¿Está Dios en las neuronas? Neurociencia y religiosidad
Por Carlos Javier González Serrano.
De nuevo salta a la palestra el asunto de la “Neurotecnología” de la religión. El pasado domingo (24 de abril de 2011), el diario El Mundo publicaba en su suplemento Eureka un artículo (firmado por Rosa M. Tristán) cuyo título reza “‘Neurotecnología’ del cristianismo”, donde se explica, entre otras cosas, que «el camino que lleva a las procesiones de nazarenos habría comenzado en un Australopithecus que se puso de pie hace cuatro millones de años». A partir de la obra El dios de cada uno (publicada en Alianza), del catedrático de Fisiología Humana Francisco Mora, se pone de relieve que la religiosidad podemos encontrarla en patrones neuronales que -parece- tuvieron un valor incalculable de cara al mantenimiento de la supervivencia. En concreto, la autora del artículo cita que tal religiosidad «nació cuando un individuo se encontró con un cerebro complejo que le permitía ser consciente de fuerzas naturales que no podía dominar; eso le llevó a creer que eran dominados por otros seres, y esos otros se alimentaron del fuego del cerebro emocional, sustrato de lo sobrenatural». A lo largo del escrito de Rosa M. Tristán se dilucidan -a la luz de las afirmaciones anteriores- fenómenos como la fe, las procesiones, las imágenes, la resurrección o los profetas.
El tema no es nuevo ni mucho menos. Científicos del Instituto Mental de Estados Unidos aseguran que la fe puede salvar… en un sentido literal, pues el estilo de vida promovido por las creencias religiosas podría prolongar nuestra vida hasta 8,9 años en el hombre y 7,5 en la mujer. Por su parte, el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) explica que asistir regularmente a ceremonias religiosas podría conllevar un incremento del 9,1% de los ingresos económicos -aunque, reconocen, el estudio fue llevado a cabo con sujetos de rentas altas. Con respecto al éxito, la fe implicaría también una mayor predisposición al matrimonio y una tendencia menor hacia el divorcio, además de que los creyentes poseen una también menor propensión al alcoholismo y la delincuencia; investigaciones científicas desarrolladas en la Universidad de Yale apuntan a que quienes buscan consuelo en alguna religión, requieren incluso menos atención psicológica. También se refleja este influjo en el autocontrol, ya que los seguidores de religiones albergan una mayor fuerza de voluntad exigida por el credo en cuestión, lo que procura un mayor bienestar emocional. Sin embargo, y en contraste con los datos anteriores, la fundación John Templeton de EEUU constató que rezar por un enfermo no sólo acaba por no favorecerle, sino que incluso puede generar un alto grado de estrés que complicaría su estado.
También señalan algunas líneas científicas actuales que los momentos álgidos de experiencias religioso-místicas a las que se refieren algunos de los personajes más ilustres de la historia no serían más que síntomas de epilepsia. Por ejemplo, existen autores que explican la conversión de Pablo de Tarso como una crisis de epilepsia localizada en el lóbulo temporal del cerebro; o también, conforme a las afirmaciones del neurólogo Esteban García-Albea, que las crisis místicas de Santa Teresa no serían otra cosa que un tipo de epilepsia que le hacía suplicar a Dios en busca de su liberación. Pero no sólo en el cristianismo: Mahoma no escapa de esta caza de brujas y se dice del profeta que pudo encontrar su inspiración al respecto de su particular visión del paraíso en plena crisis epiléptica. Cuando esta vía de justificación (la epilepsia) se hace inaccesible, comienza entonces a surgir la idea de que aquellos raros estados podrían estar causados por algún tipo de sustancia alucinógena. La Universidad John Hopkins se refiere, por ejemplo, al poder del psilocybin, un hongo que modifica el comportamiento de las personas y les permite acceder a vivencias místicas; se administraron dosis de tal hongo a algunos voluntarios, y la narración de sus experiencias resultó ser muy similar a la que recogen textos bíblicos y religiosos de todos los tiempos.
Por otro lado, en la Universidad de Montreal (Canadá), quedó demostrado (o eso dicen) que no existe una zona específica en el cerebro donde se puedan localizar y centralizar las ideas religiosas, lo que zanjaría la cuestión de si hay un “módulo-Dios”. Este equipo de científicos, bajo la dirección de Mario Beauegard, aplicó el escáner sobre el cerebro de una comunidad de monjas carmelitas mientras ellas intentaban revivir alguno de sus momentos místicos. Las imágenes ofrecidas por la resonancia magnética reflejaban una actividad superior en el lóbulo temporal (lo que ya se sabía) y en el córtex temporal, así como en áres asociadas a sentimientos positivos y a manifestaciones físicas del resto del cuerpo. La cuestión a plantear es si cabría entonces reducir la religión a un conjunto de acontecimientos neurológicos… si esa misma activación en el cerebro pudiera ser producida por máquinas ajenas a la persona en cuestión.
El artículo de El Mundo más arriba citado termina con las siguientes palabras: «En definitiva, los dioses y la religiosidad están en el cerebro, la única alma posible». ¿Qué fenómeno de la vida no puede ser reducido a patrones psico-fisiológicos? ¿Qué quieren decirnos mediante este determinismo, cada vez más agrio y pasado de moda (por mucho que la neurociencia “sea el futuro”, como dicen sus acólitos), y que afirma poder explicar lo por antonomasia inexplicable? ¿Cómo se origina un pensamiento? ¿Dónde está el pensar? ¿Qué significa conocer la localización de nuestro pensar, si su contenido sigue siendo insondable?