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Código fuente

Por Rubén Sánchez Trigos.

 

Para empezar, abracemos el lugar común: Código fuente, segundo largometraje de Duncan Jones tras Moon (2009), es una agradable sorpresa. Agradable y humilde. Lo es por sus propios méritos –porque es eficaz, honesta y trata de tú al espectador-, pero también por comparación. En los últimos tiempos, el mal llamado cine de género –en particular el facturado en Hollywood, aunque quizás porque son los únicos cineastas que pueden permitírselo- sufre un curioso síndrome. El síndrome de las películas definitivas. El fenómeno, que tampoco es nuevo, aunque desde el cambio de siglo se ha agudizado, tiene un mecanismo aparentemente sencillo y fácil de identificar: consiste, en esencia, en escribir y filmar una película que diga la última palabra sobre un género determinado, un tema en particular, una época o un personaje concretos. Posiblemente, el bueno de Cristopher Nolan se encuentre en la cresta de la ola de esta tendencia. Las dos películas que hasta la fecha ha filmado sobre Batman pretenden ser mucho más que cuentos de superhéroes para adolescentes frustrados. Pretenden ser lo más. Las más dramáticas. Las más oscuras. Las más todo. Y en lo que se refiere a Origen, la película no oculta sus aires de grandeza en ningún momento y pretende erigirse en LA última palabra sobre ciencia ficción cinematográfica. Ojo, no voy a caer en la trampa de juzgar si estas películas son mejores o peores que otras. Estoy ciñéndome exclusivamente a sus pretensiones.

 

La lista no empieza ni acaba con Nolan, ni mucho menos. Ridley Scott ofreció el año pasado la que pretendía ser LA película definitiva sobre el mito de Robin Hood, y James Cameron se pasó diez años prometiéndonos a todos que dinamitaría la Historia del cine con su Avatar. Un poco como le pasaba a Kubrick, que se veía en la obligación de rodar la película definitiva de cada género que abordaba: la película definitiva de ciencia ficción –2001: una odisea del espacio-, la película definitiva de terror –El resplandor-, la película definitiva bélica –La chaqueta metálica-, etc. En primer lugar, admitamos que el cine necesita de estas pretensiones. Necesita de vez en cuando un nuevo 2001: una odisea en el espacio que impulse las convenciones del género más allá de lo previsto y creen tendencia, como ocurrió con Matrix. Pero no nos engañemos: también necesita películas pequeñas. Películas cuya vocación no sea la de marcar un antes y un después en nada, sino que se contenten con narrar una historia eficazmente y aprovechando todos los recursos que un género y su correspondiente tradición ponen a su alcance. Y ahí es donde Código fuente encuentra su lugar cómodamente, alejándose de ínfulas ampulosas y apelando a una narrativa honesta y segura de sí misma.

 

Película con más de una deuda con Philip K. Dick y Fredric Brown –en realidad, como casi todo el cine de ciencia ficción que se estrena desde hace años-, no pierde un segundo en exponer un conflicto que a fuerza de acumular clichés –el héroe de cuya pericia depende la supervivencia del mundo, la historia de amor, la cuenta atrás, el enigma que supone la identidad del villano y la consiguiente baraja de sospechosos– acaba por resultar irresistiblemente arquetípico, en el mejor sentido de la palabra. Es mérito de Jones la precisión de sus encuadres, la concisa dirección de actores y un sentido del espectáculo convenientemente dosificado en unas escenas y contenido en otras –todo lo que tiene que ver con la explosión de las bombas es de una elegancia que ya echábamos de menos en pantalla-. Lo de menos es vaticinar si Código fuente ejercerá más o menos influencia en el devenir del género en el que indudablemente se encuadra. Duncan Jones recupera, con espontaneidad y ojo clínico, el inmenso placer de narrar una historia, y eso, hasta los más acérrimos fans de Nolan deberían admitirlo, acaba por contagiarse al espectador. Se le puede reprochar, y con razón, que su último acto se dilata un tanto en exceso, o que la historia de amor no está todo lo justificada que debiera, pero son precisamente estas imperfecciones dentro de la armonía del conjunto las que delatan su condición modestamente asumida.

 

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