'Una noche con Claire', de Gaito Gazdánov [Nevsky Prospect]

«Claire estaba enferma; la velaba noches enteras y, al marchar de su casa, cada vez, invariablemente, perdía el último metro y entonces recorría a pie el trayecto de la calle Raynouard hasta la plaza Saint Michel, que estaba cerca de donde yo vivía. Pasaba por delante de las caballerizas de la École Militaire; desde su interior llegaba el sonido de las cadenas a las que estaban atados los caballos, y el denso olor de los equinos, tan poco habitual en París; luego a grandes pasos recorría la larga y estrecha calle Babylone, donde, al final de la cual, en el escaparate de un fotógrafo, bajo la precaria luz de las lejanas farolas, me observaba el rostro de un escritor famoso, compuesto enteramente de planos inclinados; los ojos omniscientes detrás de unas gafas de carey europeas me acompañaban media manzana, hasta que cruzaba la franja negra brillante del boulevard Raspail. Por fin llegaba a mi hotel. Unas viejecillas atareadas vestidas con andrajos me adelantaban moviendo sus débiles piernas; sobre el Sena brillaba un sinnúmero de luces que se hundían en la oscuridad, y cuando las contemplaba desde el puente, empezaba a tener la sensación de estar en un puerto y de que el mar estaba cubierto de barcos extranjeros con las luces encendidas. Echando una última mirada al Sena, subía a mi habitación y me acostaba para inmediatamente sumergirme en una oscuridad profunda; en ella se agitaban unos cuerpos temblorosos, a veces no conseguían materializarse en las formas a las que mis ojos estaban acostumbradas y ahí mismo se desvanecían, sin llegar a concretarse; y yo en sueños me lamentaba de su desaparición, me compadecía de su imaginaria e incomprensible pena y vivía y me adormecía en ese inexplicable estado que nunca viviría en la realidad. Esto debería haberme afligido; pero por las mañanas me olvidaba de lo que había soñado, y el último recuerdo del día anterior era el recuerdo de haber perdido una vez más el metro. Por la noche, regresaba a casa de Claire. Su marido había partido para Ceilán unos meses atrás, estábamos ella y yo a solas; y únicamente la sirvienta, que nos traía té y pastas en una bandeja de madera con la imagen de un chino delgado, dibujado con unas finas líneas, una mujer de unos cuarenta y cinco años que usaba anteojos y no parecía una sirvienta en absoluto, y una vez más estaba abstraída en sus cosas —siempre lvidaba algo, o bien las pinzas para el azúcar, o el azucarero, o un plato o bien una cucharilla—, sólo la sirvienta interrumpía nuestra mutua compañía para entrar a preguntar si madame necesitaba alguna cosa más. Y Claire, que por algún motivo estaba convencida de que la sirvienta se ofendería si no le pedía alguna cosa, decía: «Sí, tráigame, por favor, el gramófono con los discos que hay en el despacho de monsieur…», a pesar de que no necesitábamos para nada el gramófono, y cuando la sirvienta salía, se quedaba en el lugar en que ella lo había dejado, y Claire se olvidaba del mismo al instante. La sirvienta entraba y salía unas cinco veces todas las noches; y cuando una vez le comenté a Claire que su sirvienta se conservaba muy bien para la edad que tenía y que sus piernas gozaban de un magnífico vigor juvenil, aunque, por otro lado, no me parecía completamente normal: o bien tenía la manía de moverse, o bien sencillamente una leve pero indudable debilidad de las capacidades mentales, relacionada con la proximidad de la vejez; Claire me observó con compasión y replicó que mejor sería que utilizara mi particular ingenio ruso con otros. Y, sobre todo, en opinión de Claire, debía recordar que el día anterior yo mismo me había presentado con una camisa con los gemelos desparejados, que no se podía, como había hecho el día antes, dejar mis guantes sobre su lecho y rodearle los hombros, como si en vez de saludarla dándole la mano, la saludara tomándola por los hombros, lo que no es de recibo en sociedad, y que si ella quisiera enumerar todas mis faltas contra las formas más elementales de cortesía, tendría que estar hablando… Se detuvo a pensar y dijo: cinco años. Todo esto lo dijo con un rostro serio —lamenté que todas esas menudencias la pudieran apenar y quise pedirle disculpas; pero ella se dio la vuelta, su espalda se estremecía, se llevó un pañuelo a los ojos y, cuando por fin me miró, vi que se estaba riendo—. Entonces me explicó que la sirvienta estaba sufriendo por la relación de turno, y que el hombre que le había prometido casarse con ella, ahora se negaba en redondo a hacerlo. Por eso estaba tan abstraída. «¿A qué viene estar tan despistada?», pregunté, «si se niega a casarse con ella, ¿acaso hace falta mucho tiempo para comprender algo tan sencillo?». «Como siempre, se plantea las cosas de forma muy simple», dijo Claire. «En una mujer no es así. Está distraída porque está triste. ¿Cómo puede no comprender algo así?» «¿Ha durado mucho el romance?» «No», respondió Claire, «no más de dos semanas». «Es raro, porque siempre ha estado igual de distraída», hice notar, «hace un mes también estaba triste y soñadora, como ahora.» «Dios mío», dijo Claire, «lo que pasaba entonces es que tenía otro romance». «Por supuesto, es muy sencillo», dije, «discúlpeme, no sabía que bajo los anteojos de su sirvienta se escondía la tragedia de un don Juan femenino, que, sin embargo, ama para que se casen con ella, en oposición al don Juan literario que se niega a casarse». Pero Claire me interrumpió y recitó con mucho sentimiento una frase que había leído en un cartel publicitario y, al recitarla, reía hasta saltársele las lágrimas:

