¿Era esto la vida? Bien, otra vez
Por Guille Ortiz.
Mi acmé llegó a los 24 años. Ustedes no tienen por qué saber lo que quiere decir “acmé” y yo no tendría por qué utilizar palabras tan raras pero tanto Madrid-Barça me está afectando demasiado y al fin y al cabo siempre está la Wikipedia para esta clase de excentricidades… A lo que iba, mi acmé llegó a los 24 años: entrenaba a un equipo de baloncesto que ganaba todos los partidos, las mujeres se me daban moderadamente bien y, dijeran lo que dijeran en la Escuela de Letras, no tenía por qué no creer que iba a tener una carrera maravillosa como escritor.
Lo del equipo de baloncesto es lo que más me interesa porque resume un poco todas estas cosas: las mujeres, los amigos y el éxito. Hacíamos fiestas continuamente y nos abrazábamos entusiasmados. Éramos tan felices. Yo dirigía, jugaba y luego escribía las crónicas, como si estuviera trabajando para el Marca, cuando en realidad era teleoperador en una compañía de hoteles de verano. Tenía esa sensación vertiginosa de que todo me estaba permitido.
La estética era variada: ya digo, un escritor mujeriego pero adicto al deporte. En las celebraciones cantábamos Camilo Sesto y Miguel Bosé. Nuestro himno no oficial era de Alejandro Sanz. Jugábamos a ser lo que odiábamos. Jugábamos con el talento que nos habían dado los dioses. Yo puedo presumir de muchas cosas, pero sobre todo de conseguir que decenas de personas compraran un disco recopilatorio que incluía la canción “Torero”, de Chayanne.
Ahí queda eso.
Después llegaron una serie de decisiones terribles. Es lo que suele suceder, seguro que lo han leído en multitud de novelas. No hace falta ser un magnate millonario para caer en la decadencia. Hágalo usted mismo. Lo bueno de estos tiempos es que “éxito” y “fracaso” son términos tan de andar por casa que cada día uno cambia su autobiografía o cuando menos el titular del día siguiente.
Las cosas dejaron de ir bien, al menos en términos de entusiasmo, luego se reubicaron en otro lugar y otro tiempo –el mundo se resintonizó- y entonces volví a tomar las mismas decisiones estúpidas.
Espero que entiendan la exageración de todo esto, una exageración estética, como siempre: si mi éxito era entrenar a un equipo y tener dos novias no se puede esperar gran cosa de mi fracaso. Siempre he vivido por encima de mis posibilidades, para bien o para mal. Por ejemplo, usted está leyendo mis quejas y yo estoy en Nueva York ahora mismo de vacaciones, lo que le legitima a pensar que soy un cabrón con suerte y un llorón de primera.
Puede que tenga razón. Quedan cosas. No lo digo por Nueva York, me parece irrelevante. Estas Navidades montamos una juerga descomunal. Acabé con un amigo y dos amigas en el Toni 2, un sitio improbable. Mis amigos son lo que se llamaría “indies”. Probablemente yo también sea “indie” y lo fuera incluso en los tiempos de Chayanne y Alejandro Sanz, de ahí la ironía. Pues bien, ahí estábamos los cuatro bailando Sergio Dalma y pidiendo a gritos Rocío Jurado.
Cuando llegamos a casa, los cuatro, cada uno desde su ordenador, colgó en su muro de Facebook el vídeo de “Como una ola”. “Algo queda”, pensé, y por un instante volví a sentirme triunfador y carismático.
Todo esto viene por una charla absurda, de barra de bar de madrugada, un lunes cualquiera: esas preguntas rimbombantes sobre el éxito y la felicidad y sus aún más pedantes respuestas. Pensé de camino a casa y me acordé de todo aquello, de los 24 años y las pequeñas victorias. Los muros de Facebook.
Pensé que mientras queden pianistas albinos y ataques carismáticos, todo sigue siendo posible. Y que la condición de existencia en el mundo, la condición de poder disfrutar de verdad de la vida es pensar que sí, que realmente todo es posible a cada rato. No a la manera de Louise Hay o a la de Jodorowsky, por supuesto, sino a la manera de Nietzsche: “¿Era esto la vida? Bien, otra vez”.
Y luego, ya les digo, hice la maleta y cogí el avión. Hacia arriba y hacia abajo.