La balada de Cable Hogue
Por Fernando Marañón
Anoche soñé que volvía a Manderley…
…Y me detuve a medio camino, digamos 1970, en un desierto sin agua, hasta que llegó Jason Robards y la encontró de milagro. Gracias a ese hallazgo, el harapiento Cable Hogue y su amigo predicador con alzacuello giratorio se convertirían en los nuevos personajes duros y desconcertados de Peckinpah, después de aquellos otros mucho más violentos, del mismo Oeste sucio y decadente, que retrataba como nadie el fronterizo de California.
Duelo en la Alta sierra (1962), Mayor Dundee (1965) y Grupo salvaje (1969) precedieron a esta pequeña película llena de encanto, melancolía, humor y mugre. Apenas cuenta una venganza aplazada, la puesta en marcha de un negocio cutre antecesor de las gasolineras y el romance inacabado pero confortable de un pelanas y una puta del Oeste. Pero no hace falta mucho más para una gran película con estructura de balada, textura polvorienta y sub-texto romántico. Porque Jason Robards y Stella Stevens no son Redford y la Streep recitando a Coleridge en medio de un safari, pero Peckinpah demostró que se puede sacar petróleo de un lavado de grupa tanto como de un enjuague de cabello. Y que la cámara lenta, estilizadora de la muerte, puede sustituirse por la rápida, estilizadora de la vida.
La balada de Cable Hogue (1970) es la única película de Peckinpah en la que las cosas del mundo parecen estar en su sitio y las serpientes de cascabel se utilizan para guisar. Por primera y última vez, el mestizo aparcó su ira para filmar lo más parecido a un Capra trasladado al western, donde un hombre insignificante no podrá saber qué sería del mundo, de su desierto, si él no hubiese nacido para encontrar agua, pero tendrá el privilegio de asistir en vida a su propio funeral y compartir, rodeado de deudos, un bonito discurso fúnebre.
Habría sido un excelente broche para la carrera de Peckinpah, el testamento fílmico idóneo, su Gran Torino. Pero aún vendrían, uno tras otro, algunos de sus títulos mayores: Perros de paja (1971), Junior Bonner (1972), La huida (1972), y Pat Garrett & Billy the Kid (1973). De la furia a la nostalgia, de la road movie con recortada al poema estilo Dylan. No está mal para aquel apache de Hollywood pasado de coca y tequila, que llevaba un trapo en la cabeza y armaba películas capaces de resistir todos los tijeretazos que un gran estudio quiera darle al mejor celuloide.
Peckinpah sabía, como Cable, que en el peor de los desiertos puede encontrarse un manantial de agua fresca o de cine imperecedero. Como en las cenizas de Manderley.