Heureux acquéreurs de la vraie Salamandre
Jamais abandonnés par le constructeur(1)

Más tarde la conversación volvió a don Juan, luego, desconozco por qué, cambió a los devotos, al arcipreste Avvakum, pero al llegar a las tentaciones de san Antonio, me detuve, porque recordé que este tipo de conversaciones no eran muy del agrado de Claire; ella prefería otros temas como el teatro o la música; pero por encima de todo, prefería las anécdotas, de las cuales conocía muchas. Me contaba estas anécdotas, tan tremendamente ingeniosas como indecorosas; entonces la conversación adquiría un giro particular —parecía que las frases más inocentes adquirían un doble sentido—, y los ojos de Claire brillaban; y cuando dejaba de reírse, su mirada se oscurecía y adquiría un aire culpable, y sus delgadas cejas se fruncían; pero tan pronto me acercaba a ella, con un susurro enojado decía: «Mais vous êtes fou»,(2) y yo me apartaba. Sonreía y su sonrisa decía claramente: «Mon Dieu, qu’il est simple!».(3) Y entonces yo, retomando la conversación interrumpida, me ponía a criticar en un tono brusco y ofensivo algo que en general solía serme indiferente, como si quisiera vengarme de la derrota que acababa de sufrir. Claire, burlona, estaba de acuerdo con mis conclusiones; y precisamente por el hecho de que ella cediera con tanta facilidad en esto, mi derrota se hacía aún más evidente. «Oui, mon petit, c’est très intéressant, ce que vous dites là»,(4) decía, sin esconder la risa que, sin embargo, no se refería a mis palabras, sino a la derrota anterior, y subrayaba su desdén con ese «là» con el que indicaba que, para ella, mis palabras no tenían ninguna importancia. Me esforcé de nuevo para superar la tentación de acercarme a Claire, puesto que comprendí que ahora era tarde; me obligué a pensar en otra cosa, y la voz de Claire me llegó medio apagada; se reía y me contaba unas necedades que escuchaba con una atención forzada, hasta que advertí que Claire se estaba divirtiendo conmigo. La divertía el hecho de que en esos momentos yo no comprendiera nada. Al día siguiente volví a su casa conciliador; me prometí a mí mismo que no me acercaría a ella y escogí unos temas que alejaran el peligro de que se repitieran los momentos humillantes del día anterior. Le conté todas las penalidades que me había tocado ver y Claire se quedó silenciosa y seria y, a su vez, me contó cómo había muerto su madre. «Asseyez-vous ici», me dijo, señalándome la cama, y me senté muy cerca de ella; ella colocó su cabeza en mis rodillas y dijo: «Oui, mon petit, c’est triste, nous sommes bien malheureux quand même»(5) La escuchaba y temía moverme, ya que el menor movimiento podía ofender su pena. Con una mano Claire acariciaba la colcha, ahora en un sentido, ahora en otro; y era como si su pena se disolviera en esos movimientos, que al principio eran inconscientes, después atrajeron su atención, y terminaron cuando observó que en su meñique había una piel mal cortada junto a la uña y extendió la mano hacia la mesilla de noche donde había unas tijeras. Y volvió a sonreír ampliamente, como si comprendiera y resiguiera interiormente un largo camino de recuerdos que terminaba inesperadamente con un pensamiento nada desagradable; y Claire me observó por un momento con unos ojos sombríos. Coloqué con cuidado su cabeza sobre la almohada y dije: «Discúlpeme, Claire, me olvidé los cigarrillos en el bolsillo de la gabardina», y salí al vestíbulo, y su risa suave me persiguió. Cuando regresé, observó:

