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Las manos de Ribera


Por Alberto Peñalver Menéndez
El joven Ribera
Comisario: José Milicúa & Javer Portús
Museo del Prado (C/Ruiz de Alarcón, 23, Madrid)
Del 5 de Abril al 31 de Julio

Siempre que acudo a una exposición de pintura, recuerdo las palabras que un día me enseñó un profesor de Historia de Arte: «Fíjate en las manos. Es allí donde encontrarás la verdadera maestría de un pintor». Y yo obediente, presto una atención morbosa a las uñas, falanges, nudillos, almas, venas y tendones, arrugas y lunares de los hombres y mujeres que figuran en los cuadros, como el vidente que lee el futuro en las líneas de la mano. En muchas ocasiones, mis aspiraciones quirománticas se truncan en decepción al comprobar que el pintor de turno, temeroso de no dar la talla, decide esconder los miembros bien tras posturas imposibles, bien bajo los ropajes, todos ellos recursos picarescos, que disimulan las carencias del artista. Este subterfugio, en efecto, manca la emotividad de las acciones humanas, pues son las manos – junto con el rostro – la fuente de la expresividad psicológica de los personajes.

Afortunadamente, éste no es el caso de Ribera: el pintor español presume ostensiblemente de «manos», haciendo gala de una certera habilidad a la hora de resolver las dificultades anatómicas de uno de los órganos más complejos del ser humano, y sin caer en los excesos manieristas de sus antecesores. Evidentemente, la sombra alargada de Caravaggio se extiende tras la técnica de Ribera: aunque se desconoce si el creador del tenebrismo llegó a conocer personalmente al Españoleto, su influencia se palpa poderosamente durante la primera década de su obra. Sus «manos», al igual que las del maestro italiano, se distancian del idealismo anterior y se muestran hinchadas, venosas y con las uñas sucias: nunca antes se había expuesto la aspereza del trabajo físico y de la decrepitud del tiempo al que están abocados todos los seres humanos, y que pone a Santo Tomás a la misma altura de un mendigo, ambas obras expuestas en la primera sala de la exposición.

Además, ya no sólo reivindica la fuerza emocional que cargan las manos, sino también su elocuencia, que permitió, entre otras cosas, desmentir las opiniones coetáneas que defendían una supuesta incompatibilidad entre el naturalismo y la narratividad propia de las escenas históricas. Las manos de Rivera individualizan a cada uno de los personajes que aparecen en La resurreción de Lázaro, además de trazar un marco compositivo que guía al espectador. La escena, que nos remite al cuadro homónimo de Caravaggio, dibuja un triángulo compositivo formado por el dedo índice de Jesús que señala a Lázaro, las palmas del resurrecto y su réplica en las de María Magdalena. Con un sencillo gesto, Ribera describe las pasiones de los tres protagonistas – firmeza, agradecimiento y sorpresa -, y amplía el catálogo de emociones con los personajes que les rodean: la devoción de Marta, el gesto casi asqueado de un paseante, la ayuda manual que le presta otra figura a Lázaro, etc.

Casi tan importantes como las manos son los objetos que éstas sujetan: algunos más o menos tradicionales como las llaves de San Pedro, otros más sorprendentes como la calavera hamletiana que sostiene su Magdalena Penitente. Pero quizás, el que más me hizo recordar a aquel profesor fue el terrorífico San Bartolomé, portando una navaja en su mano derecha y el pellejo de su propio rostro en la izquierda, símbolo de su propio martirio. La imagen impacta en el espectador con una fuerza inusitada que es debida tanto a la iconografía utilizada – pues es tradicional representar así al apóstol – como en la crudeza contundente de su gesto: un fierro puño derecho, pintado casi a carne viva y con la tirantez de la piel vieja, marcada especialmente en los pliegues papirescos de las arrugas entre dedo y dedo. El complejo juego de luces que incide en la mano multiplican los tonos sanguíneos hasta hacer ciertas aquellas palabras de Lord Byron en las que afirmaba que Ribera “mojaba su pincel en la sangre de los santos”. Más tarde, Gautier reiteró su opinión al calificar su pintura de “de desolladero, matadero que parece haber sido ejecutado para caníbales por un ayudante de verdugo”. Sin embargo, lo cierto es que esta imagen tenebrosa responde más a las leyendas negras vertidas por ingleses y franceses que a la realidad, como revela perfectamente un análisis menos prejuicioso de su obra. No obstante, me atrevo a confesar, no deja de tener encanto esta visión apócrifa, y un ojo atento podrá comprobar como el mismo personaje se pasea como un fantasma en otras obras del Españoleto, asumiendo la exposición un caracter casi macabro.

Son muchas más las manos que nos encontramos a lo largo de la exposición, y no deseo agotar todas las sorpresas que contiene. Mas me guardo de advertir a un futuro visitante que, por favor, recuerde mis palabras de la misma manera que yo las recuerdo: Fíjese en las manos.

www.museodelprado.es

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