CreaciónNo ficción

"Enseñadme a huir"

«Enseñadme a huir», de Almorro.

Nadie sabía qué le pasaba, pero todos tenían el arrojo de opinar desde su propia, personal y particular realidad. Unos, lo achacaban a un egoísmo sibilino; otros, defendían una evidente incapacidad emocional. Aún había quien mantenía el convencimiento de que había erigido una extraña doble vida a sus espaldas y, como si de un secreto, idílico y recóndito apartamento en la costa se tratase –y para el que se reservan los más intensos momentos–, había ido llenando una vida que les era ajena en detrimento de la que pensaban que les pertenecía, sintiéndolo como una ofensa personal.

Seguro que se podrían crear más grupos, tantos como llegar a superar el número total de especuladores participantes en el entretenimiento. Por ejemplo, la mitad de ellos decía entender ligeramente sus razones, mientras que la otra mitad se mostraba intransigente en su condena sobre el asunto. De la misma forma, todos y cada uno decían ser los mayores conocedores de su persona y, por tanto, de sus más profundos pensamientos, abanderándose de este modo de una mayor potestad en su análisis. Ocasionalmente, cuando se alzaba de entre todas una voz especialmente lacerante, el resto asentía como si hubiesen estado reteniendo el comentario que un valiente tenía, al fin, el coraje de articular. Luego, tras unos instantes de complacencia colectiva, se esforzaban en interpretar un leve susurro mucho más clemente, más compasivo, y era entonces cuando se recostaban en sus asientos, abatidos por la culpa de un juicio frívolo y gratuito a todas luces, evitando que sus avergonzadas miradas pudiesen cruzarse.

No obstante, al ser la culpa una desagradable carga de la que cualquiera quiere desprenderse, acababan recuperando los más duros argumentos de cuantos se habían vertido contra él, con el claro propósito de escapar hacia emociones que resultasen más llevaderas. De este modo podían volver a incorporarse paulatinamente en sus asientos, incluso abocarse sutilmente buscando de nuevo encontrar sus satisfechas miradas, disfrutando de un inesperado bienestar al sentirse liberados moralmente con algo tan obvio como era descargarse con el objetivo adecuado.

Fue en esas, coincidiendo con el momento de mayor convencimiento sobre como debían afrontar el asunto, cuando Agustín hizo aparición ante sus ojos. Ello provocó que súbitamente se congelaran los rostros de todos los presentes. Parecía imposible que un solo segundo sirviese de tránsito entre la comunión a la que creían haber llegado, tan solo unos instantes antes, y la cómica escena de conversaciones entrecortadas y miradas que huían tanto de Agustín como de la ridícula reacción de todos y cada uno de los demás. Una vez comprobada la inutilidad de tanto esfuerzo por disimular ante él, Agustín les ofreció dos posibilidades.

–Amigos míos, tenemos dos opciones –dijo–, podéis atender al ruego que me veo obligado a haceros; o bien, me retiro hasta otro día para que mi desafortunada presencia no altere las disquisiciones que os ocupaban hasta mi inoportuna llegada. Vosotros decidís.
El cerrado silencio que se hizo cuando empezó a hablar acabó salpicado de risas nerviosas y condescendientes comentarios en cuanto calló. Por un momento pareció repetirse el desconcierto que acompañó a su entrada debido al batiburrillo de sonidos ininteligibles que se formó. A Agustín, ver como sufrían por una situación que sólo ellos habían provocado, le producía un extraño gozo difícil de ocultar.
–Entiendo, por la falta de respuesta, que preferís que vuelva mañana. Ningún problema. Sé hacerme cargo.
–Algunos estamos preocupados por ti, Agustín –se atrevió a decirle finalmente uno de ellos.
–Bueno, en realidad, todos lo estamos –puntualizó otro, aprovechando el cabo que acababan de lanzar para evitar que marchase.
–Entiendo.
–Sí, llevamos varios días comentándolo –apuntó aun otro más.
–Tenemos la sensación de que te esfuerzas en evitarnos, así que nos sorprende que quieras pedirnos algo.
–La verdad es que creo haberme equivocado intentando ocultar que llevo tiempo desconcertado, o angustiado, ni bien lo sé. Por eso necesito vuestros consejos. He descubierto que, en cierto modo, os envidio.
–Ja, ja, ja. Que me acabe de comprar un coche nuevo no te ha de perturbar, Agustín. Prometo dejártelo para una ocasión que consideres especial –bromeó uno levantando una oleada de risas.
–Te lo agradezco, y tomo nota, pero no se trata exactamente de eso. Aunque he de decir que si bien a mí me cuesta escucharme y entenderme, y creo que este es el origen de mi malestar, me gusta intentarlo sin prisas y me encanta hacerlo oteando un agitado mar otoñal. Tú, con tu nuevo coche, consigues huir de ti con mucha más fiabilidad y los últimos sistemas de seguridad –pese a que Agustín se mostró visiblemente abatido tras estas palabras, éstas azuzaron las risas que aún se oían–. Cada uno de vosotros utiliza diferentes métodos para huir de sí mismo. En algunos casos os limitáis a cambiaros de coche, como has hecho tú provocando, a buen seguro, que muchos otros se lo cambien en breve. En otras ocasiones si uno decide irse una semana a París, el siguiente en partir lo hará para diez días y con destino Berlín.
–Espero que no estés juzgando la banalidad de nuestras vidas con estos comentarios tan desafortunados –le espetó alguien en ausencia ya de las apagadas risas.
–No, no. Por favor, no pienses eso. Ya os he dicho anteriormente que, en todo caso, creo que os envidio. Anhelo esa capacidad que habéis desarrollado para sentiros bien. Además, no siempre es material, hay veces en que simplemente sabéis cuando vale la pena arriesgar y cuando es absurdo el hacerlo. Vosotros no perderéis el tiempo en escuchar música que no canten ya cientos de miles de seguidores, sois conscientes del riesgo que conlleva apasionarse por algo que solo a uno mismo entusiasma y de lo poco que se comparte con ello. Tampoco cenaréis en un restaurante del que no se hayan hecho eco en el dominical de tendencias u os haya recomendado alguien a quien admiréis por algún extravagante motivo que…