—J’étais étonnée tout à l’heure. Je croyais que vous portiez vos cigarettes toujours sur vous, dans la poche de votre pantalon, comme vous le faisiez jusqu’à présent. Vous avez changé d’habitude?(6)
Y me miraba a los ojos, riendo y compadeciéndose de mí, y yo sabía que había comprendido perfectamente por qué me había levantado y salido de la habitación. Además, tuve el descuido de sacar la tabaquera del bolsillo posterior del pantalón en ese momento. «Dites- moi —dijo Claire, como si me suplicara que le contara la verdad—, quelle est la différence entre un trench-coat et un pantalon?»(7)
—Claire, es usted muy cruel —le respondí.
—Je ne vous reconnais pas, mon petit. Mettez toujours en marche le phono, ça va vous distraire.(8)
Esa noche, cuando me iba, escuché en la cocina la voz, cascada y queda, de la sirvienta. Cantaba una cancioncilla alegre en un tono triste, lo que me sorprendió.

C’est une chemise rose
Avec une petite femme dedans,
Fraîche comme la fleur éclose,
Simple comme la fleur des champs.(9)

Había tanta melancolía depositada en esas palabras, tanta lánguida tristeza, que empezaban a sonar de forma distinta a la habitual, y la frase Fraîche comme la fleur éclose enseguida me recordó el rostro ajado de la sirvienta, sus anteojos, sus amores y sus constantes distracciones. Se lo conté a Claire; ella sentía compasión por la desgracia de la sirvienta, porque nada parecido le podía suceder a ella, y esta compasión no suscitaba en ella sentimientos personales o temores, y a Claire le gustaba mucho la cancioncilla:

C’est une chemise rose
Avec une petite femme dedans

Otorgaba a esas palabras los matices más diversos, aveces interrogativos, otras veces afirmativos, y otras solemnes y burlones. Cada vez que yo oía ese estribillo en la calle o en el café, me sentía inquieto. Una vez llegué a casa de Claire y me puse a despotricar de la cancioncilla, diciendo que era demasiado francesa, que era banal y que ningún compositor con un mínimo de talento se sentiría atraído por ella; ahí reside la principal diferencia de la psicología francesa en relación con las cosas importantes. «Este arte es tan distinto del arte verdadero como una perla falsa de una natural. Le falta lo principal», dije, agotando todos los argumentos y enfadado conmigo mismo. Claire asintió con la cabeza, después me tomó de la mano y dijo:
—Il n’y manque qu’une chose.(10)
—¿Y qué es exactamente?
Claire sonrió y canturreó:

