Mola mazo
Es ya un tópico señalar que la nueva generación, esa que ha sido criada en las nuevas tecnologías, ha resultado ser una de las generaciones que más tiempo dedica a leer. Esos que llaman “nativos digitales” son, probablemente, la generación que ha devorado más milímetros cúbicos de palabras en toda la historia de la humanidad. Leen en internet, pero leen -se asegura con alivio y esperanza-, leen en messenger y leen esos mensajes cortos, cortísimos, que no pueden superar los ciento cuarenta caracteres, pero que a ellos les basta para expresar pensamientos complejos (fundamentalmente lo que mola y cómo lo flipan, que casi siempre es cantidad). No falta quien cifre en este hecho de que la nueva generación lea -no importa lo que lean, pero que lean- las razones por las que esperar un futuro mejor para la raza humana.
En el artículo del NTY aparecen unos cuantos testimonios de gente cuyos hijos han pedido un reader estas navidades -probablemente estos padres sean el tipo de gente que posee sofás de cuero marrón, gatos gigantes y pomposas alfombras de rancio abolengo-. Luego se añade algo sobre el constante trasiego de libros entre niños y se asegura que “That scene may be slowly replaced by tweens and teenagers clustered in groups and reading their Nooks or Kindles together, wirelessly downloading new titles with the push of a button”.
Más cosas: “Some younger readers have been exploring the classics, thanks to the availability of older e-books that are in the public domain — and downloadable free.” Y al leer esto pienso, con una mezcla de envidia y nostalgia, que ojalá hubiese habido, cuando yo era niño, un sistema para poder leer libros gratis. Tal vez las instituciones podrían haber organizado algún tipo de préstamo o algo por el estilo. Ojalá.
Hubbert Guillaud es periodista. Tiene un blog en el periódico Le monde en el que habla mucho de estas cosas del libro electrónico. También él ha reparado en el artículo del NYT y no duda en resaltar un dato llamativo. Según Harper Collins, ha habido una progresión del 25% en los libros de “jóvenes adultos” -ellos prefieren que se les llame así- después de navidad. Un ascenso muy superior al crecimiento habitual, de por sí bastante acusado, del 6%. Es decir, que la noticia es que, después de que estas últimas navidades el famoso lector electrónico haya sido -después de varios amagos en años precedentes- un regalo habitual, la gente se haya comprado algunos libros para hacer funcionar el cacharrito. Esto es un poco como sorprenderse de que después de una subida en la venta de coches se produzca también un aumento en la venta de gasolina. Esto, claro, parece bastante lógico, aunque ya veremos lo que pasa de aquí a unos meses, cuando los propietarios de los nuevos vehículos (y aquí ya no hablo de coches) empiecen a plantearse que no tienen ningún sitio a dónde ir.
Claro, que estamos hablando de EEUU. Aquí el lector digital no tiene todavía la misma presencia, aunque llegará. Claro que llegará. En EEUU la edición digital supone ya un porcentaje importante de las ventas totales del sector de la edición. En Inglaterra y Alemania se ha producido una pequeña eclosión. Sabemos que el libro digital llegará, pero lo que no sabemos es cómo será la convivencia del libro digital con el tradicional. Tampoco sabemos hasta qué punto esta discusión puede ser importante o una mera cuestión de detalle, en comparación con otra cuestión que se antoja bastante más decisiva, y es que no sabemos qué repercusión tendrá el libro digital en la cultura literaria.
Porque el libro digital no será solo el cambio de un formato por otro. Si así fuera, la cuestión no tendría demasiado interés. Sería sólo un tema de preocupación para los nostálgicos entre los que, lo reconozco, yo me cuento, pero que son gente a los que no hay que prestar demasiada atención, porque, antes o después, están condenados a desaparecer. Pero el digital será algo más que eso, aunque sólo sea por la incidencia que la aparición de los libros digitales tendrá en el sector editorial. Ya sabe, esos señores que hacen los libros. Al fondo asoma la nube oscura de la gratuidad.
Desde un punto de vista estricto el debate por la gratuidad, del que se habla mucho, en realidad, no se está produciendo. O no hay o apenas existe un intercambio de razones entre los defensores de la gratuidad -que, al parecer, son los internautas, término que a día de hoy es más o menos equivalente al de “bípedo implume”- y los portavoces de la “industria” -que, a su vez, es un grupo que va desde la Warner Brothers hasta una pequeña editorial especializada en libros sobre micología en formato “elige tu propia aventura”.