–Perdona, pero Ricardo no es extravagante, es mi jefe –se afanó en replicar ofendida una de las chicas.

–Disculpa, no pensaba en nadie en concreto, tranquila –una aclaración que la chica acogió con claros signos de alivio, no así los demás, que seguían absortos las palabras de Agustín.
–De momento tiene para todos vosotros –se alzó con sorna una voz femenina.
–También a ti te envidio, y tu caso es de los más interesantes –señaló Agustín a la mujer que acababa de intervenir –. Disfrutas de un mecanismo con el que huyes de ti y de los demás sin la necesidad de adquirir un automóvil nuevo –la chica entornó los ojos negando con la cabeza que tuviese que escapar de tanta gente, incluso de ella misma, y esperó la explicación que se disponía a darle Agustín–. Tienes la capacidad de no dejar reposar nada alrededor tuyo. Utilizas a los demás como espejos en los que observarte justo como quieres. Provocas una concatenación de detonaciones controladas a fin de disfrutar exclusivamente del reflejo exacto que elucubras en tu mente. Encuentras tantas ventajas en servirte de los demás para no perderte de vista que no entras a valorar la escasa fiabilidad que un espejo cimbreante te ofrece. El control sobre tu entorno y la enloquecida huida de tu vacuidad son una prioridad intrínseca en todos tus actos.
–¡Si me reflejo constantemente, no podré huir de mí nunca!–exclamó sorprendida, aunque halagada, por haber disfrutado de tanta atención.
–Bueno, vendría a ser algo así como relacionar la valía personal con el número de seducciones consumadas –comentario que levantó de nuevo las carcajadas de todos–. Algunos os escondéis tras responsabilidades o retos que llenan de ruido vuestro día a día y con los que conseguís escapar de escucharos con la sinceridad del silencio. Lográis esquivaros con tanta efectividad que desconocéis el sonido de vuestra voz. No sólo tenéis todo mi respeto por ello, sino que llego a envidiaros. Me gustaría ser capaz de poder ocultarme, pero no sé cual sería el sistema adecuado para mí, por eso os pido ayuda.
Instantes después, viendo que hubiese sido difícil que alguien articulase palabra alguna que le sirviese de orientación, Agustín, asegurando que estaba agotado, se excusó y les emplazó a que otro día le ayudasen a desarrollar entre todos unas herramientas que pudiesen resultarle útiles. Así se lo prometieron. En cuanto salió por la puerta, alguien dijo:
–¿Ha dicho que disfruta viendo el mar en otoño o son figuraciones mías? ¿Cuándo no hay nadie? Agustín está peor, pero es más inofensivo, de lo que temíamos.

2 thoughts on “"Enseñadme a huir"

  • Es magnífico que tu paladar se manifieste de ese modo, Akaki. Muchas gracias.
    También al equipo de CLTR+: gracias.
    No sólo por publicarlo, también es de destacar, y agradecer, el excelente trabajo que realizáis.

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