"El castor": no hay Disneylandia para la depresión

Por Luis Muñoz Díez.
 

“Que por dolerme me duele hasta el aliento” decía Miguel Hernández en su “Elegía a Ramón Sijé”. No es desproporcionado utilizar este verso al compararlo con el dolor que se sufre cuando el entendimiento se nubla opaco, descabalando los afectos, con un sólo mensaje: no hay salida, y te anegas en una depresión profunda.

 

La actriz Jodie Foster presenta El castor (2011), su último trabajo como directora, en el festival de Cannes 2011. Protagonizada por su buen amigo Mel Gibson, es una obra, y digo obra porque es una película de cuño totalmente  personal, en la que hace un exacto dibujo del áspero dolor que sufre un hombre cuando la depresión le hace su prisionero. Llegado a ese caso, no te vale nada ni  nadie, sencillamente, porque el que no te vales  eres tú.

 

Los allegados, desconcertados ante semejante misterio, te ponen en manos de ese chamán moderno que es el psiquiatra, el cual, para preservar la vida del confuso paciente y ante la total imposibilidad de extirpar el mal que supone no amarse, receta al sufriente toneladas de pastillas para que dormite veinte horas diarias; y lo peor, es que el doliente, en esas cuatro horas que le quedan de vigilia,  busca el descanso final que sólo, dicen, proporciona la muerte. Y esto es lo que le ocurre, exactamente, a Walter, el personaje central de El castor, interpretado por Mel Gibson.

 

El argumento se podría resumir en tres o cuatro líneas: un ejecutivo acomodado, casado con una mujer bella y cariñosa, padre de dos hijos, uno a punto de ingresar en la Universidad y otro un pequeño querubín inadaptado, cae en una profunda depresión. Después de dos intentos de suicido frustrados su cabeza alumbra la idea de que si ha de seguir viviendo lo mejor es refugiarse en una marioneta en forma de castor, a través del cual se sigue comunicando con el mundo. Este resumen sería válido si no fuera por la minuciosa radiografía con que examina Foster al personaje de Walter y al magnífico dibujo que hace de resto de personajes que componen el drama, ella misma en el papel de Meredith, su esposa, y su hijo Porter, interpretado con todo acierto por Antón Yelchín, que vive su propio drama paralelo y convergente.

 

La marioneta castor hace que Walter se parapete en una personalidad más digna y menos destructiva, protegiéndolo del concepto que tiene de sí mismo, y permite a la directora Foster hacer que el personaje, de una forma dolorosa y pionera, verbalice el terrible desasosiego que le consume, y que conozcamos, a cada momento, su destructiva ansiedad por medio de un diálogo a dos voces -que Gibson borda- entre Walter y su alter ego, el castor.

 

Es una obra que aleja, en principio, a Foster de los típicos postulados del cine americano y que profundiza hasta hacer que afloren los sentimientos a la manera de los maestros del Cine clásico europeo.

 

La película, en un principio, asusta, porque desconcierta, y no tengo claro que la comprenda en profundidad todo el que la vea, porque, afortunadamente, como dicen en un momento de la película “nos han engañado, la tristeza está impresa en el ADN” y a quien ella no le haya rozado no puede entender el avatar de Walter.

 

A Walter, el pasado le duele tanto que tiene que inventar un personaje para distanciarse de sí mismo, iniciando una travesía en el desierto que tiene como sentido su propia búsqueda. Y es que, pasada la mitad de la vida, el encontrarse con uno mismo puede ser tan demoledor como saber que todo ha sido un fingimiento, que quien te habita es un íntimo enemigo y que, sin saberlo, has generado montañas de basura en la que ya es difícil encontrar alguna herramienta en buen estado, y ya ni dispones de tiempo para elaborar un proyecto de futuro digno, y todo ante la incomprensión de los que te quieren que se empeñan en que vuelvas a ser el ser que detestas y retornes a una realidad que te duele, y la cual resientes como una pesadilla.

 

Walter, no ha podido matar a su padre como aconsejan los Freudianos, y ese padre le sigue doliendo, y ese dolor no le deja espacio para su crecimiento y lo mantiene desvalido como un niño abandonado cuando encauza ya la última etapa de su vida, y esa herencia vital la transmite, sin palabras, a su propio, que repite el esquema y siente la  misma animadversión por su padre que la que éste sintió por el suyo, y apunta con un ahínco destructivo cada rasgo del carácter de su padre para no ser nunca como él.

 

Pero el minucioso trabajo de interiorización de los personajes, no ha librado a Foster de caer en el tic efecto becerro de oro tío Sam, tan peculiar en el cine USA, que de cualquier cosa se hace fama y negocio, asociando, sin remedio, riqueza la felicidad. En este caso, la imposibilidad de Walter para comunicarse y el parapetarse detrás de una marioneta castor le permite vivir el sueño americano, ya que como es juguetero, lanza un producto de castor carpintero con el que consigue un éxito tan desmesurado como la caída en picado que experimenta posteriormente.

 

Foster, no se ha arriesgado y ante tanto dolor expuesto ha optado por dar un final constructivo y feliz. Y con poca cosa, el personaje, se encuentra, se ama y ama a los demás.

 

No dudo de las buenas intenciones de la muy notable directora Foster, pero no ha sido valiente. Walter, en la vida real, y dado lo andado por un camino sin retorno, no hubiera tenido una segunda oportunidad como ocurre en esta desoladora historia con moraleja final, y es que no hay Disneylandia para la depresión, por mucho que Walter, su mujer  y su hijo pequeño, el adorable querubín, rían despreocupados subidos en un cochecito a merced de una montaña rusa en la secuencia final.

 

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