Es dificil tomar una posición decidida cuando se enfrentan dos grupos motivados de forma tan evidente y exclusiva por la codicia.
Por un lado, los creadores y fabricantes de contenidos. No sólo las editoriales -de hecho, casi diría que las editoriales en menor medida que cualquier otro- sino también las productoras de música, cine, DVD… Gente que defiende como sagrado su derecho a ganar cantidades exageradas de dinero -en relación con el coste de producción del objeto en sí- puesto que, afirman, la existencia de dicho beneficio es la más formidable garantía para la supervivencia de la cultura en este país y, por extensión, en el universo en general.
Ahora, llegados a este punto, tenemos que detenernos por un momento, porque yo no sé si usted tiene una lista de palabras de esas que queda bien utilizar en cualquier ocasión. Si no la tiene debería. Es una cosa muy práctica que le puede sacar de apuros en cualquier momento. Yo le animo desde aquí a que se fabrique una ahora. Ya mismo. De lo que se trata es de tener una lista de palabras cuya sola mención debe bastar para anular cualquier tipo de juicio racional y dejar paso a una ceguera emotiva más o menos simplona que, ya verá usted, nadie se va a atrever a discutir. Una lista de cosas que son buenas, sin más, y puras enteramente, sin discusión. En mi lista, por ejemplo, están las palabras democracia -si alguien le niega la mayor, usted lo tacha de fascista-, igualdad -si alguien le niega la mayor usted lo tacha de fascista- y, claro, cultura -si alguien le niega la mayor usted lo tacha de fascista-.
Apelando a la cultura uno puede vender cualquier cosa. Si vende usted discos de Bustamante o incluso si es usted el propio Bustamante -cosa que dudo- y quiere proteger su legítimo derecho -y esto va sin ironía, porque legítimo es- a forrarse vendiendo discos por un, qué se yo, digamos un dos mil por ciento de su valor real de fabricación, pues nada, sólo tiene que mencionar los costes añadidos de producción, más los costes de publicidad -inexcusables, por otra parte- y apelar a la necesidad de proteger la cultura. Si ha hecho usted una comedia española de esas guionizadas por cuatro amigos que se han visto Airbag tres veces por semana desde el día del estreno, y aspira a una subvención gubernamental, pues ahí lo tiene usted; canto de protección de la cultura al canto y, si le sobra tiempo, meta la palabra “diversidad” o algo así, que también hace muy bonito.
Por supuesto, no defiendo yo aquí que haya una ley que promueva o prohiba la creación de unos contenidos determinados en función de su “calidad” porque, primero, a ver quién es el guapo que se atreve a decidir sobre la calidad de los contenidos -candidatos habrá, eso seguro- y quién es el listo que le puede negar a nadie su derecho a publicar, editar, grabar o padecer lo que le venga en gana. Simplemente me extraña que se defienda como cultura lo que, para bien o para mal, no es más que un producto comercial, con la misma importancia o el mismo valor en términos culturales que los anuncios de Bollycao, que, ya digo, no me parece a mí que haya por qué prohibirlos, pero no entendería tampoco muy bien que se los llevase a un museo.
En el otro bando están los internautas, que son los señores que defienden la gratuidad de los contenidos. Los internautas, ya lo habrá comprobado usted, resulta que no somos todos. Bueno, sí, internautas somos todos, pero unos más que otros. Los internautas de verdad, los internautas pata negra, son unos señores que tienen blogs y llevan camisetas con mensajes divertidos. Las dos cosas les encantan. Las camisetas las llevan incluso a sus reuniones en el ministerio, para así dejar bien claro que ellos no son unos avariciosos capitalistas y qué series de televisión les gustan ver por la noche antes de irse a dormir. No deja de ser curioso que se defienda con mayor ahínco el derecho a descargarse películas gratuitamente que el derecho al trabajo, por ejemplo. Hay que reconocer que esto es demagogia pura, pero, y ahora es su turno de reconocer algo, no deja de ser curioso que se reclame la cultura gratis, pero a nadie se le pase por la cabeza reclamar, qué se yo, la gratuidad en la alimentación o en la vivienda, que se supone que sí están garantizados por la constitución.
Nota al pie: la constitución es ese librito que tiene su primo, que es funcionario, calzando la mesa de la cocina.