C’est une chemise rose
Avec une petite femme dedans

Cuando Claire se recuperó y pasó varios días fuera de la cama, en un sillón o en una chaise longue, y cuando ya se sintió completamente restablecida, exigió que la acompañara al cinematógrafo. Después del cinematógrafo estuvimos casi una hora en un café nocturno. Claire se mostró muy arisca conmigo, y me interrumpía a menudo: cuando yo bromeaba, se aguantaba la risa y, sonriendo a pesar de su voluntad, me decía: «Non, ce n’est pas bien dit, ça»,(11) y como sea que no estaba de humor, o eso me pareció, creía que los demás también debían estar descontentos y enfadados. Y me preguntaba sorprendida: «Mais qu’est-ce que vous avez ce soir? Vous n’êtes pas comme toujours»,(12) a pesar de que no me comportaba en lo más mínimo de forma distinta a la habitual. La acompañé a casa; llovía. Junto a la puerta, cuando le besé la mano para despedirme, me dijo bruscamente enfadada: «Mais entrez donc, vous allez boire une tasse de thé»,(13) y lo dijo con un tono tan enojado que más parecía que me quisiera echar: venga, márchese, ¿acaso no ve que me tiene harta? Entré. Nos tomamos el té en silencio. Me sentía incómodo y me acerqué a Claire y le dije: «Claire, no hace falta que se enfade conmigo. He esperado diez años para reunirme con usted. Y no le pido nada». Quise añadir que una espera tan larga me daba derecho a pedir la más simple, la más mínima benevolencia, pero los ojos de Claire cambiaron el color gris por el color negro; con terror vi —porque hacía demasiado tiempo que esperaba ese momento y había perdido la esperanza— que Claire se acercaba a mí en carne y hueso y su pecho rozaba la americana cruzada que llevaba abrochada; me abrazó, acercó su rostro al mío; de pronto, el olor frío del helado que se había tomado en el café me asombró de forma inusual; y Claire dijo: «Comment ne compreniez vous pas…?»,(14) y un escalofrío recorrió su cuerpo. Los ojos nublados de Claire, que poseían el don de múltiples transformaciones, unas crueles, otras descaradas, otras burlonas… esos ojos nublados los vi durante mucho tiempo delante de mí; y cuando se quedó dormida, volví mi rostro hacia la pared y la tristeza anterior me volvió a visitar; la tristeza estaba en el aire, y sus oleadas transparentes rompían sobre el blanco cuerpo de Claire, a lo largo de sus piernas y de su pecho; y la pena salía de su boca en forma de aliento invisible. Estaba acostado a su lado, pero no podía dormirme, y apartando la mirada de su rostro pálido, observé que el color azul del papel pintado de la habitación de Claire me parecía de pronto más luminoso y extrañamente cambiado. El color azul oscuro, tal como lo había visto antes de cerrar los ojos, se me aparecía siempre como la expresión de un secreto desvelado… y la comprensión era turbia e inesperada y era como si estuviera fija, como si no hubiera tenido tiempo de revelarse totalmente; como si el esfuerzo del alma de alguien de pronto se detuviera y muriera… y en su lugar surgiera un fondo azul oscuro. Ahora se convertía en un fondo luminoso; como si el esfuerzo no hubiera terminado y el color azul oscuro, iluminándose, encontrara dentro de sí un matiz inesperado, de tristeza mate, que se correspondía extrañamente con mis sentimientos y estaba, indudablemente, relacionado con Claire. Unos fantasmas de color azul luminoso con los dedos cortados estaban sentados en dos sillones que había en la habitación; eran enemigos entre sí, como dos personas a las que les hubiera alcanzado un único y mismo destino, un único y mismo castigo, pero por faltas distintas. El borde lila del papel pintado se curvaba en una línea sinuosa, parecida a los signos convencionales del camino por el que un pez nada en un mar invisible; y a través de las cortinas temblorosas de la ventana abierta todo se estremecía y no me alcanzaba la lejana corriente de aire, coloreada con esa misma luz azul luminosa que transportaba consigo una larga galería de recuerdos, que solían caer como una lluvia, tan irrefrenables como ésta; pero Claire se dio la vuelta, se despertó y murmuró: «Vous ne dormez pas? Dormez toujours, mon petit, vous serez fatigué le matin»,(15) y de nuevo sus ojos se oscurecieron. No obstante Claire, sin fuerzas para superar el atontamiento del sueño, apenas pronunciada esta frase se volvió a dormir de nuevo; le quedaron las cejas levantadas y era como si en sueños se asombrara de lo que le estaba ocurriendo. Que esto la sorprendiera era algo muy característico en ella: entregándose al poder del sueño, o de la pena, u otro sentimiento, por fuerte que fuera, no dejaba de ser ella misma; y parecía que las conmociones más poderosas no podían cambiar en nada ese cuerpo perfecto, no podían destruir esa última, invencible seducción, que me hizo perder diez años de mi vida en busca de Claire y no olvidarla en ningún lugar ni momento. Pero en cualquier amor hay tristeza —recordé—, la tristeza de la culminación y la proximidad de la muerte del amor, si es feliz, y la tristeza de la imposibilidad y la pérdida de lo que nunca nos perteneció, si el amor resulta imposible. Lamentaba las riquezas que no tenía, al igual que antes me lamentaba de que Claire perteneciera a otro; y ahora, acostado en su cama, en su apartamento de París, entre las nubes azul claro de su habitación, que hasta esa noche había considerado irrealizables e inmaterializables y que rodeaban el blanco cuerpo de Claire, cubierto en tres lugares por esos vergonzosos y fatalmente seductores cabellos, lamentaba ya no poder seguir soñando con Claire como había soñado con ella siempre, y el hecho de que aún transcurriría mucho tiempo antes de que me creara otra imagen de ella y se convirtiera en algo tan inalcanzable en otro sentido para mí, como lo había sido hasta ese momento ese cuerpo, esos cabellos, esas nubes azul claro.»

