Wendy and Lucy
Por Roxana Popelka.
Wendy and Lucy (2008), constituye el tercer largometraje de Kelly Reichardt, basado en el cuento Tren del coro del escritor Jonathan Raymond, colaborador habitual de la directora. Bajo la etiqueta del más puro cine independiente, asistimos, desde el primer instante, a una película nada convencional. He aquí el resumen de la brillante e intimista historia: Wendy (Michelle Williams), es una chica que busca cambiar de escenario vital, así que decide viajar en coche hacia Alaska en busca de trabajo junto a su perra Lucy. En un pequeño pueblo de Oregón su coche se estropea. El fallo mecánico actúa como detonante, y Wendy se enfrentará a una serie de experiencias dolorosas: estancia en la prisión por un pequeño hurto cometido en el supermercado, pérdida de su perra Lucy, soledad + incomprensión: sinsabores que se instalan en la vida de la protagonista y provocan un giro a sus planes iniciales. Aunque Wendy es de esa clase de mujeres resueltas que no se amedrentan; sigue su rumbo a pesar de las desdichas, y parece decir (voz en off), mientras limpia el espejo retrovisor de su Honda Accord: «no necesito que nadie me convenza de que la vida da vértigo».
Wendy and Lucy (2008) ofrece un lúcido retrato de la cara B del denominado credo americano: la América de las desigualdades sociales, étnicas, raciales… no en vano Kelly Reichardt sostiene en una entrevista que la historia de Wendy and Lucy (2008) surgió después de la reelección de Bush como presidente y el desastre del huracán Katrina. La crisis, en ocasiones, nos ayuda a comprender otras formas de vida; al menos a entrar en contacto con una realidad que nos aleja de ese cine concebido exclusivamente como producto.
La película ofrece momentos de melancólica tristeza, desamparo: todo junto, pero qué bien queda. Y te vas de la butaca (o del sofá) con la sensación de haber visto, no sólo una delicada historia mínima, sino un desafío bien narrado. Una parábola espléndida acerca del desarraigo actual.