisita precisión una historia terrible, donde la mejor casa de la plácida y acomodada Washington Square puede arder de pasión, de esperanza y de odio, para convertirse en un mausoleo sólo habitado por fantasmas, los muertos y los vivos, tan descorazonador e imponente como Manderley.

 

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