(1) «Felices compradores de la verdadera Salamandra, / El constructor nunca os abandonará.» Todas las notas son de la traductora, excepto las marcadas como Nota del autor.
(2) «Se ha vuelto loco.»
(3) «¡Dios mío, qué simple es!»
(4) «Sí, cariño, es muy interesante lo que dice.»
(5) «Sí, cariño, es triste, somos muy desgraciados los dos.»
(6) «Me ha sorprendido. Creía que llevaba los cigarrillos siempre encima, en el bolsillo del pantalón, como hacía hasta ahora. ¿Ha cambiado de costumbre?»
(7)«Dígame… ¿cuál es la diferencia entre una gabardina y un pantalón?»
(8) «No le reconozco. Ponga en marcha el gramófono, eso le distraerá.»
(9)Casi intraducible. Literalmente, significa lo siguiente: «Es una camisa rosa, / con una mujer dentro, / fresca como una flor recién abierta, / simple, como una flor silvestre». (Nota del autor)
(10)«Sólo falta una cosa.»
(11) «No, eso no es ingenioso.»
(12)«Pero ¿qué le ocurre esta noche? No es el mismo de siempre.»
(13)«Pero, entre, tómese una taza de té.»
(14)«¿Cómo no lo comprendió?»
(15)«¿No duerme? Duerma, si no por la mañana se sentirá cansado.»
‘Una noche con Claire’ (1929), de Gaito Gazdánov, traducción de María García Barris, editorial Nevsky Prospect, 2011.

Gaito Gazdánov (Georgi Ivánovich Gazdánov, 1903-1971) nació en la familia de un guardabosques, razón por la cual se trasladó a lo largo y ancho de Rusia con su padre. Antes de haber cumplido los dieciséis años había vivido en San Petersburgo, Siberia, Tver, Póltava y Járkov en Ucrania. Cuando se declaró la Guerra Civil después de la Revolución, Gazdánov se unió al Ejército Blanco y, cuando éste fracasó, abandonó Rusia en dirección a Crimea, pasó una temporada en Turquía, y al cabo terminó en París. Ejerció un gran número de trabajos sin importancia, e incluso vivió en la calle durante algún tiempo hasta que consiguió trabajo como conductor de taxi por la noche, lo que le permitía escribir durante el día. Su celebrada novela semi-autobiográfica, Caminos nocturnos (1941), describe dicha experiencia. La primera novela de Gazdánov, Una noche con Claire (1929), se publicó cuando tenía veintiséis años, y le granjeó comparaciones con Nabókov y Proust. A partir de estos comienzos tan prometedores continuó publicando de forma regular, con una única pausa durante la Segunda Guerra Mundial, durante la cual colaboró con la resistencia francesa. Sus novelas de espías existencialistas El retorno de Buda y El fantasma de Alexander Wolf fueron alabadas tanto por la crítica francesa como por la perteneciente a la comunidad de exiliados rusos. En 1953 comenzó a trabajar para la mítica Radio Liberty, que emitía programas propagandísticos financiados por la CIA en los países de Europa del Este. Murió en 1971 en Munich.

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