"De fiesta en el cielo", Elisenda Hernández Janés
«De fiesta por el cielo», un relato de Elisenda Hernández Janés.
─¡Bienvenido! —me dijo el melenudo del smoking blanco.
Yo estaba aún algo atontado por la medicación de los últimos meses y tras tanto tiempo inmóvil en la cama de un hospital, la sensación de contar con unas extremidades que realmente respondieran a mi voluntad todavía me tenía algo desconcertado. Eso y, por supuesto, el hecho de que acabara de sobrevolar Barcelona en helicóptero hasta llegar a aquella surrealista oficina impecablemente blanca.
—Gracias —le contesté, y mi voz sonó clara y real. No estaba soñando—. ¿Donde estoy? ¿Es esto…?— El melenudo me interrumpió.
—Sí, sí, el cielo, sí —su tono era amigable aunque algo impaciente—. A ver, le cuento todo esto rapidito, cuanto antes acabemos con estos vulgares trámites, mejor. Acaba de morirse y ha desaparecido de la tierra, a partir de ahora se quedará por aquí.
Me sonrió e hizo un gesto con los brazos, como queriéndome decir: “Es lo que hay”. Yo me limité a asentir con la cabeza, no porque me pareciera bien lo que me decía, sino porque por mi trabajo estoy acostumbrado a tener que demostrarle a mi interlocutor que cuenta con mi atención en todo momento.
—Supongo que algún día tenía que pasar —comenté resignado.
—Eso mismo, eso mismo… y tiene sus cosas buenas, no se crea… —Ahora era él quien asentía con la cabeza—. Está muerto así que ya puede dejar de preocuparse por ser alguien en la vida, o por llegar a fin de mes, o por cuidar de su salud… —Mientras hablaba, el tipo abría y cerraba cajones, se atusaba el pelo y rebuscaba nerviosamente entre papeles —. A ver, tampoco quiero engañarle, la cosa tiene también sus contras… a sus seres queridos que están en la tierra no va a verles hasta dentro de un tiempo… pero bueno, ¡no se puede tener todo!
—No —repetí yo por inercia sin saber muy bien lo que estaba diciendo, algo aturdido con sus bruscos movimientos y su hablar atolondrado—, todo no se puede tener en esta vida, eso es verdad. —Luego pensé en lo absurdo de aquel comentario: ¿En esta vida?
—¡Bueno, pues aquí está! —exclamó de repente con expresión satisfecha, interrumpiendo mis pensamientos—. Necesito que por favor, rellene este formulario con sus datos y me lo firme. Es una mera formalidad, tan sólo indica la fecha exacta de su llegada y cosas por el estilo…
Confundido como estaba, lo firmé sin apenas leerlo y ese insignificante detalle fue la prueba definitiva de que realmente aquel hombre tenía razón y yo había dejado de ser yo. El exitoso abogado que en vida había sido jamás habría firmado un documento sin previamente examinarlo minuciosamente, comprobar posibles lagunas jurídicas y sopesar todas sus posibles consecuencias: ¿Podrían beneficiarme? ¿Podrían utilizarse en mi contra? ¿Las habrían incluido deliberadamente para que yo incurriera en ellas?
La verdad es que en cierta manera fue un alivio, por una vez, no ser un listillo tocanarices y cumplir sin rechistar órdenes de un melenudo hortera vestido de blanco del que antes habría sospechado sin dudar. Qué cosas tenía esto de la muerte.
—Muy bien, perfecto, gracias. Lo siguiente sería hacerle un pequeño examen físico y mental para ver en qué estado se encuentra, pero ya se lo haremos mañana, no hay prisa. Como ha muerto usted relativamente joven no es urgente y es probable que no tenga que pasar demasiado tiempo en manos del Maestro. Él es muy bueno haciendo apaños y corregirá todo aquello que se le haya atrofiado con el paso de los años.
—¿Cómo dice? —le pregunté inquieto—. ¿Haciendo apaños? —Siempre he sido bastante aprensivo y tras tanto tiempo en un hospital, lo último que me apetecía era oír hablar de curanderos—. ¿El Maestro? ¿Qué es, como una especie de médico?
—¿Cómo, nunca ha oído hablar de nuestro Maestro?— El tipo parecía realmente extrañado—. ¡Sí, hombre, tiene que conocerle! De origen humilde pero gran talento, reconocido por la comunidad internacional, licenciado por la universidad de Nazaret, experto en medicina asiática y psicología cognitiva… —Yo le miraba desconcertado. Al ver que no decía nada, él continuó—: Con múltiples y curiosas habilidades, entre ellas, cocinar pescado para grandes multitudes, tratar el agua con especias para convertirla en vino… Incluso admirado atleta, creador de una innovadora modalidad de surf que simula el andar…
—El andar sobre las aguas, claro —le interrumpí, con una media sonrisa. Aquel tipo tenía que estar tomándome el pelo. Sin embargo me contestó con toda naturalidad:
—¡Exactamente! ¡Veo que entonces sí le conoce!
—¿Pero todo esto va en serio? ¿Me está usted hablando de Jesús? —le pregunté, incrédulo. Pareció alegrarse al escucharme decir su nombre.
— ¡Él mismo!
