Rubicón, elogio de la lentitud
En 1908 G. K. Chesterton, uno de esos escritores que nunca dejan indiferente, publicó una novela bajo el título El hombre que fue jueves. En ella el protagonista forma parte de un cuerpo especial de la policía que lucha contra, ni más ni menos, el nihilismo. Esa plaga que acechó Europa a finales del siglo XIX y de la que todos hablaban, aunque nadie supiera muy bien de qué trataba exactamente o cuales eran sus intereses ocultos. La única manera de hacer frente a ella: ser más nihilista que el propio nihilismo (vamos, ser más papista que el papa). Así, nuestro protagonista termina inmerso hasta el cuello en una historia en la que uno nunca sabe muy bien si el de enfrente practica las máximas nihilistas o es un simple miembro de esa distinguida clase de personas, dedicadas a luchar contra tan funesta e invisible plaga. Ya se sabe: ni los buenos son tan buenos ni los malos son tan malos.
Algo así le ocurre al otro protagonista (al verdadero) de nuestra historia: Rubicon. Él, un analista frío y gris de una agencia desconocida del gobierno de los EEUU, nunca sabrá muy bien si está en el lado de los buenos o los malos. Es lo que tiene trabajar con los fríos números e informes que llenan las mesas de los despachos, con datos y datos que carecen de sentido sin la necesaria distancia. Porque ellos son los verdaderos protagonistas de esta historia: los informes, que siempre están en medio de los personajes, que los mueven a trabajar, investigar, preguntar, sorprenderse… Fajos y fajos de papeles llenos de informes y datos dispuestos a ser analizados por el experto grupo de espías de Rubicon.
Por tanto, que nadie espere a un James Bond con su traje y su reloj de lujo, que nadie espere a un héroe dispuesto para la acción y los fuegos artificiales. Que nadie espere que un super-hombre resuelva todos los casos y termine con la chica guapa. Rubicon es una serie hecha para ser paladeada capítulo a capítulo, una serie para espectadores pacientes, que saben esperar el momento perfecto para que la trama llegue al punto exacto de maduración. Puro elogio de la lentitud narrativa (o como algunos han venido a llamarlo: Slow TV).
Entre medias un protagonista insulso, recto, gris, que asemeja una línea recta. Un perfecto empleado del gobierno, de esos que no preguntan y hacen su trabajo de manera eficiente. Un funcionario con todas las letras. Uno de esos cerebritos dispuestos a leer en sus ratos libres el Tractatus de Wittgenstein y cosas por el estilo. En definitiva, un personaje perfecto para protagonizar una serie. Dispuesto a ser moldeado, a ser zarandeado por una historia que hará curvar su vida, su día a día, que lo lanzará de un lado para otro.
A ratos pensará que es el centro del relato, que lo tiene todo controlado, incluso que está en el lado de los buenos. A ratos se disolverá en una espiral de tensión e impotencia, de saberse marioneta de otros, de lucha contra la fría y lenta burocracia. Esto le hará oscilar, confiar en unos, en otros, creer en unos pocos y terminar convirtiendo su investigación en una cruzada personal. Así hasta convertirse en una especie de anti-héroe, con mucho que perder y poco que ganar.
Con una banda sonora que recuerda a lo mejor de Clint Mansell (Requiem por un sueño, Moon y un largo etcétera), Rubicon bebe directamente de la cantera de The Wire, de esa manera de entender la televisión como un producto que hay que tratar con mimo, de esa manera de entender las series como grandes películas por capítulos. Un total de trece componen esta pequeña historia. Por desgracia, después de la primera temporada fue suspendida (la tiranía de las audiencias, ya se sabe). Quizás por ello ha quedado como una historia impecable, sin fisuras, perfecta para ver de cabo a rabo sin pausas. Degustando cada escena hasta el final, sabiendo que tarde o temprano todo encajará. Sólo hay que esperar. Sólo hay que saber esperar.
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