Digo que sobre esto no hay debate porque el debate debería implicar un cierto intercambio de razones, que es precisamente lo que aquí no hay o apenas sí vemos. Lo que nosotros tenemos son dos figuras estáticas, a contraluz, mirándose fíjamente a los ojos. Uno lleva traje, lleva corbata, usa gemelos y no tiene corazón. El otro lleva una camiseta amarilla con el lema “Me encanta que los flanes salgan bien” y la cara sonriente de George Peppard fumándose un puro. Las dos figuras permanecen quietas, sin hablar. Símplemente retándose con la mirada. Si esto es un debate entonces la escena del duelo de El bueno, el feo y el malo es una parodia de Doce hombres sin piedad y yo no he entendido nada de nada. Es posible, pero me cuesta creer que sea así.
El famoso discurso de Alex de la Iglesia en los Goya, por ejemplo, vino a decirnos que alguien debería decir algo, pero ese no debía ser el momento adecuado, porque a fin de cuentas mucho tampoco se dijo allí. ¿Un discurso puede ser valiente y vacío al mismo tiempo? Lo cortes y lo valiente, ya sabe usted. De la Iglesia tuvo una conversión a la internautería militante tan rápida como injustificada, en el sentido de que todas las explicaciones que ha dado hasta el momento se han referido a “ciertas razones”, “ciertos aspectos”, “ciertas perspectivas” que antes de la reunión con los internautas él no había tenido en cuenta. ¿Le importaría mucho compartir esas razones con nosotros, Sr. de la Iglesia? Vaya por delante que me gustó mucho “El día de la bestia” y he visto de lo más contento casi todas sus películas. Vaya por delante que me encantaría darle la razón en todo esto pero ¿no podría ayudarme un poco más?
No hay debate porque no hay propuestas. No hay propuestas porque nadie quiere perder. Nadie se conforma con ganar si la victoria no es plena. De vez en cuando alguien que pasa por allí se lleva el gato al agua, verbigracia: spotify.
Todo esto viene a que uno de los posibles efectos de la irrupción del digital en el mundo editorial es, asumámoslo, la extensión del conflicto de la gratuidad. Y dicho conflicto, en el mundo editorial, sólo puede conllevar la pérdida de calidad del producto final. Yo defiendo -lo he hecho alguna vez en esta misma página- que el sector editorial tiene diferencias muy importantes respecto a, por ejemplo, el sector de la música. Para empezar, es cierto que el libro tiene una importancia en la cultura occidental infinitamente superior, como formato, de la que puede tener el CD e incluso la grabación de música en general. Al fin y al cabo, hasta el S XX no existían las grabaciones y hasta mediados de los sesenta no fueron un producto incorporado con cierta familiaridad a la cultura habitual de la gente. Hasta hace treinta años pocos podían disponer de una coleción de música, hasta hace veinte, pocos tenían más de quince o veinte películas en casa y hasta hace diez ni el CD ni el DVD estaban presentes en la mayoría de bibliotecas. En eso, el sector editorial es mucho más fuerte que sus primos de la música o el cine. Sin embargo, estos tienen algo de lo que el sector editorial carece casi por completo. Tienen un plan B.
En el caso de la música, junto al negocio de la venta de CD siempre ha existido un negocio paralelo, el negocio del que los músicos, al final, han vivido hasta hace cuatro días: los conciertos. En el caso del cine, pasa algo parecido. El negocio de los reproductores domésticos es algo muy reciente que, en su momento, vino a complementar la fuente tradicional de ingresos, que era la taquilla.
En el mundo editorial el plan B no existe y el plan A sobrevive a duras penas. Es cierto que el libro digital puede ahorrar costes de producción, pero ese ahorro no será suficiente para compensar el trabajo que implica editar esos libros, que no suelen vender más de mil o dos mil ejemplares,pero que son el engranaje que mueve las ruedas de la salud literaria de un país. ¿Cómo compensar, por ejemplo, la edición -costosa tanto por la traducción como por la maquetación o la revisión necesaria para alcanzar un elevado nivel de calidad- de las memorias de Casanova, que Atalanta publicó el año pasado? ¿Cómo compensar o quién tendrá el tiempo para preparar la edición del próximo 2666, las traducciones de Mann, el Pynchon que ha de venir? El libro es fuerte, pero la literatura sufrirá. No morirá, claro, porque, aunque parezca ajada, como decía Bolaño, la literatura es en el fondo es una máquina terrible a la que no podemos vencer y que sólo será vencida por un enemigo mucho más terrible. No morirá, pero sufrirá. Mientras tanto, ya lo sabe, lo importante es leer. Lo valioso es que lean. Que lean cualquier cosa.