— ¿El que fue crucificado, resucitó a los 3 días y luego ascendió a los cielos y murió para salvar nuestros pecados?
El hombre soltó entonces una sonora y repentina carcajada que me sobresaltó.
—Sí bueno… la parte esa de los pecados nunca la hemos entendido muy bien aquí en el cielo. Pero sí, sí, ése mismo es.
—No, esa parte no la entendí tampoco nunca yo —admití.
Volvió a reírse escandalosamente y de repente me sorprendí riéndome yo también. La verdad es que su risa era de lo más contagiosa. Empezaba a caerme francamente bien aquel tipo.
—Es gracioso cómo se ha ido adornando la historia con el paso del tiempo. Hay quienes dicen, por ejemplo, que a mí me crucificaron boca abajo… —volvió a estallar en estruendosas risotadas—. ¡Imagínese, pobre de mí! ¡Crucificado al revés! ¿Por qué se inventarían semejante idea? ¡Hay que ser retorcido! ¡Y nunca mejor dicho! —Encantado con su ocurrencia, soltó una nueva sarta de alborotadoras carcajadas. Así estuvo por unos segundos, retorcido por el esfuerzo y medio llorando de risa, cuando de repente, se puso serio—. Lo que me fastidia es que me cuelguen el muerto de ser el cabeza de la iglesia —dijo, frunciendo el ceño—. Eso sí que me toca las narices. Y la historia del gallo y las tres negaciones tampoco me hace gracia, la verdad —parecía de pronto aquel hombre notablemente disgustado—. Puedo ser muchas cosas pero chaquetero, jamás… Nunca jamás habría renunciado a mis principios por…
A medida que hablaba el tipo se iba exaltando más y más. Empezaba a estar algo contrariado ante los repentinos cambios de humor de aquel barbudo, cuando me pareció escuchar ruido tras la puerta y desvié mi mirada. Un rostro familiar arrancó entonces toda mi atención. Llevaba más de diez años sin verle así que tardé unos segundos en reconocerle y cuando lo hice, me quedé tan estupefacto que no pude proferir palabra alguna. San Pedro se dio cuenta de mi conmoción y miró hacia la puerta.
—¡Mierda! —soltó entonces— ¡Les dije claramente que se escondieran! ¡Siempre igual, siempre me hacen lo mismo! En fin, supongo que ya es hora de que pases a la sala del reencuentro— concluyó resignad0—. Te hemos preparado… ¿te importa que te tutee?
Yo negué con la cabeza aunque ni siquiera le miraba. No podía creer lo que veían mis ojos. Era él, estaba allí mismo, delante de mí.
Carlos. Mi hermano, mi mejor amigo. Con su misma mirada achispada y sus mismos rizos revueltos, joven y sonriente como nunca había dejado de ser. Tenía una cerveza en la mano y estaba charlando animadamente con un tipo algo estrafalario vestido de época.
A su derecha divisé a mi padre y a su lado, a mi madre, vestida con el traje chaqueta que se reservaba para las ocasiones especiales: para mi primer juicio, para la cena de Nochebuena.
Me levanté de un brinco y me abalancé contra la puerta. La forcé, pero estaba cerrada. Me temblaban las piernas y el corazón me palpitaba tan fuerte que me hacía daño. Traté de llamar su atención dándole golpes pero no parecían poder escucharme.
—Tranquilo, no te preocupes, ahora mismo podrás hablar con ellos. Están aquí para recibirte. Hemos reunido a todos tus seres queridos para darte una pequeña fiesta de bienvenida. Hemos avisado también a unos cuantos Vips, personajes famosos a los que admiraste en vida, que no han querido perderse la celebración. Si es que con barra libre la gente se apunta hasta a un bombardeo…
Yo seguía sin dar crédito, con la mirada pegada en el cristal. Divisé entonces a la abuela Carmen y al abuelo Paco. Y a Claudia, mi amiga de la universidad que se fue a vivir a Sudamérica y a la que había perdido el rastro, y a Edu, mi mejor amigo del colegio, muerto en un accidente de coche siendo tan sólo un adolescente. Y de repente, entre todos ellos, a John Lennon, con sus gafas redondas y sus melenas, enfrascado en una conversación con un hombre de etiqueta que me era de lo más familiar… ¡El tío Jorge! ¡Aquel hombre de etiqueta era el tío Jorge!
Posé de nuevo la mirada en mi madre y en su traje chaqueta y una lágrima resbaló por mi mejilla. Aquello no podía estar pasando. Entonces reconocí al hombre de época con el que charlaba mi hermano. Era Oscar Wilde, refinado y rechoncho como en las fotos en blanco y negro de mis libros de literatura. Y a su lado, a George Harrison y a Syd Barret, sano, cuerdo, dándole fuego a Sandra, mi primer amor, a la que tan pronto el cáncer le había arrebatado la vida… Todos risueños, todos jóvenes, todos felices, charlando y esperando con ilusión mi llegada al reino de los cielos.
Sonreí y pensé que aquél era justo el sitio en el que quería estar.
—Bienvenido al paraíso —me dijo entonces San Pedro mientras me abría la puerta—. Disfruta de tu fiesta.
¡Muy bueno!
Es buenísmo hija!!!! Mira que lo he leído veces, pero nunca me cansa. Hoy hasta casi me hace llorar!